08/02/2023
Empieza a leer 'Los intrusos' de Carlos Manuel Álvarez
El día 29 de noviembre de 2022, el jurado compuesto por Juan Villoro, Leila Guerriero, Martín Caparrós, la editora Silvia Sesé y José Javier Villarreal, de la Universidad Autónoma de Nuevo León, concedió el 4.º Premio Anagrama/UANL de Crónica Sergio González Rodríguez a Los intrusos, de Carlos Manuel Álvarez.
Como una manzana
es mucho más espesa
si un hombre la come
que si un hombre la mira.
Como es aún más espesa
si el hambre la come.
Como es aún mucho más espesa
si no la puede comer
el hambre que la mira.
JOÃO CABRAL DE MELO NETO
Mira esta cepa de plátano. ¡Mírala bien, canalla! La plantaré yo mismo, hoy día de San Isidro Labrador. Cuando dé frutos y estén en madurazón, te comeré en guiso de plátano y quimbombó. ¡Ah, tu sangre me la beberé en sambumbia! Pero antes te condeno al tormento de la sed y del hambre. He dicho.
LYDIA CABRERA
¡Den vueltas, mis hambres!
Las hambres, ¡que pasten
en prado de sones!
¡Que atraigan la suave,
la alegre ponzoña
de las amapolas!
RIMBAUD
–¿Cómo habríamos conocido a Tolstói, Pushkin y entendido Rusia?
–Tú no sabes nada de Rusia.
–Entonces tú tampoco sabes nada de Italia, si no sirven de nada Dante, Petrarca, Maquiavelo...
–Es cierto. Es imposible para nosotros los pobres.
–¿Y cómo podemos hacer para conocernos?
–Hay que destruir las fronteras.
–¿Qué fronteras?
–Las del Estado.
ANDRÉI TARKOVSKI, Nostalghia
Estos eventos ocurrieron entre el 9 de noviembre de 2020 y el 10 de enero de 2021, durante el primer año pandémico.
NUEVA YORK-DAMAS 955
La noche del 20 de noviembre le dije a mi novia que me iba a Cuba a unirme a una protesta política que generaba una atención inusitada. El aeropuerto de La Habana, cerrado durante meses por la pandemia, había reanudado sus vuelos hacía apenas cinco días. Afuera, las últimas señas del otoño en Nueva York. Mi novia me dijo que lo hiciera, su voz cansada, un gesto de preocupación. Yo estaba practicando un exilio que, en sentido estricto, no era tal, asentado en ningún lugar y volviendo a la isla de vez en cuando. Luego de vivir una temporada de tedio y aislamiento que terminó cargándome de rabia a los veinticinco años, empezaron a asomar visos de sedición en el país, gente reconociéndose una a otra y no quería perdérmelo.
Ocho meses antes, en marzo, el artista Luis Manuel Otero, figura principal del Movimiento San Isidro (MSI), había sido encarcelado. Sus performances enfurecían al régimen de La Habana, que después de unos veintisiete encierros relativamente breves, no mayores a setenta y dos horas, lo detuvo en la puerta de su casa bajo las acusaciones de «ultraje a los símbolos patrios» y «daños a la propiedad». Buscaba sentenciarlo mediante juicio sumario a una condena de entre dos y cincos años de prisión.
Otero pensaba apoyar un evento de la comunidad gay y trans frente al Instituto Cubano de Radio y Televisión, luego de que un funcionario censurara un beso entre dos hombres en la película Love, Simon. Anteriormente, había usado un casco de constructor para protestar por el derrumbe de un balcón que provocó la muerte de tres niñas; integrada la bandera cubana a su rutina diaria, representando a héroes locales del período republicano, se había arrastrado por las calles de la ciudad con una piedra atada al pie, e igualmente encabezó los reclamos de los artistas contra el Decreto 349, que en 2018 intentó actualizar el ejercicio de la censura como eje principal de la política cultural del Estado.
En trece días, gracias a la presión que un grupo de colegas levantamos desde distintos frentes – artículos de prensa en medios internacionales, intervenciones públicas, quejas en ministerios e instituciones del gobierno–, Otero salió de la cárcel. Nadie pensó que sucedería. Protestamos porque no podíamos quedarnos de brazos cruzados. Un resultado de esa naturaleza quería decir que teníamos más fuerza de la que suponíamos.
El MSI, organización tentacular de arte y activismo, quedaba en el barrio que le daba nombre, San Isidro, una zona pobre de La Habana Vieja. La vocación ecuménica y el carácter anfibio del movimiento hacían difícil clasificarlo. Reunía raperos del gueto, profesoras de diseño, poetas disidentes, especialistas de arte, científicos y ciudadanos en general.
Una premisa pretendía hundir al grupo y disfrazar como delito común las razones del arresto de su coordinador. Decían que Otero no era artista, que no tenía permitido hacer lo que hacía. Lo que volvía compleja y contundente la obra del colectivo, que el poder quería presentar como didáctica o gratuitamente escandalosa, era que en última instancia tenía que ver solo con ellos mismos. Se estaban liberando y educando, borrando algunos límites falsos entre arte y política para desplazarse con soltura, o reinventando constantemente los preceptos ideológicos que los habrían convertido en otro grupo escasamente propositivo, apenas comprensible como gente limitada a negar la lógica de acción del gobierno.
En el juicio que no llegó a efectuarse, los testigos de Otero tendrían que demostrarle a la fiscalía por qué lo que él hacía era arte y no profanación o desorden público. Queriendo encontrar en alguna falla estética un delito penal, los censores patentizaban de antemano el valor de la obra del acusado. En última instancia, la pregunta de por qué se trataba de un artista tampoco podía responderse, y esa irreductibilidad lo inscribía ya en una vigorosa tradición interpretativa. Justo porque no se podía responder era arte.
Frustrada en sus propósitos, la policía política necesitaba un cuerpo sacrificial y lo encontró meses después en un miembro del grupo menos conocido: el rapero Denis Solís, negro y pobre al igual que Otero. El 6 de noviembre un policía entró a su casa a acosarlo y él lo llamó «penco envuelto en uniforme». Filmó el altercado con su celular y colgó el video en sus redes sociales. Tres días después, cuando salía a comprar yogurt, lo golpearon y detuvieron en plena calle. En un juicio sumario, sin abogado defensor, Solís fue condenado por desacato a ocho meses de privación de libertad.
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