02/09/2024
Empieza a leer 'Los íntimos' de Marta Sanz

A Silvia Sesé, en recuerdo de un día atrapadas en el aeropuerto de México D.F., volviendo de la FIL 

 

...no soy una estrella, no he «llegado»;
yo estoy.

LOLA HERRERA

 

EL PADRE KARRAS

Llevo muchas noches, incluso una larga temporada, reparando en que cada vez que pienso en algo estoy pensando en lo mismo. El pensamiento se fuerza, pero también sucede. El pensamiento se produce, y decir que «fluye» me parece un alarde de pretenciosa facilidad –qué mierda va a fluir el pensamiento, ojalá–. El pensamiento se va quedando pegado a la carótida y al nervio óptico como el colesterol a las arterias. Hace bola y trombo.

El pensamiento me atraviesa la cabeza con tácticas terroristas y, entonces, lo sorprendo, lo atrapo, lo pillo en falta. Mi pensamiento está construyendo hipótesis y recordando acontecimientos indignos de mí. Pero es más fuerte que yo. Carezco de la energía suficiente para detenerlo. No logro ser la policía de este pensamiento mío que no fluye, pero me graniza por dentro. No logro congelarlo en una imagen y romperlo con el picahielos de Sharon Stone. No es una proyección cinematográfica. No es un torrente. Ni un liquidillo que puede absorberse con algodón hidrófilo. Ese pensamiento obsesivo –digámoslo de una vez– actúa como el espesante o la sustancia pegajosa que algunos insectos segregan para comerse a otros insectos. Petróleo en el que me quedo atrapada. Arena movediza.

Este libro es una cuerda para salir de ese engrudo.

He usado otras veces los libros para salir de todo tipo de compuestos asquerosos: amor, enfermedad, miedo, desdichas infraestructurales o neuróticas. Pero reconozco que hoy el empeño es más indigno que de costumbre, y la paradoja se redobla entre los palillos del tambor, porque el pensamiento del que quiero exorcizarme, como si la rumiación fuese demonio, es el que me condena a volver a los libros una y otra vez.

No digo a enajenarme con lo que cuentan los libros. No soy una Alonso Quijano ni una Bovary ni una Ana Ozores.

Tampoco pienso en la diferencia entre narradores protagonistas y narradores testigos, autobiografía y autoficción, primeras y terceras personas del verbo, la paz mundial.

Pienso en editoriales y agasajos. En cuentas pendientes. En listas de la compra. En omisiones y aterradoras presencias.

Pienso como una profesional que compite en la carrera de los cien metros vallas con las uñas ultralargas –magnífica Gail Devers– o como una futbolista de primera división que corre el riesgo de bajar a segunda o a tercera regional. Porque ni sus rodillas ni su melena son lo que eran, y la edad nos difumina. Y el fútbol femenino también dejará de estar de moda porque el feminismo y sus bellas licantropías no se abordan desde una perspectiva infraestructural. Me pregunto si la palabra «infraestructural» cabe en un texto literario, pero en este momento no me importa o lo justifico en el necesario ensanchamiento de un léxico artístico heteropatriarcal y esclerotizado. Estoy hablando completamente en serio. Con las palabras «heteropatriarcal» y «esclerotizado» me pasa lo mismo que con la palabra «infraestructural». Y no voy a caer en ese bucle.

Con este libro me quiero salvar de los libros y de la escasez de papel que se filtra en la pertinencia de un estilo sílfide frente a un estilo selvático. Umberto Eco acuñó la expresión «memoria vegetal». Hermosa expresión y hermoso proceso el de acuñar expresiones: es nuestro oficio.

Con un libro me quiero salvar de la mezquindad de las cuentas de resultados, aunque intuya que esa mezquindad coincide en mi probeta medidora con la humanidad exacta de la palabra literaria.

Soy una escritora que pide un ascenso y ya es demasiado vieja para ascender.

Soy una escritora que no cree –para nada– en la autonomía del campo cultural.

Soy una escritora, en medio de la selva, que se abre camino entre la vegetación con un machetito mellado.

 

* * *

 

Los íntimos

 

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