16/11/2020
Empieza a leer 'Los llanos' de Federico Falco


El día 2 de noviembre de 2020, el jurado compuesto por Gonzalo Pontón Gijón, Gonzalo Queipo (de la librería Tipos infames), Marta Sanz, Juan Pablo Villalobos y la editora Silvia Sesé otorgó el 38º Premio Herralde de Novela a Cien noches, de Luisgé Martín.
Resultó finalista Los llanos, de Federico Falco.


Fue como si
[...]
el paisaje tuviera una sintaxis
parecida a la de nuestro lenguaje
y mientras avanzaba una larga
frase se iba diciendo
a la derecha y otra a la izquierda
y pensé
Quizá el paisaje
también puede entender lo que yo digo.
RON PADGETT

ENERO

En la ciudad se pierde la noción de las horas del día, del paso del tiempo.

En el campo es imposible.

Los ruidos del atardecer, los pájaros mientras se acomodan en sus ramas, los gritos de las loras, el chillar de los chimanguitos, el batir de alas de las palomas. Después, de pronto, calma y silencio. Se oye orinar a una vaca, un chorro grueso que repiquetea en la tierra. Otra vaca muge, lejos. El llamado de un toro, más lejano todavía. Los ladridos de algunos perros. El cielo de una noche sin luna, sin estrellas. Es hora de irse adentro. La luz blanca del zumbar del fluorescente. Preparo la cena, me doy un baño. El agua borra el sudor del día, olor a jabón barato, a limpio. Por más que me esfuerce, debajo de las uñas quedan pequeños grumos de tierra negra. Leo sentado junto a la lámpara, los bichos zumban del otro lado del tejido mosquitero.

Sapos en la galería, algún pájaro que se remueve en su rama, un tero que grita.
 

Afuera todo es oscuro y sin formas. La luz es cálida y suave en la cocina. En la quietud, una sensación de protección, de refugio. El ronronear del motor de la heladera.

Refresca. El silencio en la madrugada es al mismo tiempo denso y cristalino. Nada se mueve, no hay viento. Es un silencio total. No se escuchan autos, ni torear a ningún perro. Lo único, a veces, es el golpear en la tierra de las pezuñas de alguna vaca, que se acomoda y cambia de pata el peso de su cuerpo.

Parece un bloque el silencio. Si hay algo que se mueve lo hace con sigilo, con tanta prudencia que es imposible escucharlo, repta, se arrastra, escarba, cuida cada uno de sus movimientos.
 

Amanece. Los primeros son los pájaros, apenas la oscuridad se aclara un poco sobre el horizonte. Los gritos usuales, el embrollo que sube a medida que la luz se hace más naranja y más fuerte. Ni bien el sol ya está lo suficientemente alto como para que sus rayos se cuelen traslúcidos y parejos por entre las ramas de los árboles, aparecen las abejas. Zumban pesadas alrededor de las flores y el pasto. Las moscas, los moscardones. A medida que el calor aprieta, las vacas se azotan las ancas con la cola para espantarlas o hacen temblar el cuero.


La lucha con los insectos, con lo salvaje, con lo que viene de afuera: cosas que en la ciudad por lo general no pasan. Después de un tiempo, no queda otra salida más que rendirse: convivir con las moscas, con las chinches, con los tábanos, con las ranas que una y otra vez, siempre que pueden, se pegan a la puerta y se cuelan a la cocina.


Los viernes a la tarde, mis abuelos pasaban a buscarme a la salida de la escuela. Yo armaba el bolso. Tres pares de calzoncillos, tres pares de medias, las zapatillas viejas, una camiseta de dormir, dos o tres libros, un pantalón de jogging de repuesto, ropa para andar afuera, una muda para ir al pueblo.


Cuando era chico, y tenía siete, ocho, nueve, diez años, mi fin de semana empezaba los viernes a la tarde, en las últimas calles del pueblo, donde nacía el camino de Güero, un camino viejo, muy viejo. El viento y los años le habían ido comiendo el fondo hasta hacerlo profundo, una especie de pasadizo entre dos paredones de tierra, el cauce de una trinchera antigua, ahondada en el terreno a fuerza de ires y venires, de recorridos, de trayectos: el desgaste que producen los cuerpos.


Era una F100 con cambios al volante y yo iba sentado al medio. La camioneta se hundía en el guadal espeso y, como en un túnel sin techo, avanzaba custodiada por las dos paredes de tierra. Desde arriba, desde la superficie, caían en cascada yuyos largos y secos sobre las paredes de las cunetas.

Avanzábamos en profundidad, la bolsa de las compras entre las piernas de mi abuela: pan, carne, azúcar, fideos. Solo una rendija de los ventiletes abierta, los vidrios de las ventanillas subidos hasta arriba, para que no entrara polvillo.

En el fondo del camino, la tierra muy suelta y muy fina, movediza, casi como un talco de color gris o marrón desvaído, mucho más claro que la arena, casi del color de la tiza o del hueso seco. Y las chalas de maíz que remolineaban en la cuneta, en las épocas de mucho viento, después de la trilla.

Más adelante, en una zona donde la tierra se volvía más dura, casi tosca, el camino subía hasta correr a la misma altura del alambrado. Entonces aparecía, de pronto, espectacular, la llanura: chata, lisa, los cascotes de un potrero en barbecho, las cañas de un maizal cortadas a veinte centímetros del suelo, una tropa de vacas con la cabeza baja, husmeando de cerca los granos perdidos entre la paja y la tierra.

Para entonces la luz ya se había ablandado y era de un naranja encendido. La radio sonaba bajita. A esa hora, casi siempre, un programa de tangos, en LV16, Radio Río Cuarto. En el campo de Rovetto, alzándose por sobre la línea del horizonte, tres palmeras fénix gigantes, en medio de la tierra arada, en donde alguna vez había habido una casa de ladrillos que, poco a poco, iba desapareciendo a cada viaje, como si el viento la derrumbara lentamente, en silencio.


Al llegar al camino del ahorcado, lo alto del cielo se apagaba en un azul frío, y el abuelo encendía las luces de la camioneta. Los últimos rayos del sol teñían de naranja el chañar, a la orilla del camino, de donde se había colgado, hacía ya muchísimos años, un italiano trastornado por la guerra que se perdió una noche y creyó que las luces recién inauguradas del pueblo –lejos, apenas un resplandor blancuzco reflejándose en las nubes– eran fogonazos de cañones en un campo de batalla nuevo.


¿De qué guerra se habrá tratado? ¿Con qué guerra se habrá confundido? ¿La del 14? ¿La de Trípoli? ¿La de Etiopía?


Nadie recuerda cómo se llamaba ese italiano ni con qué guerra había confundido el reflejo de una vía blanca, de un alumbrado que no quería ser otra cosa más que progreso.

¿O es que en el pueblo era Año Nuevo y eran fuegos artificiales los que teñían la oscuridad del cielo?

Circulan varias versiones de la misma anécdota.
 

Los llanos
 

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