22/07/2022
Empieza a leer 'Moral barroca' de Norbert Bilbeny

 

  1. Un presente barroco

 

Tiempo, hoy, de precariedad e incertidumbre; pero sin un pasado que añorar ni un futuro que desear. Tiempo de fragmentación social, pero sin confianza en el otro ni estima de uno mismo. Tiempo, también, de ortodoxias y ensimismamiento. Y otra vez soledad: hiperconectados pero solitarios. Viviendo en un mundo irreal del que cuesta salir, porque el real es áspero y conflictivo. Acostumbrados a un mundo ficticio y solitario, la relación con los demás se hace dura de mantener o remontar y por cualquier cosa nos sentimos ofendidos o víctimas. Nuestra razón es el agravio. Este es un nuevo tiempo barroco. Vuelta al Barroco.

Con el Barroco el mundo se volvió también un escenario y la escena se pobló de individuos solitarios. El miedo a la realidad y la pérdida de la ilusión por cambiarla les hizo a estos refugiarse en la vida como teatro y buscar el consuelo en lo único a que aferrarse: la exhibición de su propia imagen en el sueño colectivo de un teatro imaginario. Por eso vivimos hoy otra vida barroca: pesimismo, ensoñación, postureo. Sentirse triunfador o víctima y hacer desfilar los gozos y las desdichas ante el mayor número de gente. Otro siglo de solitarios en busca de efectismo. Una nueva sociedad narcisista.

Quien se interese por los temas de la moral y la sociedad puede que tenga también curiosidad por la sociedad y la moral barrocas. Esto es, las del siglo del Barroco, el XVII, y las de cualquier otro tiempo o modo de ser «barrocos». Algunos consideran el Romanticismo como un nuevo Barroco. Porque hay tipos y formas de la cultura que revelan que «lo barroco» se extiende más allá de su propio siglo y lugar de aparición. Más allá, por ejemplo, de España y su llamado «Siglo de Oro» – o «Edad conflictiva», según Américo Castro–, en que lo barroco tanto se prodigó.

Así, aunque el siglo XVII haya sido para la cultura francesa, por poner un ejemplo, el de su «Edad clásica», aquel mismo tiempo fue para ella un período igualmente barroco. Y lo mismo en otros países europeos – Holanda e Inglaterra participando de una misma «Edad de Oro»–, e incluso países hispanoamericanos. En todas partes, el pensamiento, la literatura y las artes que asociamos con el Barroco histórico alcanzaron unas cotas de originalidad y calidad indiscutibles, desde un Shakespeare hasta un Gracián, un Descartes hasta un Calderón, un Velázquez hasta un Monteverdi o un Haendel.

En los virreinatos hispánicos, de California al Río de la Plata, el Barroco se prolongará hasta principios del siglo XIX, con un optimismo moral y una exuberancia de vida y color en todas sus manifestaciones que bien merecerían un libro aparte. En aquellos virreinatos el Barroco se convierte en el primer arte internacional que se hace común, a través de la religiosidad popular y del variado mobiliario doméstico. La arquitectura y la poesía hispanoamericanas del mismo tiempo mostraron una producción de gran originalidad y riqueza expresiva. Como estrella que al morir explota con toda su luz, el Barroco se barroquiza en las Indias y alcanza su cénit en esas tierras del maíz y de la plata. Y ello por una doble razón: por la necesidad de narrar, a través de imágenes, en pueblos que desconocían la lengua y la religión de los ocupantes, y por la enorme inversión monetaria llevada a cabo por la nobleza colonial y la burguesía criolla, bien en arte suntuario, para mostrar su rango social, bien en arte religioso, para salvar sus almas. El hecho es que en el siglo XVII se quedó más plata en América que en España.

«Barroco», «neobarroco», «barroquismo», son términos que exceden ya las fronteras de tiempo y lugar, para indicar una determinada forma de hacer y de pensar en la cultura. «Lo barroco» es al mismo tiempo la opulencia de la vida y el sentimiento de la nada; la razón que observa metódicamente la naturaleza y a la vez la voluntad que se impone a esta; la búsqueda de sones e imágenes impactantes y también el refugio en la interioridad reflexiva. Vemos igualmente cómo el Barroco relanza la idea del vacío (Galileo, Pascal) y a la vez la rechaza (Descartes, Leibniz), o se angustia con ella (Calderón, Gracián). Descartes, el mayor filósofo del siglo  XVII, niega ya en su primera obra de filosofía sistemática, El mundo (1633), la existencia del vacío, y ello a pesar de largos años de vida militar, viajes por Europa y sutiles estudios de álgebra y geometría. Aun con tal experiencia, considera el mundo como «la grande Mécanique». Es decir, un gran ente mecánico pensado por la razón y en el que no cabe el vacío, asumiendo el mismo filósofo la naturaleza de «fábula» que tiene este nuevo mundo racional. En Europa, el siglo del conocimiento no será el de la Ilustración, sino el del pleno Barroco, el siglo XVII, el cual fue a su vez un siglo de razón y sombra, de observación y sueño del mundo. Refleja, lo mismo que el siglo actual, una ambivalencia del pensamiento, basculando entre la realidad y la ficción.

Parece un cúmulo de contradicciones, pero tales contrastes son una expresión de la «unidad de los contrarios» tan cara al Barroco. Las bodas de la luz y la penumbra, la energía y la quietud, la vigilia y el sueño, y otras uniones de contrarios, integran, según la mente creativa de aquel período, la estructura de la realidad. El poeta Luis de Góngora dice sentirse satisfecho nada menos que al hacerse «... oscuro a los ignorantes, que esa es la distinción de los hombres doctos». Se cuenta algo parecido del escritor contemporáneo Eugenio d’Ors, un barroco de vida y obra, que después de dictar a su secretaria le preguntaba si el texto había quedado claro, y como ella dijera que sí, el maestro la corregía de inmediato: «Pues oscurézcalo, señorita, oscurézcalo...» Sin claroscuros ni curvas que se entrelacen no hay estilo barroco posible. Es difícil, entonces, y para ciertas sensibilidades, sustraerse al atractivo de una visión de la realidad que refleja la total complejidad de esta, como hace el Barroco con relación a la naturaleza y la cultura, a la vida y el espíritu. En su «Arte nuevo de hacer comedias», Lope de Vega aconsejaba reflejar con ese mismo sombreado la compleja y nada clara realidad:

 

engañe siempre el gusto y, donde vea

que se deja entender alguna cosa,

dé muy lejos de aquello que promete.

 

Pocas veces hallaremos en la historia cultural de Occidente un período, como fue el del Barroco, tan dado a reconocer y exaltar la simultaneidad de los elementos más opuestos y contradictorios que conviven en la experiencia humana y que el arte y las letras de aquel tiempo tan fidedignamente nos expresan. El siglo del Barroco es el primero en que se afirma algo que no parece insensato mantener hoy: que al mundo lo mueven las ideas y los prejuicios y que a los individuos les mueve en el fondo la emoción, por contradictorias que parezcan ambas cosas.

Dejado atrás el Renacimiento, el Seiscientos fue el siglo del método racional y a la vez el de la liberación del sentimiento. «El corazón tiene sus razones, que la razón desconoce», escribe un matemático de entonces como Blaise Pascal, el cual agrega que eso «... lo sabemos en mil cosas». Pero, sobre todo, y es lo propio del espíritu barroco, no se separa entre un orden y el otro, razón y emoción, sino que ambos están entrelazados, como cuando Pascal sostiene: «La razón no se sometería nunca si no juzgase que hay ocasiones en que se ha de someter.» Ella juzga, sí, pero para obedecer a su contrario, el sentimiento. El mismo inmediato desconcierto puede que hoy lo sintamos ante un retablo o un soneto de la misma época.

El filósofo holandés Baruch Spinoza fue un racionalista y, en cambio, entre su exiguo inventario de libros aparecieron destacados autores del Barroco español, como Antonio Pérez del Hierro, Cervantes, Góngora, Quevedo, Saavedra Fajardo, Pérez de Montalbán y Gracián. Ello se explica no solo por el origen hispánico del filósofo, sino acaso por la atracción de la razón hacia lo emotivo, mucho más que a la inversa. El Barroco recogió el mayor número posible de contrastes entre el polo racional y el polo emocional de la persona.

El siglo XVII peninsular participa, en lo cultural, de las consecuencias, como en el resto de Europa, de la revolución significada por los nuevos descubrimientos geográficos, el avance tecnológico y la difusión de los productos de la imprenta. Sin embargo, participa mucho menos del progreso de la filosofía y de las ciencias a partir de Descartes y Galileo, respectivamente. En cierto modo, es un mundo aparte, aunque por ello mismo impulsor de las tendencias más emotivas y menos obedientes a la nueva racionalidad, la cual distinguirá, en contraste, al pensamiento y el estudio de la naturaleza en el resto de Europa. Porque bien podría llamarse el siglo XVII el «primero de los siglos modernos», y no solo por ese abrirse al conocimiento, sino por hechos como la consolidación del Estado soberano, el auge mercantilista, el principio del fin de la aristocracia basada en el linaje y el orden divino, y el trasvase, en fin, del poder mediterráneo al poder atlántico, con sus centros en Sevilla y Lisboa.

El Barroco hispánico es, mientras tanto, una seductora colección de imágenes, valores e ideas que nos hacen pensar en su contraste con la racionalidad que apuntaba en el Norte europeo y en cómo un mundo de pasiones y sombras pudo llegar a emerger y sobrevivir por tanto tiempo en la Europa del despertar al conocimiento científico y sus primeras aplicaciones en el campo de la economía y la organización social. Durante el Barroco el arte se vuelve manierista, la arquitectura grandilocuente, la literatura preciosista, el pensamiento conceptuoso y la religión solemne y ceremoniosa. La cultura parece desbordar de sí misma. Lo escenográfico es lo que priva. Podríamos preguntarnos, además, cómo el Barroco y toda su riqueza cultural fueron posibles en un país arruinado y sin libertades como fue España durante el siglo XVII. Asistimos en ese tiempo a un esplendor de la belleza en medio de la miseria, a la vez que al ideal de la nobleza engullido por un mapa de conflictos y de ciegas ambiciones. De manera que el estudio de la moralidad barroca, como la de cualquier otra época, no se puede desligar del cuadro histórico al que aquella pertenece, y en nuestro caso del deprimente panorama social de la Hispania barroca.

 

 

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