17/02/2022
Empieza a leer 'Más que una mujer' de Caitlin Moran
PRÓLOGO: SEPTIEMBRE DE 2010
Estoy en la habitación de invitados, que es el doble de grande que mi despacho, y acabo de terminar la jornada laboral. Tecleo el último punto con un floreo, enciendo un cigarrillo y me recuesto en la silla. Hoy he terminado de escribir Cómo ser mujer y estoy agotada pero exultante. Me siento como un salmón que acaba de desovar un libro de tapa dura supergrueso por su cloaca mental.
He intentado meter toda la sabiduría femenina imaginable en un volumen de 350 páginas y abarcar por entero la experiencia de una mujer blanca heterosexual de clase trabajadora en solo 95.000 palabras. He registrado concienzudamente los años más difíciles de la vida de las mujeres: de los trece a los treinta. Los dolorosos años de la construcción de una misma. Los años de caos, pánico, miedo y valor en los que tienes que inventarte y, a continuación, reinventarte una y otra vez, hasta que por fin te sientes cómoda y en paz con la persona que eres.
Esas son las décadas oscuras, me digo. ¡Menos mal que, cuando las mujeres llegamos a los treinta, sabemos que lo peor ya ha pasado! Entonces nos sentimos fuertes y dispuestas a disfrutar de la siguiente etapa. ¡Yo me siento dispuesta a disfrutar de la siguiente etapa! ¡Esto es el principio de mi verdadera vida! ¡Ahora empieza lo bueno!
Para celebrarlo, intento lanzar un aro de humo, pero no lo consigo. ¡Bah, qué más da! Tendré tiempo de sobra para practicar en las próximas semanas, ¡no tengo nada que hacer! ¡Ya he alcanzado la perfección! ¡Dispondré de tiempo para dedicarme a todo tipo de hobbies increíbles!
Oigo un pequeño alboroto detrás de mí.
– ¡Por amor de Dios, guarda eso! Me pones de los nervios. ¿Cómo puedes acabar un documento y no pulsar «guardar»? ¿No te acuerdas de la cantidad de trabajo que has perdido a lo largo de los años, o qué?
Me doy la vuelta. Sentada en la cama hay lo que yo describiría como una desgreñada «mujer madura» con un abrigo de estampado de leopardo que me mira y suspira. Me quedo boquiabierta.
– ¿Abu? – atino a decir por fin.
Porque se parece muchísimo a mi abuela. Solo que con unas botas Doc Martens. Mis botas Doc Martens, concretamente. ¿Qué hace aquí mi difunta abuela vestida de chica indie? ¿Habrá sufrido su fantasma un colapso allá en el cielo? Quienquiera que sea, parece sumamente molesta por mi reacción.
– ¿Abu? ¡¿Abu?! ¿Serás gilipollas? Soy yo. Soy tú. Soy tu yo del futuro. ¿Abu? ¡Joder, tía, que tengo cuarenta y cuatro años!
Vuelvo a mirar. ¡Mierda, soy yo! Soy yo, pero mucho más gris. Mi yo del futuro me mira como si tuviera clarísimo que me va a dar un pasmo, pero evidentemente no pienso darle esa satisfacción. Todos hemos visto varias veces las películas de Regreso al futuro; ya sabemos cómo funciona eso. No me voy a dejar impresionar.
– Ah, vale. –Me encojo de hombros–. Eres yo y vienes del futuro. Genial. ¿Un piti? –Le ofrezco educadamente un cigarrillo.
– No –me contesta ella con remilgo–. Lo he dejado. Es muy malo para la salud. Empiezas a notarlo hacia los treinta y ocho. Es un vicio repugnante.
– Como quieras.
Le doy una calada a mi cigarrillo. Ella duda durante un minuto, y entonces coge el paquete.
– Bueno, todavía me fumo alguno de vez en cuando. Pero solo en las fiestas. Las fiestas no cuentan.
Enciende uno. Las dos echamos el humo a la vez.
– Bueno –le digo. Sí, la verdad es que se parece a mí. Lleva el pelo más corto y con dos mechones canosos. Me fijo en que todavía tiene acné de adulto, lo que significa que ese sérum que me compré la semana pasada es una patraña. Y su nariz... ¿no parece más grande que la mía? ¿Cómo ha podido pasar eso?
– Crece toda la vida –decimos al unísono. Y luego–: Como la del abuelo.
Las dos suspiramos.
– Bueno, supongo que la razón por la que estás aquí es algún cataclismo del futuro del que has venido a avisarme, ¿no? –digo con desinterés, y pulso «guardar», no vaya a ser que el cataclismo en cuestión sea perder este archivo. Si resulta que lo es, esta es la peor trama inspirada en Terminator de la historia. Para empezar, tengo una copia de seguridad en mi disco duro externo.
– Pues mira, no –dice–. He venido a echar unas risas.
– ¿Cómo dices?
– Verás, en 2020 las cosas están bastante... movidas, y me vendría bien echar unas risas, así que he venido a disfrutar de mi yo más... inocente.
Se reclina en la cama. Oigo un crujido extraño.
– Eso es mi espalda –dice, todavía tumbada–. Bueno, mi espalda y mi pelvis. No te imaginas lo que les pasa después de los cuarenta.
– ¡¿Qué le has hecho a mi espalda?! –le pregunto–. ¡La necesito!
– Ah, lo de la espalda no es nada –dice ella, y se incorpora con una serie de «¡Ufs!» y «¡Ays!»–. Mira esto.
Se señala el cuello. Veo algo que le cuelga.
– La papada. Nuestra papada. Tócala.
Vacilante, le toco con un dedo la estalactita de piel fláccida, una especie de moco de pavo, que, por alguna misteriosa razón, sigue oscilando durante unos diez segundos cuando retiro la mano. Hago una mueca y ella chasca la lengua.
– La verdad es que he acabado cogiéndole cariño –dice–. Cuando tengo un día malo, me dedico a sacudirla. Es como un juguetito antiestrés de esos tan monos.
Ahora que estoy más cerca de ella y la veo mejor... Sí, tiene papada, y parece programada para quejarse sin parar, pero se la ve bastante guapa y contenta. ¿Por qué?
– Es el bótox, amiga –dice, y vuelve a tumbarse–. Lo siento, ¿eh? Voy a quedarme un rato aquí. Estoy baldada.
– ¡Bótox! ¡Te has puesto bótox! Pero ¿cómo has hecho eso? ¡No es feminista! ¡Acabo de escribir un capítulo entero explicando por qué es una traición a todos mis valores!
Señalo mi portátil.
– Ya –dice, y da otra calada–. Esa es una de las razones por las que he venido a reírme. Es tronchante –dice, y suelta una carcajada–. Es tronchante que pienses que ya lo tienes todo controlado. Te crees... –sigue riendo–. Te crees que ya has superado lo más difícil, ¿no? Tienes treinta y cuatro años, dos hijas pequeñas y te crees..., ¡ja, ja, ja!..., te crees que lo sabes todo.
Se pone a toser y a resollar. Ahora entiendo por qué ha intentado fumar menos: los pulmones le pitan más que una gaita.
– Bueno, algo sé –digo enérgicamente–. Permíteme recordarte que he dejado atrás la adolescencia y la veintena, atacada por todos los flancos por todo tipo de mierdas que he combatido noblemente y sobre las que he acabado triunfando. Regla, vello púbico, masturbación, perder la virginidad, luchar contra un trastorno alimentario, descubrir el feminismo, superar una relación con un maltratador, evitar una boda por todo lo alto, tomar éxtasis, tener un primer parto increíblemente doloroso y un segundo parto perfecto. He tenido un aborto, he estado en un sex club con Lady Gaga, he descubierto el amor verdadero, combatido el machismo, definido mi postura respecto a la pornografía, criado a mis hijas para que sean dos personas fuertes y capacitadas, y, por último, he encontrado unos vaqueros que me quedan bien. Los Barrel Leg de Whistles, 59 libras. Tengo treinta y cuatro años y sé que, según todas las estadísticas, esta va a ser la mejor etapa de mi vida. Más que una etapa. Una era. Estoy a punto de entrar en la Era de la Supremacía, porque soy una feminista de cierta edad que tiene las cosas claras y que está a pocas semanas del comienzo de su verdadera vida: una vida donde seré elegante y segura de mí misma, como Gillian Anderson en todo, en el momento álgido de mi atractivo, con mi armario cápsula, y seguramente haré excursiones a pie de varios días y pintaré óleos emotivos de los montes más bonitos que he escalado.
Se queda mirándome.
– Ya he hecho lo más difícil –insisto–. Sé cómo ser mujer. Ahora viene lo bueno.
Hay una pausa, y entonces se incorpora y me abraza.
– Amiga –dice con una ternura increíble–. Amiga, amiga, amiga.
– ¿Qué? – digo con la cara hundida en su pecho. Lleva un jersey de cachemir. ¡Se ve que en el futuro no me va nada mal! ¡El cachemir es un tejido de lujo! Oye, tú, en el futuro..., ¿soy millonaria?
– No. 39,99 libras en Uniqlo –dice ella sin dejar de apretarme la cara contra sus tetas–. Mira, me encanta que seas tan optimista. Me encanta esa energía. ¡Sigue así! Solo que... Solo que «ser mujer» no es suficiente para afrontar la siguiente parte de tu vida.
– ¿Cómo? ¿Qué quieres decir?
– Pues que ahora vas a entrar en la edad madura, bonita. Hasta ahora, tus problemas eran los problemas que tenías contigo misma. Los típicos problemas de una mujer joven. Pero, cuando entres en la edad madura, te enterarás de que has llegado porque todos tus problemas se convertirán... en los problemas de otros.
– No lo entiendo.
– Una mujer madura que se precie ya no es simplemente una mujer. Tienes que convertirte en «más que una mujer».
Se pone en cuclillas delante de mí y me coge las manos. Suelta otro «¡Uuuuuf!» de los suyos.
– Nada, es que estiro los glúteos –me explica–. Mira, evidentemente no puedo hablar de los detalles porque el tiempo explotaría, pero los treinta, los cuarenta y los cincuenta: entonces es cuando te enfrentas de verdad a los problemas de las mujeres. Entonces es cuando tus amigos empiezan a divorciarse, cuando tu carrera y la de tu pareja empiezan a chocar, cuando el sexo se convierte en algo casi imposible, cuando tus padres, de repente, se hacen viejos y necesitan que los cuiden; cuando, ¡horror!, tus hijas se convierten en adolescentes.
– ¡Pero si eso estará chupado! ¡Estoy deseándolo! ¡Se prepararán el desayuno ellas solas! ¡Por fin seré libre!
– Pero ¿tú no acabas de escribir 20.000 palabras sobre lo caótica que fue tu adolescencia?
Asiento con la cabeza.
– Pues imagínate a tus padres.
Mi corazón deja de latir un instante. Oh.
– Amiga, olvídate de los servicios de emergencias: ahora el servicio de emergencias vas a ser tú – continúa–. Tu vida está a punto de convertirse en el servicio telefónico de atención a la gente que está a punto de explotar.
Se pone a imitar a una operadora en la centralita: «¿Dígame? ¿Llamada número uno? ¿Eres mi madre, vives a trescientos kilómetros y te has caído por la escalera? ¡Ostras, lo siento mucho! Espera un momento, que me llaman por otra línea. ¿Llamada número dos? ¿En qué puedo ayudarle? ¿Eres mi mejor amiga y acabas de ver a tu marido morreándose con la canguro en un Costa? Coge un taxi y ven a mi casa ahora mismo. Espera, que atiendo otra llamada. ¿Llamada número tres? ¿En qué...? ¡TRANQUILA! ¿Eres mi hija adolescente y acabas de darte cuenta de que no eres guapa y de que tu vida no tiene sentido? JODEEEEER.»
Hace como si colgara el teléfono.
– A ver, cómo te lo explico. Tu marido, ¿vale?
Me da un vuelco el corazón.
– ¿ES MARK RUFFALO EN EL FUTURO? ¡DIOS MÍO! ¡DIOS MÍO! ¡LO SABÍA!
Levanta una mano para detener la espiral de mi esperanza.
– No, no. Es el mismo.
Nos miramos.
– Bueno, supongo que eso es... una buena noticia.
– ¿Sabes eso que siempre dice cuando intentas hablar con alguien del servicio de atención al cliente para que te arreglen..., no sé, el televisor, pero no paran de darte largas y de pasarte con un imbécil, Simon o Dev, que lo único que hace es cagarla aún más? Tu marido siempre dice...
– Dice: «Tienes que insistir en que vuelvan a pasarte hasta que te atienda una escocesa madura, una tal Janet, porque ella es la que dice: “Jo, menudo lío. Esto lo arreglo yo en dos minutos.”» ¡Y lo arregla!
– Sí. La Ley de Janet.
– Eso, la Ley de Janet.
– Sí. Vale. ¿Y qué?
Me señala.
– Ahora tú eres Janet. Eres la Janet de la vida de todos. Si hay que solucionar algo, vas a tener que solucionarlo tú. Se acabaron las noches de farra y los viajes de autodescubrimiento. Ahora te van a pedir a ti que sostengas el tejido de la sociedad. Y gratis. En eso consiste ser una mujer madura.
Nos quedamos calladas. Hay mucho que digerir.
– Vaya. Entonces, ¿nada de senderismo por los brezales ni pintura al óleo? – pregunto con languidez.
– No.
No puedo negar que es un poco deprimente. Acabo de conocer a mi yo del futuro y resulta que es una aguafiestas. Me masajeo el cuello instintivamente para aliviar el estrés. Ah, sí: ya veo dónde se va a formar esa papada. La piel está empezando a ceder, y entiendo que, en años venideros, vaya a ser gustoso acariciarla.
– Bueno –digo con optimismo–, pero la buena noticia es que ahora, sin ninguna duda, vas a darme algún tipo de amuleto, o vas a revelarme algún conjuro mágico que fue lo que te ayudó a superar esos tiempos tan difíciles.
Por primera vez, mi Yo del Futuro esquiva mi mirada.
– Bueno, pues... no.
– ¿Ah, no? ¿Y cómo superaste esos tiempos tan difíciles?
Mi Yo del Futuro me esquiva aún más. Empiezo a sentir pánico.
–Un momento. Porque superaste los tiempos difíciles, ¿no? Y ahora has venido a verme porque lograste tu objetivo y todo vuelve a funcionar, ¿no?
Mi Yo del Futuro se levanta.
– Mira, tengo que irme. La puerta esa de la máquina del tiempo pronto se cerrará. No lo olvides, Caitlin: ¡hazle caso a tu intuición!
Desaparece. Ahora estoy simplemente cabreada. Ella sabe que yo sé que la respuesta nunca es «hazle caso a tu intuición». Tu intuición es una imbécil de mierda, lo único que quiere es que te despachurres en el sofá a ver Say Yes to the Dress. La verdadera respuesta es siempre: «Prepara un plan de puta madre y llévalo a la práctica superando todos los parámetros normales del agotamiento hasta que, al final, triunfes.»
¿Por qué me miente mi Yo? ¿Qué es eso para lo que tengo que prepararme? ¡Tengo tantas preguntas!
Hay otra conmoción y mi Yo del Futuro reaparece.
– ¡Menos mal! – exclamo–. ¡Has vuelto! ¡Sabía que mi Yo no me dejaría en la estacada! ¡Rápido! ¡Cuéntame cosas! ¿Qué acciones tengo que comprar? ¿Tengo que hacer ejercicios de cuello? ¿Intentaste casarte con Mark Ruffalo? ¡¡¡DIME PARA QUÉ NECESITO PREPARARME!!!
Mi Yo del Futuro me mira afligida.
– Solo he vuelto a buscar esto –dice, y me coge el paquete de cigarrillos–. Y... y...
La miro fijamente. Va, revélame algo. Aunque solo sea una cosa.
– Y... bebe todo lo que puedas ahora porque, cuando cumples cuarenta, ya no puedes beber más. Tus enzimas renuncian, y las resacas son mortales.
– ¿¿¿NI SIQUIERA PUEDO BEBER???
– Adiós. Y buena suerte. Te quiero. Eres buena gente. Me da un golpecito con el puño y desaparece.
– ¿«Más que una mujer»? –digo desconsolada–. ¿Tengo que convertirme en más que una mujer? ¿En qué? ¿En dos mujeres?
Oigo una voz que me habla a través del éter:
– Pues mira, podría ser útil. Porque a partir de ahora la cosa se pone fea que te cagas.
* * *
Traducción de Gemma Rovira.
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