24/10/2023
Empieza a leer 'MANIAC' de Benjamín Labatut
Para Juana, Julieta, Kali y Pina
Vi una reina, con un vestido dorado, y su vestido estaba
lleno de ojos, y todos los ojos eran transparentes, como si
fueran llamas ardiendo, y sin embargo parecían cristales.
La corona que usaba en su cabeza tenía tantas coronas encima,
una sobre la otra, como ojos había en su vestido. Se acercó a
mí con una rapidez espantosa y puso su pie encima de mi cuello,
y clamó en una voz terrible: «¿Sabes quién soy yo?». Y yo le
dije: «¡Sí! Durante mucho tiempo me has causado dolor y miseria.
Eres la parte de mi alma capaz de razonar».
HADEWIJCH DE BRABANTE,
mística y poeta belga, siglo XIII, fragmento
adaptado por Eliot Weinberger
en Angels & Saints
PAUL
o
El descubrimiento de lo irracional
En la madrugada del 25 de septiembre de 1933, el físico austriaco Paul Ehrenfest entró en el Instituto Pedagógico del profesor Jan Waterink para niños discapacitados en Ámsterdam, le disparó a Vassily, su hijo de catorce años, y luego se pegó un tiro en la cabeza.
Paul falleció al instante, mientras que Vassily agonizó durante horas antes de ser declarado muerto por los mismos médicos que lo habían cuidado desde su llegada al instituto, en enero de ese año. Su padre lo había traído a Ámsterdam luego de decidir que la clínica donde el joven había pasado casi una década, ubicada en Jena, en el corazón de Alemania, ya no era un lugar seguro para su hijo después de la llegada de los nazis al poder. Vassily (o, más bien, Wassik, como casi todos lo llamaban) padecía síndrome de Down y había tenido que soportar severas incapacidades físicas y mentales a lo largo de toda su vida; Albert Einstein, quien amaba al padre del joven como si fuese su hermano y era un invitado habitual en la casa de los Ehrenfest en Leiden, se refería al niño como «el diminuto y paciente gateador», porque el dolor en sus articulaciones llegaba a ser tan grande que muchas veces Wassik solo podía desplazarse por el suelo, arrastrando las piernas como si fuese un pequeño cocodrilo. Pero incluso entonces no perdía el buen ánimo, ni su entusiasmo aparentemente ilimitado, y apenas escuchaba la voz de su «tío» favorito tras la puerta, reptaba por las alfombras del pasillo, con sus inútiles extremidades a rastras, para ser el primero en saludarlo. Wassik pasó casi toda su infancia internado en sanatorios y hospitales; sin embargo, era un joven sociable y optimista que a menudo enviaba postales a sus padres en Leiden con pintorescos paisajes alemanes, o cartas escritas en su torpe caligrafía, llenas de relatos sobre las nuevas cosas que había aprendido, o la enfermedad que padecía su mejor amigo, o el enorme esfuerzo que estaba haciendo por ser un buen chico («tal y como ustedes me han enseñado»), o lo enamorado que estaba, no de una, sino de dos de sus compañeras de clase, y también de su maestra, por supuesto, la hermosa señorita Gottlieb, «brillante como un faro y paciente como un ángel», una descripción que conmovía a su padre hasta las lágrimas, porque Paul Ehrenfest era, ante todo, un profesor, un hombre dedicado en cuerpo y alma a la enseñanza, alguien que encontraba el sentido de su vida en la alegre iluminación de los demás, aunque él mismo había sufrido ataques de oscurísima depresión y paralizante melancolía desde que era un niño pequeño.
Al igual que su hijo, Paul había sido una criatura débil y enfermiza. Cuando no sangraba por la nariz, sufría un ataque de tos producto de su asma, o jadeaba, mareado por la falta de aire tras escapar de los matones que lo atormentaban y se reían de él en la escuela –¡Oreja de cerdo, oreja de burro, eso come el perro judío!–, fingía alguna otra dolencia, fiebre quizá, o un resfrío, o un dolor de estómago, solo para poder quedarse en casa con su madre, escondido del mundo, arropado en sus brazos, como si de alguna manera, en el fondo de su corazón, el pequeño Paul, el menor de cinco hermanos, hubiese sabido que ella iba a morir antes de que él cumpliera los diez años. Llegó a pensar que todos los sufrimientos y penurias previos a esa gran tragedia habían sido fruto de su premonición, dolores de una pérdida anticipada sobre la cual no podía hablar, ni consigo mismo ni con los demás, por miedo a que, si lo decía en voz alta, si encontraba el coraje para articular su presentimiento en palabras, la muerte de su mamá, ya inevitable, de alguna forma se adelantaría. Así que se mantuvo en silencio, triste y temeroso, cargando un peso que ningún niño debería tener que soportar, una oscura profecía cuya influencia no terminó jamás, porque se extendió más allá de la agonía de su madre, y más allá del fallecimiento de su padre, seis años después que el de ella, marcando el compás de su vida como el lejano tañido de una campana, hasta el día de su muerte, por su propia mano, a los cincuenta y tres años de edad.
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