20/07/2023
Empieza a leer 'Los divagantes' de Guadalupe Nettel
Nous ne voyons pas les choses comme
elles sont. Nous les voyons comme nous
sommes.
ANAÏS NIN
LA IMPRONTA
Antes de morir, mi tío estuvo tres semanas en el hospital. Me enteré por una casualidad, o eso que los surrealistas llamaban «el azar objetivo» para hablar de los hechos fortuitos que parecen dictados por nuestro destino. Por ese tiempo, la madre de Verónica, mi mejor amiga, sufría un cáncer muy avanzado y estaba interna en la unidad de terapia intensiva de la misma clínica. Esa mañana me había pedido que la acompañara y yo no pude negarme. Salimos de la universidad, situada en el mismo barrio, y en lugar de ir a la clase de etimología latina subimos al autobús. Mientras deambulaba por el pasillo esperando a que Verónica se ocupara de su madre me entretuve leyendo los nombres de los pacientes escritos en las puertas. Me bastó con ver el suyo para entender que se trataba de un familiar, pero tardé un tiempo en identificarlo. Después de varios segundos de desconcierto –una sensación comparable a cuando, en un cementerio, descubrimos una lápida con nuestros apellidos sin que sepamos de quién se trata–, comprendí que el enfermo era Frank, el hermano mayor de mi madre. Sabía de su existencia, pero no lo conocía. Se trataba, por así decirlo, del pariente proscrito de mi familia, un hombre del que casi nadie hablaba en voz alta, mucho menos delante de mamá. A pesar de la curiosidad que me invadió en ese momento, no me atreví a asomarme, por temor a que me reconociera. Un miedo absurdo, en realidad, pues hasta donde yo recordaba no nos habíamos visto nunca.
Permanecí un buen rato ahí, sin saber qué hacer, concentrada en mi ritmo cardiaco, que no hacía sino acelerarse, hasta que la puerta se abrió y del cuarto salieron dos mujeres vestidas de blanco. Una de ellas llevaba la bandeja del desayuno con los platos sucios.
–Este hombre come más que un San Bernardo. ¿Quién lo diría en su estado?
Me divirtió descubrir que las enfermeras se reían de sus pacientes, pero también la posibilidad de que mi tío fuera un enfermo imaginario como el de Molière, a quien estábamos leyendo en clase de dramaturgia.
En el autobús, de regreso a la universidad, le expliqué mi descubrimiento a Verónica. Le conté también todo lo que sabía acerca de Frank. Buen estudiante desde la primaria hasta el último año de bachillerato, había obtenido en el colegio una reputación intachable y también la admiración de sus maestros. Para eso contó siempre con la complicidad de mi abuela –esto se lo oí decir alguna vez a mamá–, quien le solapaba tanto las ausencias en clase como sus travesuras dentro de la casa. Después de cursar un año la carrera de ingeniero, abandonó la universidad para dedicarse a la fotografía y, más tarde, a vagar por el mundo. Se hablaba también de sus vicios y de sus adicciones, pero jamás escuché a nadie especificar de qué tipo eran éstas. Nunca estuvo presente en los grandes acontecimientos de mi familia, en la graduación de mi hermano, por ejemplo, o mi fiesta de quince años, eventos en los que aparecían, como por generación espontánea, racimos de parientes a los cuales había que presentarme varias veces. Todos mis tíos, excepto Frank. En ocasiones escuchaba a viejos amigos de mis padres preguntar por él con una curiosidad morbosa, como se pregunta por alguien de quien tendremos, sin lugar a dudas, noticias desopilantes. Era imposible –al menos para mí– dejar de notar la incomodidad de mi madre al responder sobre el paradero de ese hermano. «Sé que está en Asia», decía, o «Sigue con su novia escultora». Las cosas que sabía de él las había oído al vuelo en conversaciones ajenas como ésa, pero entonces la vida de Frank no me importaba gran cosa.
El día siguiente fui yo quien le pidió a Verónica que me dejara acompañarla. Esta vez faltamos a la clase de lingüística y fonología, la más aburrida de todas. Llegamos al hospital hacia las doce. Cuando mi amiga entró al cuarto de su madre, esperé algunos minutos y, tras cerciorarme de que no había ninguna enfermera dentro de la habitación de Frank, toqué la puerta y entré. Fue la primera vez que estuve frente a su cama, adonde habría de volver muchas otras veces. Mi tío era un hombre robusto y de abundante pelo gris, que, efectivamente, no tenía aspecto de estar enfermo. Lo que sí tenía era una combinación de rasgos muy semejantes a los míos. Su expresión, a diferencia de la de otros internos, como la madre de Verónica, era lúcida, y estaba consciente de todo lo que ocurría a su alrededor. Su brazo izquierdo estaba enchufado por medio de un catéter a una bolsa de suero donde habían vertido diversos medicamentos, pero fuera de eso, y de una leve parálisis en el lado izquierdo del rostro, parecía dispuesto a saltar de la cama.
–No nos conocemos –le dije–. Soy Antonia, tu sobrina.
* * *
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