22/05/2020
Empieza a leer 'Luz del Fuego' de Javier Montes

 

La Senda del Exceso lleva al Palacio de la Sabiduría.
Exuberancia es Belleza.

De los Proverbios infernales en 
El matrimonio del Cielo y el Infierno
,
WILLIAM BLAKE

 

25-2-1952

Cinelandia. Incluso en el portentoso Río de Janeiro de 1952 algo así solo puede pasar en un barrio que se llama Cinelandia. Y solo cuando merece ese nombre más que nunca: cuando oscurece y va terminándose el Lunes de Carnaval. A medianoche del martes acabará oficialmente, por muchas trampas que hagan los díscolos, la fiesta que desvela a la ciudad desde hace semanas. Al principio sordamente, como un rumor de batuques y ensayos y marchinhas escuchado a lo lejos, tras las puertas de un garaje cerrado, enroscándose hasta los tobillos por los respiraderos de un bajo o reptando hacia la calle desde un ático iluminado en la noche. Luego llenando calles, abarrotando plazas, de la mañana a la tarde y la madrugada, de los morros a la Avenida Rio Branco, de la Floresta de la Tijuca a la orilla de las playas.

Acabará sin remedio, por mucho que se alargue la última alborada, por mucho que los últimos fiesteros se crucen de camino a casa, arrastrando los pies y la resaca de la última borrachera, con quienes salen de la misa del miércoles con la ceniza en la frente que deja sabor en la boca y recuerda algo obvio que maldita la falta que hace recordar: que polvo somos y todo lo demás.

Pero es Carnaval todavía y en la noche del lunes aún hay placer infinito por delante, antes de la ceniza más infinita aún. Placer y tiempo: una noche y un día y otra noche enteros ni más ni menos. Por una vez en todo el año, en lunes se respira la alegría del sábado. O mejor aún: la del viernes, la que da disfrutar de un placer en vísperas de otro. Y ya hasta los más serenos han perdido la cabeza y han bailado y bebido y besado y vomitado y vuelto a empezar.

El lunes es la noche grande de los Carnavales de Salón, a salvo de las muchedumbres de las aceras, con sus invitaciones suplicadas y acariciadas de un año para otro, con la dulcísima sensación de fiesta dentro de la fiesta, de reencuentro con los pares frente a la promiscuidad de las calles. A la vez muy lejos y muy cerca de la marabunta populosa y sus peligros reales o inventados. Es el placer secreto o puramente imaginario que proporciona la envidia de los excluidos.

Es la noche del Baile de Gala en el Teatro Municipal de Río, que esta noche, entre todas las del año, se proclama a sí mismo centro de la ciudad, del país y del mundo y triunfa al hacerlo creer realmente a los que se quedan sin entrar y miran a pie de calle y a los afortunados que van llegando en sus coches caros, blanden sus tarjetones, desfilan por el pasillo vallado hacia la fachada rutilante y suben las escaleras que llevan a las puertas abiertas de par en par del foyer principal entre aplausos y gritos, ensoberbecidos o afectando simpatía y saludando a la masa (los más aplaudidos son los más desdeñosos, los que con más temple esconden mejor su satisfacción). 

Desde temprano por la tarde la gente se amontona frente a la escalinata del Teatro Municipal, que también se hace el interesante y cierra en oblicuo la plaza donde ya campan los primeros rascacielos y los grandes cines que no consiguen empequeñecer el boato de los edificios imperiales: la Biblioteca Nacional, el Museo de Bellas Artes. El Teatro Municipal sí que deja pequeño su nombre. Debería llamarse, por lo menos, Sensacional o Fenomenal o Colosal: desmedido por fuera y por dentro, construido como una réplica de la Ópera de París adaptada al Trópico y a las ínfulas de otra capital con delirios de grandeza. Tiene todavía más ninfas y nereidas, más perifollos, más cornucopias de escayola dorada, y resulta por eso irremediablemente provinciano durante 364 días al año en sus lujos de rastacueros. 

Pero esta noche se disfraza, como los invitados, y recubre de adornos de cartón pintado su escalera de doble tiro, su foso de orquesta, la platea convertida en pista de baile y los palcos principales reservados para las grandes familias, para los huéspedes de honor de periódicos y revistas que compiten por atraer a los más brillantes. Es la ocasión del encargo cotizadísimo que permite al escenógrafo más a la moda desbordar con sus decorados el escenario donde la orquesta toca hasta la madrugada y más: invadir techos y paredes y proscenio con tramoyas de hule y faroles de papel y cortinones de damasco para reproducir la Antigua China, la Sublime Puerta, el Palacio del Gran Faraón. Este año tocan los ventanales góticos y los amarres de góndolas y las perspectivas imposibles y amontonadas de la Plaza de San Marcos y el Puente Rialto y ni más ni menos que el Gran Canal de una Venecia esplendorosa que nunca fue.

Es la puesta de largo y apoteosis de la gran burguesía carioca, de los ricos riquísimos y las viejas familias del Imperio. No faltan los Braganza destronados, los barones del café y los quatrocentões venidos de São Paulo, los fazendeiros que allá en Minas o en Bahía son dueños de haciendas más grandes que muchos países europeos, las dinastías de industriales que hacen las veces de aristocracia en un país que exhibe esta noche su riqueza presente y más, que disfruta ya de otras futuras, inimaginables y aún por explotar. 

Todo parece libre y espontáneo pero está reglado, y la etiqueta prescribe esmoquin blanco o negro para los caballeros y traje de largo para las señoras. O fantasías de lujo para ambos sexos: nada de cuatro trapos apañados, sino las lentejuelas y purpurina y antifaces de pedrería de una multitud de sultanas, cortesanos de Versalles, pierrots y esqueletos y mujeres-pantera.

Y sobran las beldades deslumbrantes y anónimas de ambos sexos, las mujeres tan guapas y los hombres tan hermosos a quienes esta noche se concede provisionalmente, en virtud de su belleza, un pie de igualdad con el dinero y el abolengo. Están ya o se espera a las estrellas del cine y los ases del deporte, los cantantes de moda, las actrices que triunfan, y la ausencia de turistas prosaicos (que la ciudad ya ha aprendido a despreciar a pesar de necesitarlos, o justo por eso) se compensa con un surtido de extranjeros misteriosos que refuerzan la sensación de que esta noche el mundo entero contempla deslumbrado lo que aquí sucede.

Corre el rumor de que la reina Soraya asiste de riguroso incógnito y se divierte protegida de indiscreciones por un disfraz que nadie ha conseguido averiguar y una máscara que cubre por completo su rostro. Y la multitud callejera ha enloquecido tanto como los elegantes que contemplan el desfile desde los balcones abiertos en la fachada cuando Errol Flynn, ni más ni menos, ha bajado de su suntuoso Rolls, precedido de un séquito de corsarias, disfrazado de Príncipe Pirata.

Ha saludado a derecha e izquierda con gracia inimitable, y con un aplomo que ha hecho delirar a todos de gozo ha ejecutado no uno ni dos ni tres ni cuatro ni cinco ni seis sino siete saltos mortales que le han dejado sonriente al pie de las escalinatas. Y la gente ya casi se ha tirado de esos balcones cuando apenas se ha detenido para hacer una reverencia antes de brincar de forma inexplicable para sostenerse boca abajo con sus manos y subir a un ritmo perfecto, ni demasiado aprisa ni demasiado despacio, la gran escalinata alfombrada de rojo: como si confirmara a todos que, en efecto, Errol Flynn siempre sube así las escaleras.

Ha dado otra voltereta al llegar al rellano principal para ofrecer su reverencia al Rey Momo. Orondo y coronado, recibe a los huéspedes a la puerta del que es, por esta noche, su palacio. Y en un gesto aplaudidísimo se quita la corona inmensa y la coloca sobre la cabeza del astro de la pantalla, que se gira al público, deslumbra con su sonrisa centelleante, enamora de golpe a todo el teatro, a todo Río, al Brasil entero, antes de romper todos los protocolos y abrazar entre risas a Su Majestad Momo y devolverle la corona y desaparecer bajo la lluvia de confeti y serpentinas en el interior resplandeciente, dejando tras de sí el suspiro unánime de un millón de hombres, mujeres, ancianos y niños. 

Han brillado todos los flashes de reporteros y plumillas encaramados en las farolas que retransmiten al Brasil y radian con verbo florido lo que va sucediendo. Pero no da tiempo de más, porque cuando parecía que la noche había llegado a su apoteosis, antes de que el suspiro colectivo se extinga, antes de que los asomados a los balcones puedan reabastecerse de confeti y recargar sus lanzaperfumes, un rumor que pronto es un grito coreado salta de boca en boca y se convierte pronto en un aullido, en un gemido de delicia y aprensión y casi delicioso terror colectivo: 

–¡Luz del Fuego!

–¿Luz del Fuego?

–¡Luz del Fuego! 

–¡Ya viene Luz del Fuego!

 

* * *

 

Luz del Fuego

 

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