09/03/2021
Empieza a leer 'Los papeles de Herralde' de Jordi Gracia (ed.)
PREÁMBULO: UN YONQUI DE LA EDICIÓN
El empleo del tiempo en la editorial hasta 2017, fecha en la que cedo la dirección literaria a la gran Silvia Sesé, ha sido idéntico durante muchos años. Cuando llego por la mañana a Anagrama primero atiendo en mi despacho el correo, las incidencias de las que, durante décadas y hasta su jubilación, me informó María Cortés, y desde entonces, hace ya muchos años, Noemí Marín, ambas excelentes colaboradoras.
Después me dirijo a la mesa de Teresa Ariño, quien, desde 1989, se ocupa de la revisión de las primeras pruebas de las futuras primeras ediciones de los libros con inaudita precisión: ningún error, ninguna imperfección escapan de su despiadada mirada.
Durante los seis o siete primeros años me ocupaba, entre otras cosas y en solitario (la plantilla la formábamos una secretaria y yo), de la revisión de todos los textos con mejor o peor fortuna, pero a partir del sexto año trabajé con frecuencia en colaboración con el recién fichado Michael Faber-Kaiser, que ingresó, a media jornada, como ayudante de producción (imprentas, calidades de papel, existencias, etc.). Con el incremento de publicaciones solo alcanzamos la deseable serenidad cuando se incorporó Teresa Ariño, quien dedicó todas sus energías todo el día, llevándose el trabajo a casa con frecuencia incluso festivos, para llegar a algo parecido al sosiego.
Durante muchos años, mi trabajo más gratificante fue la lectura y primera revisión de los manuscritos en lengua española. Pocos goces comparables a la lectura de la maravillosa e inaudita prosa de Álvaro Pombo. Eso sí, trufada, en ocasiones, de alguna palabra que algún filósofo supersabio podría descifrar (pero desde luego ninguno de los lectores de sus novelas): las discusiones con él eran tan acaloradas como divertidas y, al final, como rezongando, daba su brazo a torcer. Y entre los muchísimos recuerdos agradables están los magníficos manuscritos de Chirbes (con excepción de una novelita inicial, En la lucha final, que a él se le encalló y yo tampoco supe desenroscar satisfactoriamente, aunque la publicamos). Dejando aparte esta minucia, Chirbes me regaló horas y horas y horas de excelentes lecturas. Carmiña Martín Gaite transitaba con gran soltura de la ficción a la no ficción, siempre con unas escogidísimas boinas, la Reina de la Feria de Madrid. Otro caso muy gratificante es el de Soledad Puértolas, siempre perfecta, sutil y elegantísima en su personal registro. O el de Vicente Molina Foix y sus esperados textos, tan brillantes e ingeniosos como su conversación, o más. Podría escribir un volumen de agradecimientos que incluiría, incluso, al Marías de Corazón tan blanco o al Vila-Matas de El mal de Montano, los dos libros más celebrados de estos autores, y, desde luego, en la cima indiscutida, a Bolaño. Y obviamente a dos grandes autores latinoamericanos: Pitol, con una amistad «bendecida por las risas» (expresión muy pitólica), y la inteligencia e ironía incesante de Piglia. Y así muchos otros hasta llegar a Marta Sanz o a Sara Mesa, etc., etc., etc.
Por otra parte, también hasta 2017, he sido el responsable de la elección de las portadas, así como de la redacción o edición de las solapas y contraportadas, y he elegido las frases de las fajas. Todos estos trabajos, gozosos y anónimos, han estado guiados, como es lógico, en favor del texto, del autor y de Anagrama. Como he dicho más de una vez, he tenido la fortuna, después de años de tentativas fallidas, de poder dedicarme a un oficio en el que he disfrutado con todo: la lectura, la creación de colecciones, la promoción non-stop, subiendo al ring con frecuencia para defender a nuestros autores de críticas discutibles o silencios injustificados, y, naturalmente, el cuidado de los libros ya mencionado. En suma, la construcción de un catálogo.
Pese a los obligados problemas en tantos años, como las crisis económicas en España y en otros países de América Latina, las comprensibles fugas de autores tentados por ofertas de los grandes grupos, una competencia obviamente desigual, etc., mi experiencia se podría resumir en una palabra: agradecimiento. El agradecimiento de un yonqui de la edición.
JORGE HERRALDE
PRÓLOGO:
SOBRE UN CORRESPONSAL LACÓNICO
Desde las greñas airadas del joven de 1969 hasta las peligrosas canas del tótem editorial de hoy, a sus 85, van más de cincuenta años de historia sin respiro, o al menos sin respiro para un editor que asumió su oficio bajo la variante obsesivo-compulsiva de Jorge de Herralde, Jorge Herralde, Jorge o simplemente Jordi. De todas esas formas habrá de ir firmando sus papeles el editor que nace en Barcelona el 20 de marzo de 1935 y con 34 años funda Anagrama para hundir al imperialismo neocapitalista y, de paso, la sordidez del franquismo. Sin haber conseguido ninguna de las dos cosas, los siguientes cuarenta años lo convirtieron en una de las figuras mayores de la edición literaria internacional.
El retrato más completo de su trayectoria está en los múltiples catálogos que la editorial ha ido publicando desde 1970 hasta 2019, conmemorativo de los cincuenta años. Anagrama ha sido generosa con esas celebraciones, tras el modelo de algunas otras grandes editoriales, en particular italianas, como Einaudi o Feltrinelli. Esos completísimos volúmenes pueden navegarse en múltiples direcciones: son sus colecciones las que dan la medida más justa de la vida de un editor cuando su vida es su editorial y, como le dice Gabriel Zaid, «no te bajas la antena de editor ni para dormir».
Pero también hace años que Herralde ha cedido a la presión de amigos y colegas para dar a la imprenta un puñado de libros con sus memorias intermitentes de editor con muy buena memoria. Sobre el anclaje de nombres propios ha urdido una novela seriada que recoge y refunde semblanzas y ensayos sobre su oficio. Sus batalladoras y primeras Opiniones mohicanas aparecieron en 2000 gracias a la activa movilización de Sergio Pitol y Juan Villoro desde la editorial mexicana Aldus, y el libro fue reeditado y ampliado en 2001 por Acantilado. Siguieron después otros libros, como las prosas de El observatorio editorial (2004) en Adriana Hidalgo, de Buenos Aires, el compendio Para Roberto Bolaño, también en la editorial Acantilado de Jaume Vallcorba en 2005 (y a la vez en cinco editoriales latinoamericanas: Adriana Hidalgo en Argentina, Alfadil en Venezuela, Catalonia en Chile, Sexto Piso en México, Villegas Editores en Colombia y un año después Estruendomudo en Perú). Hay todavía algunos otros, pero los dos últimos han aparecido en la Biblioteca de la memoria de su propia editorial: Por orden alfabético en 2006 y Un día en la vida de un editor en 2019, con inmediata reedición revisada y ampliada, sin que desde entonces haya dejado de escribir sobre autores, editores y amigos. Esta colección de cartas los ha tenido en cuenta a menudo, pero ni los sustituye ni compite con ellos. La memoria literaria de Herralde está en esos volúmenes; lo más parecido al diario del editor está en este: su historia íntima.
Por embarazosa que resulte la afirmación en estas primeras páginas, Anagrama ha sido desde mi punto de vista la mejor editorial literaria de la democracia en España. Jorge Herralde logró cuajar en cada una de sus sucesivas etapas el equilibrio delicadísimo entre un tentativo instinto apocalíptico y una sólida vocación integrada, y retomo a conciencia una afortunada acuñación de Umberto Eco de los años sesenta. Ha alentado la mirada insubordinada sobre su tiempo a través de la narrativa, el ensayo y el periodismo, y ha fomentado a la vez la conexión vital, cómplice y hedonista con él. En cada tramo de estos cincuenta años, Herralde encontró a los autores, los títulos y las colecciones que sustanciaron los cambios y las inflexiones sin renunciar a un mundo mejor desde el mejor oficio del mundo, como decía Javier Pradera y cree también Jorge Herralde: contribuir a hacer la vida más vibrante, más jovial y menos resignadamente conformista de lo que había sido costumbre en la cultura española letrada. Esa es la auténtica revolución que Herralde empezó a proyectar y difundir cuando la editorial cumplía su primera y peligrosa década, al borde de la quiebra entre 1978 y 1979, y cada vez más distante ya del ensueño de otras revoluciones que tanto él como un buen puñado de colegas habían predicado hasta entonces.
El joven ingeniero recién licenciado en los primeros sesenta (pese a frecuentes escapadas diurnas y nocturnas a distintos locales de las Ramblas) siguió los pasos de los vástagos de la burguesía e ingresó en la empresa familiar M. Stiegler y G. de Herralde, en la calle de San Adrián, integrada en Refinerías e Industrias Metalúrgicas C.A. desde 1944. El negocio arrancaba de los años treinta, cuando su padre, Gonzalo de Herralde López-Grado, nacido en Barcelona (su abuelo nació en Madrid y su bisabuelo en un caserío de Navarra), ingresó como gerente en una empresa metalúrgica fundada en la ciudad con dos socios alemanes que abandonaron España al estallar la guerra. Su padre fue reclutado por la Generalitat republicana para el Comisariado de Armamento mientras la fábrica era colectivizada, como sucedió con tantas otras durante la guerra. Pero estuvo poco tiempo lejos del trabajo: la catastrófica deriva de la empresa obligó a restituirle en el cargo para reorientarla eficazmente y, ya terminada la guerra, regresó también uno de sus antiguos socios, Manfred Stiegler, con quien la refunda en 1941.
Según un informe inglés de esos años, accesible en la web, Gonzalo de Herralde es «apparently Spanish» y su aportación a la empresa se eleva hasta dos millones y pico de pesetas, que equivalían a casi el 50 % del capital: muchísimo dinero en plena posguerra. Mientras Stiegler se encarga del trabajo de despacho, como hombre de escasa sociabilidad y «severamente monosilábico», en palabras de Herralde, su padre asumía la cara pública de la empresa, bien en la Mutua Metalúrgica de Seguros, el CEAM (Centro de Estudios y Asesoramiento Metalúrgicos), en otras numerosas sociedades vinculadas al gremio y en frecuentes viajes a Madrid, al Hotel Palace, naturalmente, para los imprescindibles contactos con el poder. Para entonces uno de los más próximos y duraderos amigos de Gonzalo de Herralde había fundado ya en Barcelona el Sindicato Vertical, Enrique García-Ramal, que ingresó en Falange durante la guerra y más adelante fue hombre de confianza del gobernador Correa Veglison, además de procurador en las Cortes franquistas durante los siguientes treinta años. Fueron habituales las reuniones de los dos matrimonios, Gonzalo de Herralde y la madre de Jorge, Cecilia Grau Ros, por un lado, y Enrique García-Ramal y su mujer, Carmen López de Haro, de una aristocrática familia de San Sebastián, por otro. En 1969, Franco nombra a Enrique García-Ramal ministro sin cartera y cuatro años después lo nombra ministro de Relaciones Sindicales bajo el (breve) gobierno de Luis Carrero Blanco. Su franquismo se prolongaría todavía hasta hacerlo cofundador de la Fundación Francisco Franco en 1976. Gonzalo de Herralde estuvo también muy vinculado profesional y amistosamente a Metales y Platería Ribera, una muy importante empresa catalana. Joan Ballvé, yerno del viejo Ribera y fundador y directivo de Òmnium Cultural, le pidió su ingreso en el mismo, y él aceptó sin énfasis para apoyar a su amigo.
Como en tantas otras familias, la política era en aquella casa tema tabú, y su padre incluso lo exhibía como seña de identidad, pero nada de eso impidió la distancia del joven Herralde del conformismo conservador en el que creció. Mientras la relación con su padre, al que considera una persona muy generosa con familiares y amigos, fue básicamente cordial, con su madre fue gélida desde su primera infancia y siguió siéndolo después por su talante autoritario e intransigente. Jorge despacha este capítulo diciendo que tenían «naturalezas espirituales diferentes», y pone un punto y aparte. Con su madre y su hermana mayor, Ceci, Herralde pasó la Guerra Civil en Caldes de Montbui: recuerda caballos, los llamados «matxos», perros y libertad. Años después, una amiga de la madre de aquellos tiempos rememoraba una trifulca en la que Herralde niño, enfadado, se tiró al suelo sin que su madre pudiera levantarlo mientras ella le decía: «amb aquest has fet tard», y seguramente era verdad.
Su tío materno, Felip Grau Ros, ingeniero, periodista y autor de un libro sobre El Cairo que Herralde aprecia, era otra cosa: estuvo exiliado en Lyon al acabar la guerra con su hijo y dos de sus hijas, que fueron regresando a Barcelona poco a poco. Él solo pudo hacerlo diez años después, cuando Gonzalo de Herralde consiguió que desapareciera la peligrosa ficha de «rojo separatista». Había sido cofundador de Estat Català y Esquerra Republicana, y hombre de confianza de Francesc Macià, presidente de la Generalitat de Catalunya, y de Ventura Gassol, conseller de Cultura (y padrino de Ester Grau, hija de Felip). El Jorge adolescente lo conoció a su regreso a Barcelona: para él tenía entonces un aire mítico, como un viejo «idealista derrotado y desengañado».
Más adelante, dedicaría gran parte de 1963 a leer innumerables libros mientras se curaba de una tuberculosis pulmonar, pero «entre los muchos devorados el más importante fue sin discusión ¿Qué es la literatura?», de Jean-Paul Sartre, le cuenta a Vargas Llosa en una carta de 2014. Ese ensayo le ayudó a identificar con precisión su «malestar con el entorno político y familiar» y, en suma, le «hizo adquirir una conciencia política fundamental (y la consiguiente mala conciencia adosada)». Tenía entonces 22 años y lo habría leído antes o después de subirse al caballo para participar en una de las muchas competiciones de salto que ganó en el refinado Club de Polo barcelonés. Las extrasístoles que le asaltan desde la juventud y que no le han abandonado, como una costumbre más, hasta que dejó de fumar de una forma inmoderada años después, tampoco le impidieron ganar el equivalente al campeonato de salto de Cataluña, la Copa Ganadores.
Herralde sigue hoy «casi seguro», en la misma carta a Vargas Llosa, de que sin ¿Qué es la literatura? «no habría tomado la decisión, tan anómala en mi entorno, de empezar mis intentos editoriales». Cuando el estudiante de último año de Ingeniería anunció en casa que quería ser editor, la consternación fue cósmica, pero el cristo no llevó al drama familiar y Herralde se incorporó, como debía, a la fábrica, sin que se disparasen los peores demonios y sin dejar de fantasear con una editorial de temas políticos y sociales con su amigo Jorge Argente. Hacia 1960 llegaron incluso a recabar la asesoría de Enrique Tierno Galván (entonces catedrático criptosocialista y director de una importante revista y una importante colección en la editorial Tecnos), pero todo quedó en nada. La larva seguiría creciendo alimentada de numerosas lecturas compulsivas halladas en casa y fuera de casa: desde Kafka hasta Faulkner, desde Hemingway, Aldous Huxley o Scott Fitzgerald hasta Hermann Hesse, el gran Chesterton o el humor de Wodehouse en las populares ediciones de José Janés; desde un imborrable Hambre, de Knut Hamsun, hasta las Mémoires d’Hadrien de Marguerite Yourcenar, «en una edición francesa de bolsillo, en los sesenta, propiedad de Gil de Biedma, y que los amigos nos pasábamos reverencialmente de mano en mano».
Pero el amor verdadero, el amor fou, se lo habían llevado ya Sartre y Camus, «especialmente La Nausée y L’Étranger, casi fou por La condición humana [de André Malraux]», hasta transitar de la mano de la Biblioteca Breve de Seix Barral por el nouveau roman «sin dolor y con cierta, digamos, perversa y persistente atracción por Robbe-Grillet». Es posible que no hubiese entonces mucho espacio para la literatura española en un afrancesado genético y cultural, sin gran estima por Miguel Strogoff pero tampoco por el resto de Julio Verne, que «en cachette, te diré que me pareció siempre bastante plasta» (todas estas lecturas se las está contando a Rafael Chirbes en un email raramente confidencial de 2011), pero sí por Mark Twain, por Richmal Crompton y por Wodehouse. Cayeron también por entonces docenas de novelas históricas de la biblioteca familiar («formato grande, color azul, tapa dura, publicadas, creo, por Sopena»: yo también recuerdo ahí un Ivanhoe hipnótico), con obras de Sue, Dumas, Hugo y Walter Scott, aunque apenas volvió al género después.
En la empresa empezó Jorge a trabajar a desgana porque las ganas se las llevaban otros planes ya confesados pero de momento perfectamente improbables. De un momento a otro tendría que mutar la larva que había ido creciendo en este exquisito y joven burgués, y el amor fou por Sartre y Camus derivó en el proyecto de editar sus obras completas a precios exorbitantes con el fin de eludir a la censura. La estrategia pudo haberla aprendido tanto de la edición literaria catalana (con los caros y gruesos tomos de clásicos de la editorial Selecta) como de la práctica editorial de José Janés, a quien conocía desde muchacho. Lo había visto en casa de su amigo de infancia Carlos Durán, como había visto también allí a José Manuel Lara, el fundador de Planeta, porque el padre de Durán encuadernaba libros para ambos editores (aunque Herralde nunca los vio juntos). Con ese hilo rojo se ensartaría también la sociabilidad de los veranos de infancia y familia en la selectísima Aiguablava de la Costa Brava primero, después en la Playa de Aro de los años cincuenta, porque de allí arrancaba su trato con la niña tímida y silenciosa que era Esther Tusquets. El reencuentro adulto tuvo lugar años después, hacia 1964 o 1965, en una cena celebrada en la mesa de la Mariona en Ca L’Estevet, con su amigo Jorge Argente y la amiga de Esther Tusquets Vida Ozores: Esther acababa de refundar Lumen con una colección de fotografía y una colección literaria. De ahí nació, además de una larguísima amistad, la breve pareja Argente y Tusquets pero también la oportunidad de que Lumen amparase el menos nebuloso de los proyectos editoriales de Herralde; incluso se contrató un título (con la agencia Balcells, precisamente): Peau noire, masques blancs, del comunista y antiimperialista Frantz Fanon. Y entre los títulos de literatura escogidos por Jorge Herralde El hombre sin atributos de Musil y Autobiografía de Alice B. Toklas de Gertrude Stein. Ante la imposibilidad de empezar la editorial, Jorge aconsejó a Esther Tusquets la publicación de esta última. Pero la súbita separación de Argente y Esther Tusquets, tras una movida y temprana Feria de Frankfurt, frustró el invento.
Los veraneos y sus ocios productivos engrasaron también la máquina de pensar junto a su amigo Puco Zaforteza, y en Ibiza organizaron a mediados de los sesenta una empresa de materiales de construcción que algún día debía financiar el proyecto editorial. Nunca llegó a dar dinero esa empresa, pero eso no le apartó ni a él ni a su señorial familia de una sociabilidad ajetreada, al menos en 1966. Jorge de Herralde acababa de aportar en mayo unas iniciales diez mil pesetas a la sociedad limitada que inaugura la exclusiva sala Bocaccio en febrero de 1967, en la calle Muntaner 505, y el 13 de julio los Condes de Barcelona apadrinan en la catedral la boda de una de sus hermanas, Marta, con Ricardo de Córdoba y de Gondra, cuyo tío es el prepósito general de la Compañía de Jesús Pedro Arrupe, y entre los testigos de la novia estuvo el socio del padre, Manfred Stiegler. El banquete, con baile incluido, se celebró en la Font del Lleó.
Tras el verano de 1967 las cosas empezarían a cambiar y el joven Herralde concentraría energías y alianzas para empezar a editar desde el año siguiente, aunque acabó siendo en la primavera de 1969. Desde entonces se propuso inyectar en los demás lo que primero había experimentado por cuenta propia: el instinto de subversión, el coraje gamberro, la pincelada salvaje, la novela solvente y el pensamiento radical contra las quiebras y carencias de su propia época. Lo hizo con la sólida andadura de los ensayos de Argumentos desde 1969 y la constancia militante de Cuadernos Anagrama desde 1970 en sus diversas series políticas, cinéfilas y literarias; con la Serie Informal del mismo año o las severas andanadas de munición en Documentos; con la histórica y golfa Contraseñas de 1977 o la heterodoxia militante de La educación sentimental el mismo año; con el experimento en 1981 de una hoy canónica Panorama de narrativas, el laboratorio en marcha que se llamó Narrativas hispánicas desde 1983, la pionera colección de periodismo literario y reportajes de calidad, Crónicas, creada en 1987, o, en fin, una morosa Biblioteca de la memoria creada en 1991.
Han sido más las colecciones, por supuesto, y entre ellas la serie de bolsillo Compactos desde 1989, fundamental para abrir sus libros al público de América Latina. Pero este libro ni quiere ni debe ser una réplica a escala reducida de un catálogo inagotable (una vida no da para leerlo, ni dos, ni tres), sino su contrahaz o el reflejo íntimo del oficio de Herralde, de las respuestas rápidas y las murrias lentas, de las tortuosas rutas de los derechos de autor y las negociaciones con los mismos autores, con agentes, con traductores, con periodistas, con espontáneos. Ante las probables suspicacias de lectores resabiados o usuarios del índice de nombres, también yo lamento que incluso un archivo enorme como este no pueda retener las conversaciones, las sobremesas, las interminables llamadas de teléfono y las zarabandas de nocturnidad, alcohol y promiscuidad que suele alumbrar el mundo literario y cultural. Pero la única limitación justificada de información corresponde al expediente Javier Marías, cuya consulta ha sido expresamente prohibida por el autor a través de un burofax. En los restantes casos el lector podrá echar en falta una correspondencia más nutrida (o simplemente una mínima correspondencia) con autores muy notables. O bien no existe porque los tratos se hicieron por mediación de un agente, o bien las cartas han sido solo el remedio de urgencia cuando el autor no cogía el teléfono (en los tiempos en que nadie lo llevaba encima), o estaba de viaje o estaba hospitalizado. Esos avatares propiciaron que Herralde redactase a vuelapluma una nota o una recomendación cuyo canal natural habría sido el teléfono, la entrevista o la sobremesa. Por eso solo la distancia geográfica explica la densidad de algunos de los epistolarios, en particular con autores latinoamericanos muy queridos –desde Sergio Pitol hasta Carlos Monsiváis, pasando por Alfredo Bryce Echenique, Alejandro Rossi, Ricardo Piglia o las ingenierías futbolísticas que le unen a Jaime Bayly–, o con aquellos cuya residencia fuera de Barcelona o con hábitos ermitaños redujese el consumo de teléfono cuando las conferencias telefónicas costaban un ojo de la cara, y ese es el caso de Enzensberger, Martín Gaite, Álvaro Pombo, Rafael Chirbes, Roberto Bolaño y algunos pocos corresponsales aficionados a la escritura confidencial.
En su forma ideal, el libro debería reproducir el murmullo laborioso y espídico (en palabra muy de Herralde) de un caótico despacho en el que las decisiones son casi siempre rápidas y las comunicaciones a menudo frías. Las funciones del editor se solapan las unas con las otras de forma inextricable: la lectura de uno o varios manuscritos, la revisión de pruebas, la maqueta de los libros, el cuidado de la traducción, la ilustración acordada con el autor o la contraportada revisada por el editor sobre la base de un texto del autor. De esa ingente correspondencia generada por la editorial, este libro incluye solo la pequeñísima parte que sucesivas cribas han acabado decantando: un puñado de cartas expresivas y vivaces, amistosas o enconadas, batalladoras también. Las numerosas citas entreveradas en los prólogos de los capítulos proceden en su inmensa mayoría de los papeles descartados para ofrecer así la anatomía de un editor a través del autorretrato atomizado en estas y sus otras cartas: sus enfados y sus exaltaciones, sus protocolos para devolver manuscritos y sus maniobras de presión sobre los medios, sus rivalidades con otros editores y sus fricciones con agentes literarios, y sobre todo las más enconadas, con mucha diferencia, con una, Carmen Balcells.
También he insertado entre corchetes los títulos incompletos de obras o nombres de autores, pero lo hago solo cuando el libro acabó publicado en Anagrama, con la indicación del año de la primera edición. En todos los casos se han enmendado erratas y errores en los nombres y títulos u otras imperfecciones del texto manuscrito (o de la copia mecanográfica conservada en el archivo), particularmente en la primera época. En esa etapa militante, pobre y artesanal en el más artesanal sentido de la palabra, las cartas se escribían a toda prisa y las erratas fueron una plaga sin freno; la mejor, con mucha diferencia, delata de forma transparente la obsesión política de la primera época: la importante editorial londinense Jonathan Cape deja de ser Limited para ser Milited.
Desde 2000 la correspondencia en el archivo se adelgaza y racanea hasta casi la extinción. Tampoco hay gran misterio: la universalización del correo electrónico cambió las reglas del juego y un accidente informático destruyó una parte de esa correspondencia digital. De hecho, la clasificación del archivo de los últimos años sigue en marcha hoy. Pero había otras razones suficientes para terminar el libro al borde del fin de siglo, justo cuando empieza Herralde a ofrecer su propia crónica de Anagrama. En julio de 2000, y gracias a los «prodigios de la técnica», ha enviado por email la primera remesa de artículos a Sergio Pitol para componer sus Opiniones mohicanas. También algunas muertes prematuras y dolorosas, como las de Carmen Martín Gaite y Terenci Moix en 2000, o las de Manuel Vázquez Montalbán y Roberto Bolaño en 2003, acabaron con algunos hábitos felices pero no hurtaron a la editorial su crónica mezcla de excitación literaria y jovialidad expectante.
En todo caso, solo la metódica labor en el archivo de Susana Castaño, con la que pocos meses después de su contratación formó equipo Lali Gubern, pareja de Jorge al menos desde 1978, podía hacer posible su reproducción en un metro cúbico de decenas de miles de fotocopias que he de agradecer a la exhaustividad selectiva de Pepi Bauló, encargada también de la transcripción de las cartas seleccionadas. Las traducciones del francés y el inglés corresponden respectivamente a Isabel Obiols y Mauricio Bach (y las cartas originales las encontrará el lector al final de cada capítulo).
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