15/02/2022
Empieza a leer 'Los tabúes del mundo' de Massimo Recalcati


Quiero volver a consagrar las cosas en la medida de lo posible, quiero volver a mitificarlas [...]. Vivimos en una cultura que ya no cree en los milagros, [...] intentar transmitir ese sentido de lo milagroso que cada uno de nosotros experimenta al mirar la aurora, por ejemplo: no ocurre nada, el sol se eleva, los árboles se ven iluminados por el sol. Para nosotros, tal vez, es esto lo que ha de llamarse milagro.
PIER PAOLO PASOLINI,
Pasolini su Pasolini.
Conversazioni con Jon Halliday

 

NOTA INTRODUCTORIA

Este libro indaga, a través de la figura del tabú, en la experiencia del límite y en el impulso de su trascendencia como dos motivos de pareja importancia para la realidad humana. ¿No señala acaso el tabú un lugar inaccesible, inviolable, donde no es posible que ningún ser humano transite y, al mismo tiempo, la pasión irresistible por su violación? ¿No supone acaso la existencia del tabú y el impulso de su transgresión una dialéctica no resuelta –descrita por Pablo de Tarso en la Epístola a los romanos– que define cumplidamente la vida en su vertiente humana? De hecho, no existe experiencia del tabú –ni de la Ley y de su transgresión– en el mundo animal. Quebrar los tabúes no es solo la ambición de la perversión ordinaria del deseo humano, sino también la de la ciencia. El tabú puede confundirse, en efecto, con el prejuicio y, en este caso, el desquiciamiento del tabú es un paso indispensable que consiente la búsqueda de la verdad. ¿No significó acaso la Ilustración la experiencia de la salida del hombre de la cueva de los tabúes oscurantistas de las sociedades religiosas?

Este libro indaga también en nuestro tiempo proporcionando un amplio retrato de él. Es evidente que nos hallamos en la era de la decadencia irreversible de toda forma de tabú. Pero si no hay ninguna época comparable con la nuestra en el alcance de la disolución de la sombra represiva de los tabúes y de los límites que estos introducen en el campo de la vida humana, el riesgo sin precedentes al que nos enfrentamos ¿no es el de transfigurar esta disolución en un nuevo espacio antropológico en el que toda forma de experiencia del límite se viva como una indebida represión y contracción de la vida? ¿No es nuestro tiempo un tiempo que se pretende libre de la Ley? ¿Libre de toda forma –supersticiosa– de tabúes? En definitiva, la andadura libertaria inaugural de la Ilustración ¿no ha acabado derivando en su contrario, como señalaron en su momento Horkheimer y Adorno en su Dialéctica de la Ilustración? La liberación de toda forma de tabú parece establecer, en efecto, un tabú sin precedentes que no puede ser violado: el de la vida que se basta a sí misma, el de la vida que rechaza todo tabú y con ello toda experiencia del límite, de la vida sin tabúes. ¿Por eso hemos de mostrarnos hoy carentes de todo tipo de tabú para ser auténticamente hombres libres? Sin embargo, de esta manera, el tabú más arcaico regresa bajo formas espectrales. Es una dialéctica que el Pasolini corsario ya había puesto al desnudo, lúcidamente: la libertad sin vínculos que nos brinda el politeísmo de la sociedad de consumo es en realidad una forma inédita de esclavitud. Esta patrocina una auténtica «mutación antropológica» –un «genocidio», un «nuevo fascismo»– para la cual la libertad se ha convertido en una obligación, en un nuevo imperativo categórico, en un enloquecido mandamiento superyoísta. Es la transformación de «súbditos en consumidores» de la que habla Pasolini en sus Escritos corsarios. Lo que se halla en primer plano no es ya la opresión del tabú, sino su evaporación. La vida humana parece carecer de confines, de brújulas, de líneas de demarcación. ¿Consiste la libertad realmente solo en verse empujados aquí y allá como tapones de corcho en las aguas bravas de un mar sin bordes? Nos hallamos aquí frente a un rasgo fundamental de la angustia hipermoderna que la experiencia epidérmica del pánico expresa a la perfección: carencia de puntos de referencia, caída de los diques, vértigo, apertura de un vacío sin nombre.

Si todo tabú enfatiza la experiencia del límite como algo necesario para la vida humana, se trata de explorar una y otra vez, por el contrario, cuál es la pasión –la hybris– con la que la frontera trazada por el tabú está estrechamente relacionada. Este libro aspira a presentar un variado y rico catálogo de ellas. La pasión del avaro y la del coleccionista, la del exhibicionista o la del fetichista, la de la anoréxica o la del «turboconsumidor» (Lipovetsky), por nombrar algunas de las que se toman en consideración, son todas ellas pasiones que fuerzan un límite, que ejercen presión para violar un tabú. De la misma manera, diferentes figuras de nuestra mitología son convocadas aquí y releídas a la luz de esta profunda tensión entre la experiencia del límite y el impulso de su violación. Veremos aparecer, por lo tanto, las siluetas de Caín, Edipo, Ulises, Antígona, Medea, Isaac, Príapo, don Juan y muchos otros.

Así pues, ¿deberíamos revalorizar el tabú si en él se conserva algo de la experiencia de lo inviolable, de lo sagrado, de lo imposible? Se trata, en primer lugar, de intentar distinguir dos versiones del tabú. Por un lado, su forma meramente ideológico-supersticiosa; el tabú como sede del encogimiento y de la opresión de la vida. Por otro lado, existe una forma del tabú como advertencia e índice simbólico –memoria de la Ley de la palabra–, señal de que la vida nunca nos pertenece como mera presencia de la que somos dueños, sino que es algo que lleva consigo la cifra –trascendente e imposible de desvelar– del misterio.

MASSIMO RECALCATI,
Milán, junio de 2017

 

AGRADECIMIENTOS

Recopilo en este libro los artículos que publiqué en el periódico La Repubblica, en la columna semanal Tutti i tabú del mondo («Todos los tabúes del mundo»). Debo a Ezio Mauro el honor de haberme ofrecido este espacio y de haber concebido el tema, y a Dario Olivero el haberme seguido con atención e inteligencia. A ellos y a nuestra común amiga desaparecida, Luciana Sica, a quien debo mi colaboración con La Repubblica, mi más sincero agradecimiento.

 

LA SOMBRA DEL TABÚ

Nuestra época ya no parece conocer la tétrica sombra del tabú. El énfasis en la libertad de todo vínculo parece haber demolido el respeto hacia el sentido del límite que la existencia del tabú señalaba. Aparece en primer plano una voluntad de autoafirmación que considera oscurantistas todas esas razones que aspiran a imponerle obstáculos. A nuestro tiempo se le escapa el nexo que une la experiencia del límite con la del deseo.

En la Epístola a los romanos demuestra Pablo de Tarso, en efecto, cómo es la existencia de la propia Ley la que hace que exista el pecado (Rm 7, 7-13). Sin la Ley no habría sentido de la transgresión, ni sentido de la culpa. Eso es lo que sucede en el mito bíblico de Adán y Eva frente al árbol del conocimiento: el sueño pacífico de su inocencia se ve interrumpido por la introducción de un veto que impone el establecimiento de un umbral que no se debe cruzar. No obstante, el efecto de esta prohibición no es el de extinguir el deseo transgresor, sino el de alimentarlo junto con la angustia que envuelve el drama sin precedentes de la elección: ¿comer o no comer el fruto prohibido? Lo saben muy bien los niños también: el objeto prohibido –el objeto sobre el que recae la prohibición– es el más deseado. Lo que significa que la Ley no es simplemente un antagonista represivo del deseo, sino lo que lo alimenta continuamente.

Un ejemplo instructivo y simpático, de no haber resultado tan desagradable para mí, ocurrió hace varios años en mi consulta. Una paciente cleptómana, aparte de describirme en las sesiones su irresistible tendencia hacia el hurto, se apropiaba con regularidad de mis libros en la sala de espera... Obviamente no podía tener la certeza de que fuera ella la ladrona de los libros y todos mis intentos de imaginar una réplica quedaban frustrados de inmediato por la exigencia de no alterar la neutralidad del marco analítico. Mi secretaria, que es una mujer con gran sentido práctico, se ofreció, venciendo mi perplejidad, a resolver la situación. Colocó unos carteles ubicados específicamente en la librería en los que aparecía escrito en términos perentorios: ESTOS LIBROS NO ESTÁN DESTINADOS A LA CONSULTA. En síntesis, declaraba prohibidos –al igual que el Dios de la escena bíblica– los libros que se hallaban en el estudio, imposibles de consultar. Pero su estrategia no tuvo en la debida consideración la enseñanza de ese mito, es decir, el nexo paradójico que une el deseo con su interdicción. Una epidemia de robos de libros se desató imparable, para mi enorme desconsuelo...

Esta anécdota muestra mejor que cualquier docto ensayo el nexo que une el deseo transgresor con la Ley. Ocurre en todo régimen prohibicionista: la prohibición de usar determinadas sustancias, en lugar de desalentar su atractivo, lo potencia. El asunto es que no habría crimen, violación, profanación, robo, sin la existencia de la Ley. Lo que no significa que la Ley sea el Mal o lo alimente, como cree en cambio el marqués de Sade. Más bien cabe afirmar que es solo la existencia de la Ley y de los tabúes que esta genera lo que hace humana la vida.

Abordemos el asunto desde sus raíces: ¿cuál es la palabra decisiva de Freud sobre el deseo? Es la que le sirve para resaltar su naturaleza incestuosa. Nadie como él ha insistido tanto en este punto. Pero afirmar que el deseo humano es estructuralmente incestuoso no significa defender que el deseo del niño tienda simplemente a poseer sexualmente a su madre. Si Freud insiste en el carácter incestuoso del deseo, es para poner de relieve una verdad mucho más amplia. El deseo incestuoso es la imagen de un deseo ilimitado, que no conoce diques, umbrales ni tabúes y que, en consecuencia, impulsa con fuerza hacia la posesión absoluta, no solo y no en concreto de la madre, sino de «todo»: tener, conocer, gozar, serlo todo. El deseo incestuoso es la representación del impulso ciego de la vida hacia su propia autoafirmación que, sin embargo, desemboca en su destrucción. Frente a este deseo, la Ley actúa de forma primaria como aquello que, prohibiendo el acceso al goce inmediato del cuerpo de la madre, transforma ese cuerpo en un tabú, posibilitando así, no obstante, que el deseo humano se encamine hacia otras metas, ensanchando el horizonte del mundo y no restringiéndolo a la madre. No es casualidad el que la Ley de la interdicción del incesto se halle en los cimientos de todas las civilizaciones humanas. Esta graba en el corazón humano la experiencia de lo imposible: no podemos tener, saber, gozar, serlo todo. Los seres humanos, sin embargo, no soportan lo imposible: la hybris de su deseo (incestuoso) aspira a negar todo límite transformando lo imposible en posible. Consideremos, por poner solo dos ejemplos, el fantasma del coleccionista o del fetichista que elevan un objeto (la última pieza de la colección, un simple zapato con tacón) a la altura de un ídolo que debería protegernos de la experiencia de la incompletitud y de la carencia.

 

LA ANGUSTIA HIPERMODERNA

Nuestra época parece querer eliminar toda forma de tabú. La desinhibición y la ausencia de vergüenza y de sentimientos de culpa triunfan en las barbas del viejo representante del siglo XX, víctima aún de los grandes conflictos morales entre el bien y el mal, entre las razones individuales y las de la Historia, entre el progreso y la tradición, entre los ideales y la pulsión.

Las trágicas dilaceraciones del siglo XX han dado paso a un desencanto generalizado que parece haber anulado la angustiosa experiencia del tabú. Un caso clínico puede proporcionarnos el sentido de lo que está ocurriendo. Se trata de la historia de un joven que, junto a sus compañeros, mató brutalmente a un anciano en el curso de un robo. En los coloquios que mantuvo en la cárcel con el psicólogo, declaró que después de haber cometido el crimen no experimentó ninguna sensación de culpa. La jornada sucesiva transcurrió para él como si nada hubiera ocurrido. Durmió profundamente, desayunó por la mañana y se fue al colegio con toda normalidad. Todo era como antes. No nos encontramos ante el desgarro dostoievskiano entre el sentido de la Ley y su transgresión culpable. El crimen no parece estar ya en relación con la exigencia moral del castigo; la culpa no devora al criminal, no lo constriñe al insomnio, no lo atormenta.

Mientras el hombre de Dostoievski vive el drama de la infracción de la ley, el joven criminal, después de haber cometido el crimen, va a clase con toda tranquilidad, riendo y bromeando con sus amigos. Vive otro tipo de angustia. ¿Cuál? Se lo confió al psicólogo: el vértigo que lo invadió el día posterior al crimen –después de haber sido detenido– proviene del sentimiento de la inexistencia de la Ley; es decir, de la percepción de que todo, sin la Ley, se ha vuelto posible; incluso el despiadado asesinato de un hombre por un puñado de euros. A diferencia del hombre dostoievskiano que se hunde en el abismo de la culpa ante el rostro severo e inflexible de la Ley, para este joven asesino la angustia brota de la dimensión totalmente inconsistente de la Ley.

Nos enfrentamos a una experiencia hipermoderna de la angustia que invierte la génesis del tabú tal como lo concibió Freud en 1913, en uno de sus textos más visionarios como es Tótem y tabú. En ese libro, siguiendo los pasos de Darwin, el padre del psicoanálisis imaginó que la primitiva forma organizada de la vida humana tenía como protagonista a un padre titánico, celoso y cruel, poseedor de todas las mujeres (el Padre de la Horda), que confundía arbitrariamente la Ley con su propio goce. Frente a esta tiranía permanente, sus hijos-hermanos, a quienes estaba vedado el acceso a las mujeres, decidían aliarse matando a su padre y devorando su cuerpo en un banquete tribal. El hecho de que los hermanos se alimenten de la carne del padre pone de manifiesto toda la ambivalencia de su vínculo con él: asesinado como objeto de odio, pero despedazado como objeto de amor con el fin de que su poder ilimitado pueda ser asimilado por sus hijos. El término «remordimiento» encuentra aquí su significado más profundo: al devorar el cuerpo del padre temido pero amado, sus hijos sienten los mordiscos de la culpa. El resultado del remordimiento es el establecimiento del tótem: el padre muerto sigue viviendo, aunque ya no en forma de tiranía caprichosa, sino en la de autoridad simbólica encarnada en el tótem. Su muerte se halla, por lo tanto, en la raíz del sentido de la Ley; el tótem se convierte, a la vez, en objeto de veneración y de angustia, conmemorando el asesinato del padre y el remordimiento que suscita. A partir de ese momento se instaura la prohibición del incesto que obliga a todos los hijos a la exogamia. El sentido de la Ley surge como efecto retroactivo del acto parricida: mientras en Edipo el parricidio quiebra la Ley conduciendo al hijo hacia el abismo del incesto y de la destrucción, en Tótem y tabú genera la Ley. La vida democrática de la Comunidad solo se vuelve posible a través del tabú que surge a consecuencia del asesinato del padre. Es solo la muerte del padre que pretendía erigirse en Ley, hacer coincidir la Ley con su voluntad de goce, lo que permite cimentar las condiciones para el nacimiento de una Ley más humana y de la propia Cultura. El pacto social sustituye el caos de la violencia: la pulsión debe sublimarse en el reconocimiento de una Ley que, al encontrar su fundamento en el padre muerto, se aplica a todos, deja de ser una Ley ad personam. Nadie puede ocupar el lugar del padre muerto porque se trata de un lugar destinado a permanecer vacío. Los totalitarismos del siglo XX y los fundamentalismos de todo tipo demuestran, al contrario, el infierno que puede llegar a desencadenarse cuando se permite que lo ocupe el fanatismo.

En nuestra época, sin embargo, el riesgo no es ya que se ocupe el vacío dejado por el padre muerto, sino la disolución neolibertina de todo tabú, el que desaparezca el respeto hacia la Ley. Es el vértigo que asalta al joven asesino: no hay diques, límites, barreras que puedan contener su acto. De esta manera, la ausencia de la Ley parece convertirse en la única forma de la Ley; si todo se ha vuelto posible, si después de haber cometido un crimen atroz todo sigue igual que antes –sin sensación de culpa y sin remordimientos– ¿no sería necesario acaso revalorizar el tabú como efecto de la Ley?

 

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Traducción de Carlos Gumpert.

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Los tabúes del mundo

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