15/06/2021
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SOBRE LO PUNK

El año 77 fue la pera. Un pariente estaba seriamente herido de cáncer en París, y mi padre nos cogió y nos llevó. No sé de dónde sacó la pasta. No sé de dónde la sacaba. Mi padre se sacaba cosas de la chistera. Eso, cuando no se tiene chistera, es absolutamente mágico. Fuimos, además, a tutiplén, en Air France. Fue mi primer vuelo. Recuerdo a las azafatas de Air France, olían a Opium, el perfume de Madame Trudeau y de mamá, y eran rubias y con los ojos azules como el mar de otro planeta. Y recuerdo que el viaje me resultó larguísimo y que, por aburrimiento, me leí la revista que mi padre había comprado para el vuelo. Creo que fue la primera vez que leía prensa. Uno, en fin, accede al conocimiento o a la ignorancia por lo mismo. Por aburrimiento.

Esa revista era Triunfo, o Cambio 16, ya no me acuerdo. Igual era Cambio 16, porque hablaba de desencanto, ese concepto que verbalizó la revista. La revista, en fin, tenía que ser la pera. Aportó el concepto luminoso y propagandístico de Transición, y el concepto oscuro y dirty realism de desencanto. Recuerdo, en todo caso, que en la revista había un especial monográfico sobre el punk. Recuerdo que lo que más me llamó la atención fue un gran reportaje sobre un grupo que se llamaba Sex Pistols, y que había sacado un LP que, traducido, significaba nonostoquéisloshuevosaquíestamoslossexpistols. Nunca jamás había escuchado nada tan bestia. Si alguien hubiera dicho esa frase en mi cole, le habrían dado un sopapo. O le habrían hecho director. En el reportaje había un billetito sobre el improbable punk español, y una breve entrevista a un tal Ramoncín, un tipo que me pareció algo ya transitado. Todo un insulto si pensamos que el tipo que consideraba transitado a Ramoncín tenía doce años. Los Sex Pistols, en todo caso, se veía en las fotos que iban en serio, que tenían un secreto que iba en serio. Me quedé fascinado. Además, eran anarquistas, como el señor herido que íbamos a ver a París. Para mí era sorprendente que fueran anarquistas. Los anarquistas que yo conocía eran viejos, y no tenían el aspecto de ser unos Sex Pistols, unos gamberros divertidos, sino personas a las que les acababan de dar una paliza. La paliza que les dieron, en efecto, tuvo que ser descomunal, pues siempre tenían el aspecto de acabar de serles propinada.

Para hacerlo todo más intenso, a los dos días de patear París vi a mis primeros punks. Nadie les miraba en toda la ciudad salvo yo. Supongo que tendrían veinte años. Esa edad en la que uno se imagina a Aquiles. Eran mayores. Para mí, de otro planeta. El planeta de los héroes. Fue, además, en los Champs Élysées, esa zona del Hades en la que están los héroes. Iban vestidos de punk de boutique. Como, de hecho, los Sex Pistols, ese grupo que nació para promocionar una boutique. Lo que llevaban encima yo jamás podría pagármelo. Los miraba como algo que yo nunca podría ser o tener. Como quien mira una moto o un coche rojo. Uno llevaba el pelo rojo y erizado. Otro una cresta negra. Lo más impresionante, no obstante, era su mirada. Era una mirada sin fe, diferente a otras miradas sin fe que conocía. No era la mirada del amargado, del tonto o, todo lo contrario, del chorizo (sabías que un amigo se había metido a chorizo, precisamente, por la mirada). Y no era la mirada del yonki, que aún no conocía, pero que en breve me hartaría de conocer. Era, lo dicho, una mirada sin fe, que jamás había previsto. Y yo, de fe, sabía un güevo. Habíamos venido a París, de hecho, para ver morir a alguien que había dedicado toda su vida a cambiar el mundo, esa variante laica de la fe. Yo aún no lo sabía, pero en breve vería esa mirada de ausencia de fe, de estar de vuelta, cotidianamente, en mi pueblo (cinturón exrojo de Barcelona). Y en mi espejo, cada mañana. De hecho, la sigo viendo. Las cosas, cuando van en serio, no implican vestuario o peinado. Implican solo la mirada. Lo supe al ver a aquellos dos punks. Como lo supe al ver la mirada del hombre a punto de morirse. Ambos grupos de miradas, ahora que lo pienso, se parecían. No contemplaban el futuro. Contemplaban el ahora. Bueno, la del hombre moribundo era más de pensar en el pasado. También sé un güevo de muertos. Sé, por ejemplo, que en los momentos previos a la muerte el pasado es una pesadilla.

Hola. Esta es una nueva sección. Semanal. La idea es plantear en ella hechos inquietantes de la vida. Concretamente, de mi vida, que es la vida que tengo más a mano. He estado pensando, para iniciarla, en el hecho más determinante de mi vida. Pero he llegado a la conclusión de que no existe. Si analizas tu vida, los hechos más determinantes acostumbran a venir a ti desde otras vidas. O, directamente, del azar. Nunca sabes si todo eso es tu vida, o su ruido. Igual lo sabes cuando estás a punto de morir, y de ahí la pesadilla. La vida ocurre en la cabeza y en las manos, dos objetos, por lo general, siempre repletos, por lo que es difícil adivinar cuáles son los importantes. Igual, lo más importante que ha pasado por tu cabeza o por tus manos ha sido una cintura. O, como en la peli, un trineo. O quizás no. Esas cosas se saben –volvemos a lo de la pesadilla– cuando es demasiado tarde.

Me he decidido a empezar hablando de punk porque últimamente me planteo que lo soy, por lo que debe de ser mi tradición más vieja. Supongo que es un rasgo generacional. Los de la generación anterior –y, en cierta manera, los de la posterior– eran hippies. La mía no era nada. No tenía atributos. Es decir, era punk. Supongo que ese no ser nada/ser punk debe de ser determinante. Me/se lo explico. Por supuesto, ser punk no es su atrezzo. Es, lo dicho, una mirada. Es decir, muchos cables y mucha electricidad, que determinan una lógica, que acaba saliendo por los ojos en forma de mirada. De una manera u otra, abarca varias generaciones y llega hasta poco antes del siglo XXI. Copa el arte y el mundo de las microdecisiones y las macrodecisiones cotidianas de millones de personas. Es una suerte de individualidad, de desconfiar de lo colectivo, de apostar por las decisiones propias y personales, y de verlas como las únicas honestas y fiables. Lo que implica que donde crecimos, nuestro tramo de vida, era algo contrario a la honestidad y a la fiabilidad. La cosa punk que les explico se traduce en una suerte de ausencia de ética –en algunos casos, literalmente–, o en el uso de una ética personal que ya no es épica, que ya casi no es nada, por lo que no tiene sentido ser confesada ni explicitada. Su sentido es ser aplicada, con modestia, sin copyright y sin darle al botón de las mixed-emotions. Se trata de cinismo. El cinismo es todo lo que uno quiera, pero también un acceso a la higiene. El cinismo impedía, a su vez, llegar a las cumbres de cinismo de los hippies, de la generación anterior –de proporciones artísticas; mis primeros despidos me los propinaron, por ejemplo, jefes exhippies que recibían órdenes, pero que, aun así, en el momento del despido te chorreaban con valores democráticos que tiraban de espaldas–, que no conoció, al parecer, mecanismos para paliar ese descenso a los infiernos, entre los cuales el escepticismo es uno de los más hermosos.

No es gran cosa, pero ha permitido transportar durante años un legado. Ese legado es la capacidad de tener criterios personales, opuestos a los mayoritarios, de haber transportado, durante años y en la cabeza y en las manos, objetos minoritarios, que algún día tendrán utilidad para muchas más personas. No sé, cierta concepción de libertad individual, de justicia, de sentido del deber. De desconfianza ante los discursos chachis. Igual todo eso hubiera muerto –bueno, nunca muere, pero se pone pocho cada X años– si no lo hubiéramos utilizado en el trabajo, en las elecciones personales, en lo que escribíamos, una lógica punk. Es decir, sin importarnos un pito su recepción.

Bueno. Esta sección/lógica queda inaugurada. Ya les iré explicando. Espero que aporte un sentido. Si no lo aporta, lo descubriré demasiado tarde. Les invito a ver cómo y hacia dónde crece todo esto.

28 de febrero de 2016


SOBRE EL «ACID»

De pronto, zas, por la emisora que siempre escuchábamos se emitía el anuncio que habíamos estado esperando desde hacía días. Lo decían muy rápido, interrumpiendo una canción. Se nos convocaba en una esquina. Íbamos al punto señalado a toda leche. No tardaba en venir un autobús, o varios coches ya cargados de personas. Nos preguntaban la contraseña. La decíamos. Subíamos, pagábamos un par de libras y nos íbamos pitando. Visto y no visto. Atravesábamos Londres a toda castaña, con la música de la radio a tope. Íbamos a un barrio repleto de naves industriales vacías. Unas horas antes, alguien –algún tipo de héroe– le había pegado una patada a la puerta de una fábrica, había instalado lucecitas, bafles, la mesa de DJ, una barra precaria. Se iniciaba la Acid House Party.

El acid o el house –lo llamábamos de ambas maneras, indistintamente– era una música sencilla. Era absolutamente democrática. Cualquiera podía construirla. Se fabricaba con cualquier sonido, reiterándolo. Un DJ americano me explicó que lo más difícil era el bajo: «tardé una tarde entera en programarlo». Como toda la música de baile que se ha inventado en el mundo, antes que al músculo, iba a una arruga del cerebro, donde se producía la emoción. Supongo, por tanto, que aquello –aquello = acid o house– era pura emoción. Es decir, puro estribillo. Se eliminaba de la canción cualquier dato o nota que no fuera central, de manera que la sensación, cuando la escuchabas, era luminosa. Era como si Dios te acariciara la nuca y te revelara un secreto. Por otra parte, eso es muy común. Cuando vas por la calle y ves gente joven, estrenando la vida, si te fijas puedes ver detrás de ellos a un Dios antiguo, acariciándoles y explicándoles secretos que se nos han olvidado. Por eso, cuando los ves por la calle, no paran de reír. Cuando entrábamos en la fábrica hacía pocos minutos que había empezado aquella explosión de música, pero siempre parecía en su apogeo. Lo que veías, lo que escuchabas, resultaba, en verdad, emocionante. Incluso visualmente. Todos, ellas, nosotros, obscenamente jóvenes, bailábamos con el torso desnudo, los brazos hacia arriba, los cuerpos chorreando sudor. Supongo que éramos absolutamente bellos. Eran cuerpos en su momento de esplendor. El Apocalipsis define así el cuerpo con el que vendrás de las cenizas o del mar cuando todo acabe. El Apocalipsis explica que ese día las playas se llenarán de cuerpos de millones de náufragos, que saldrán del mar después de cientos de siglos. En su momento de esplendor, saturados de belleza, mirándose perplejos. Como nosotros entonces. En las esquinas, chicos y chicas hacían el amor, con una lentitud incomprensible. Comíamos unas pastillas que nos hacían comprender el diseño imposible de una mano, o un seno. En ocasiones veías surgir flores y mariposas de los rizos de la mujer a la que mordías el cuello. Yo bailaba con Elisabeth. Nos conocimos en el metro, durante una avería. Era jamaicana. Su cuerpo, cuando bailaba, parecía formarse por arena que siempre volvía a ser su cuerpo. Alrededor del ombligo de Elisabeth se producía una explosión de vello divertida. Parecía seda, o algo con lo que nacen los cachorros y que debe de durar, en verdad, poco tiempo. Olía a flores, siempre. Su saliva también olía a flores. La visión de su ombligo me inundaba de ternura. Solo quería bailar con ella, besarla –un beso con ella duraba semanas– y, luego, dormir en el nido de su ombligo. Eso es lo que más hacíamos. Hablábamos poco. Su inglés tenía un sonido rarísimo, de otra lengua, y el mío era mangui. Me había comprado en Foyles la obra de Ezra Pound. Leía más diccionario Oxford que Pound. Hablábamos poco, pero estábamos de acuerdo en lo importante: odiábamos a Thatcher, como todo el mundo, y solo queríamos mordernos nuestras bocas y vivir con ambas manos. Yo ignoraba por qué aquellas fiestas estaban prohibidas por Thatcher. Ignoraba por qué las fábricas estaban vacías. Ignoraba por qué ese paisaje de fábricas vacías estaba copando UK. Ignoraba que todos ignorábamos que esa fiesta, esa alegría absoluta, esa explosión, se debía a que, en realidad, nunca más –nunca más, nunca más, nunca más– trabajaríamos, ni uno solo de nosotros, en una fábrica como aquella, en la que habían pagado tributo nuestros antepasados. Ignorábamos que eso da miedo. Éramos absolutamente felices.

13 de marzo de 2016


SOBRE LA GRAN AVENTURA

La primera vez que vi Cuba era de noche. Nada más llegar al hotel salí a la calle, y me senté en un bordillo. Recuerdo percibir el calor en la espalda, y en mis pulmones, un aire caliente y dulce que nunca había previsto. Lo mezclé con tabaco. Quizás aquel cigarrillo fue el mejor de mi vida. Mientras lo saboreaba pensé que mi abuelo había respirado algo parecido. Me emocioné. Por primera vez sentí cierta consanguinidad con mi abuelo. Respirando el mismo aire, me lo imaginé un siglo antes, sentado en un bordillo como ese, durante un descanso en su trabajo. Joven, fumando, confuso, pensando en la vida, ignorante de su futuro, como yo del mío. Posiblemente, mientras expulsaba el humo vería a las mulatas buscar en la basura la ropa interior que las americanas, para ahorrar el tiempo del lavado, lanzaban apenas usada. En cierta medida, cien años después, yo estaba viendo algo parecido a eso. Recuerdo que, en ese momento, una polilla gigante vino volando lentamente y se posó en mi manga. Era descomunal. Es decir, americana. Estuvimos en contacto varios segundos, que fueron de felicidad y plenitud. Creo que me sentía en casa, una sensación que nunca había tenido. Luego, después de ese regalo, la polilla volvió a volar, abandonada a su propia velocidad.

Por aquel entonces trabajaba en un diario. Era mi primer diario. Estaba a punto de cerrar. De hecho, habían empezado a dilatar los pagos. Quizás por eso me enviaron a Cuba. Para compensar. Tenía que hacer muy poco. Cubrir un acto chorras al que asistiría Fidel, y montarme un par de repors ambientales. Al final, no salió nada publicado. Cuando volví, el diario ya no existía. De aquel viaje solo recuerdo la castaña de la polilla, la imposibilidad de embriagarte cuando bebes en temperaturas tropicales –un hecho que arruinó la vida y el hígado a miles de ingleses en la India–, y una reunión de periodistas españoles con Fidel –le aplaudieron como posesos; al periodista español, a la que se descuida, se le dispara un resorte que, por defecto profesional, le hace aplaudir a todo jefe de Estado que se le ponga delante; nunca se debe aplaudir a un jefe de Estado, suelen ser criminales–. Pero, sobre todo, recuerdo una serie de encuentros con un escritor. Estas líneas las he empezado a escribir para hablar de esos encuentros. Concretamente, el último, un día antes de abandonar la isla.

Era el único autor de su generación que vivía en la isla. O que aún vivía, a secas. Vivía en la isla porque quería. Es decir, porque no podía vivir fuera de ella. Cuba es un país, en este sentido, extraño. Algo que no es el paisaje, el clima o la lengua, pero que es incluso más denso que todo ello, ejerce una suerte de dependencia sobre sus naturales. Cuando salen de la isla, en todo caso, su alma se suele poner pocha. Como le sucedió al alma de mi abuelo. El escritor pertenecía a la primera generación de escritores revolucionarios. Había sido un joven cercano a Virgilio Piñera. Un grupo de autores que le habían dado un buen crujo al lenguaje. Para ellos, la revolución, creo entender, suponía eso. El sello de la libertad, en todo caso, consiste en darle para el pelo al lenguaje, llevarlo hacia donde nunca nadie había sospechado. El indicio de la ausencia de libertad suele consistir, entre todas las posibilidades del lenguaje, en la supremacía del léxico y la repetición. Zzzzzz. Piensen en ello cuando lean prensa o/y escuchen a un político. En su juventud, el escritor se aplicó a aquella juerga de libertad. Creo que fue él quien cambió el título a la primera novela de Guillermo Cabrera. Cuando todo acabó, en los setenta, con la Zafra de los diez millones, el triunfo del léxico y la oficialización de la persecución de la homosexualidad, empezó a pasarlas canutas. Se le negó el acceso a la publicación. Pasó varios años haciendo paquetes en un subterráneo. Un día, hacía poco, me explicó, le pasó lo que a Bulgákov. Recibió una llamada. A Bulgákov, un represaliado que tenía vetado publicar desde hacía varios planes quinquenales, una voz, al otro extremo del teléfono, le dijo que no colgara, que el camarada Stalin quería hablar con él. Bulgákov colgó. Volvieron a llamar al instante. Esta vez era el propio Stalin. Tras un saludo le soltó: «Ayer me preguntaba: ¿qué estará haciendo Mijaíl Bulgákov, que hace tanto tiempo que no escribe nada?», fórmula retórica con la que Stalin daba por perdonado a Bulgákov. El escritor de la isla, también, en un guiño a la literatura, colgó el teléfono cuando le dijeron que era Fidel. En otro guiño, ciertamente brutal, Fidel inició su conversación con la frase de Stalin. Fue perdonado, en fin.

Bueno. Mi último día en la isla dimos una vuelta. Recuerdo que pasamos por la casa de Lezama Lima. Abandonada. Con todos sus libros dentro. Miramos las habitaciones por la ventana entreabierta. Había humedad. Recuerdo que muchas personas se acercaban a saludarle por la calle e interrumpían nuestra conversación. Eran escritores e intelectuales oficiales que se habían pasado años negándole la palabra. Tras el perdón oficial, se afanaban en aproximarse y, con ello, limpiar algo que tenían sucio. Eso, ahora que lo pienso, ocurre siempre y en todo el mundo. Bulgákov, por cierto, es grande, no porque explica la represión en el comunismo, sino porque explica la represión, a secas. La represión se caracteriza, aquí y en Lima, por que nadie te saluda. La represión –esa cosa que va desde que te toquen la cara hasta que te despidan– siempre es, en fin, culpa tuya. Acabamos en un banco. Allí hablamos de literatura, de política y de los glory days. Cuando hablaba de aquellos años, del tiempo de las cerezas, esa época en la que todo es posible, no se recreaba. Igualmente, en el relato posterior también me sorprendió la ausencia de épica. Era un relato humilde, sin medallas, sin recreación en el sufrimiento, sin mencionarlo siquiera. Yo entonces lo ignoraba, pero el destino no son grandes decisiones, sino que tal vez está condensado en el carácter. No se puede hacer épica del carácter, ese accidente. Recuerdo que la conversación finalizó también de forma serena, con un: «Bueno, no nos podemos quejar. Hemos participado en la gran aventura del siglo XX.» Tras unos minutos de silencio, y para dejar claro que esa gran aventura no era Cuba o cualquier otro país, sino una lógica sin lugar concreto que posibilitaba, por ejemplo, aquella conversación, dio título a la Gran Aventura. «El reparto de la propiedad», dijo.

Estamos ya en otro siglo. Recuerdo mucho aquella conversación. Quizás lo que me impresionó en un primer momento fue su tono. No lo sé. En todo caso, con el paso del tiempo, lo que me impresiona es su final. Puede parecer ingenuo, pero no puedo dejar de pensar que jamás, en ningún sitio del mundo, lo hemos conseguido. No hemos podido repartir nada. Nada. Jamás. Ni un segundo. Creo que este siglo XXI, por eso mismo, puede ser aún más brutal.

20 de marzo de 2016


SOBRE LOS ZOMBIS

Un día vi a un zombi. Eran las tantas. Estaba durmiendo, de pronto noté una presencia y abrí los ojos. Frente a mí, a dos palmos de mi cara, en efecto, había un zombi. Me miraba. Como miran los zombis. Sin acabar de comprender lo que ven. Para un zombi, todo lo que ve son recuerdos que no recuerda.

El párrafo anterior no es literario. Es absolutamente periodístico. Es decir, real. Podría aparecer, por tanto, en una página de sucesos. Solo tiene una trampa –les he dicho que era periodismo–: para completarlo y ponerlo en contexto, solo le faltan unas frases. Que, por el momento, omito. Con esas frases o sin ellas, el párrafo explica una situación de miedo. Los zombis, como su nombre indica, dan miedo. El miedo, a su vez, consiste en algo que hay detrás de lo que, aparentemente, da miedo. Las cosas que dan miedo, en fin, dan miedo por su casilla anterior. Por lo que esconden detrás de su cuerpo. Todos los objetos del mundo, por otra parte, esconden otro objeto detrás, que es el importante. Sucede, por ejemplo, con el sexo. O con el humor. Dos fenómenos importantes porque detrás de ellos habita algo en verdad importante. 

¿Qué hay dentro o detrás de un objeto terrorífico? Hay cosas diversas, según el caso. No sé. Los vampiros. ¿Qué esconden detrás? El primer vampiro formulado en la literatura aludía a Byron. Es decir, escondía a Byron, era un chiste muy largo sobre Byron. Era, supongo, una meditación sobre la egolatría. O, más concretamente, sobre fenómenos que se producen en la vida privada. Un vampiro, si se fijan, es alguien con la sensibilidad solucionada. Sabe lo que quiere. Y lo toma. A cambio de su víctima. El vampiro es, por tanto, el yo más íntimo. Solo necesita a los otros puntualmente y para un uso único y determinado. El terror al vampiro, el terror detrás del vampiro, debe de ser, por tanto, el terror a solo ser tú mismo. Los vampiros dan miedo, por tanto, porque te recuerdan a ti.

Sucede lo mismo, es decir, lo contrario, con los zombis. Un terror más antiguo y, por lo mismo, más evolucionado, rico y dinámico que los vampiros. No ha parado de crecer desde su formulación. Es decir, de ocultar cada vez más cosas y más gordas. Veámoslo. Los primeros zombis aparecen en la Odisea. Odiseo y los cuatro gatos que quedan de su tripulación los ven y hablan con ellos, durante una breve visión del Hades. Aquiles, antaño el hombre más ágil de la Tierra, es en ese momento torpe. Se mueve, lo dicho, como un zombi. Los zombis son así, en su nacimiento, seres condenados a vivir muertos para el resto de la eternidad. Es decir, son básicamente muertos sometidos a la literatura. La cosa cambia un poco con el primer zombi moderno. El de la Shelley.

Mary Shelley construyó un zombi con trozos de otros muertos. Tanto muerto esconde un muerto muy importante. Su hijo. Que de algún modo seguía vivo. Los zombis son, a partir de ese momento, humanos muertos, que siguen dolorosamente vivos. Eso, convendrán, da miedo. Da más viendo que, desde entonces, el terror zombi no haya dejado de madurar en esa dirección humana. En los setenta, cuando el zombi se formula en el cine, siguen siendo muertos que siguen vivos, pero que, por el mismo precio, se alimentan de ti. Te consumen, que es, tal vez, lo que quería decir en realidad Shelley. En la actualidad, cuando la cultura de masas vive una oleada de productos de zombis sin precedentes, los zombis han crecido aún más. Son absolutamente humanos. Sienten, son conscientes de su repulsión, pero no pueden evitarla, como no pueden evitar alimentarse de otras personas. Su humanidad es tan palpable que resulta imposible matarlos, por otra parte, sin plantearse la culpabilidad. Los zombis son ahora seres completamente vivos, condenados a vivir otra vida y otras costumbres, denominadas muerte. Están tan repletos de vida que, se deduce, son una cita de algo muy vivo. Tan vivo que, por fuerza, debe de ser cotidiano. Por lo que el terror que suponen reposa en algo cotidiano que esconden tras de sí. 

Creo que ese algo no es otra cosa que una enfermedad cotidiana. El alzhéimer. Un exceso de una proteína acumulada que hace que las personas que lo padecen caminen, hablen, miren como zombis. Sí, son muertos. Pero tan absolutamente humanos y queridos que los cuidas. Mientras los cuidas –son, no lo olvidemos, zombis–, te comen el cerebro. A pequeños bocados. Son casi caricias. Pero mortales. 

Si el vampiro ilustra el terror al yo, el zombi ilustra, por tanto, el terror al cuidado. El terror a la entrega. El terror al tú. El hombre lobo no es el enemigo del vampiro. Lo es el zombi. El vampiro y el zombi son terroríficos. Pero todo el mundo quiere morder y ser mordido. Y nadie quiere caminar junto a un zombi. El zombi es, en fin, un terror mayor que cualquier otro. Y más aún por la noche, cuando –les reproduzco el primer párrafo, ahora con las frases antes omitidas– estás durmiendo, de pronto notas una presencia y abres los ojos. Frente a ti, a dos palmos de tu cara, en efecto, hay un zombi. Te mira. Como miran los zombis. Sin acabar de comprender lo que ven. Para un zombi, todo lo que ve son recuerdos que no recuerda. Tú no eres un zombi. La recuerdas. Es mamá. Nunca te dará un beso. Está muerta. Debes cuidarla. La conduces a la cama. Estás agotado. Sabes que, lentamente, te está comiendo el cerebro.

3 de abril de 2016

 

Los domingos

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