26/01/2022
Empieza a leer 'Nacido de ninguna mujer' de Franck Bouysse
La naturaleza no hace rimar a sus hijos.
EMERSON
Si al menos se tratase de palabras, si bastara con lanzar una palabra al papel y poder abandonarla, con la sosegada certeza de haber colmado por entero esa palabra de uno mismo...
FRANZ KAFKA
No es ante ti ante quien me postré, sino ante todo el dolor humano.
FIÓDOR DOSTOIEVSKI
EL HOMBRE
Se hallaba en algún lugar más allá de las agujas de mi reloj.
Los hechos todavía no han tenido lugar. Él no sabe nada del trastorno. Son aromas de primavera suspendidos en el aire fresco de la mañana, olores ante todo, siempre, olores mancillados de colores, en degradado de verde, en anarquía floral lindante con la explosión. Luego están los sonidos, los ruidos, los gritos, que expresan, divulgan, agitan, desbaratan. Hay azul en el cielo y sombras en el suelo, que extienden el bosque y dilatan el horizonte. Y no es gran cosa, porque también está cuanto no puede nombrarse, expresarse, sin exponerse a dejar por el camino la sustancia de una emoción, la gracia de un sentimiento. Las palabras no son nada frente a eso, son ropa de diario, que en ocasiones se endomingan, a fin de enmascarar la geografía profunda e íntima de la piel; las palabras, un invento del hombre para calibrar el mundo.
Por entonces ya no esperaba nada de la vida.
Callar las palabras. Dejar fluir. Ya solo quedaría la piel desnuda, los olores, los colores, los ruidos y los silencios.
Hacía mucho tiempo que ya no me contaba historias.
Las historias que uno cuenta, las que se cuenta a sí mismo. Las historias son casas con muros de papel, y el lobo merodea.
Había renunciado a partir... ¿Para ir adónde, por lo demás?
Los regresos jamás son serenos, siempre se alimentan de los motivos de la partida. Ya te marches o regreses, sea de buen grado o por fuerza, ambas cosas te lastran.
El sol empezaba a disipar la escarcha.
El sol-monstruo rezuma, duplica las formas, sobre las que impacta a traición, trazando los contornos de inmensas catedrales de sombra carentes de materia. Es la estación la que lo quiere así.
No lo veía. ¿Cómo habría podido adivinarlo?
Conoce ese lugar de un modo distinto al de un recuerdo. Algo habla en su carne, en una lengua que él todavía no comprende.
¿Cómo habría podido imaginar quién era?
Ya va siendo hora de que las sombras se confiesen.
EL NIÑO
Avanza por el parque, descalzo, con los brazos ligeramente separados del cuerpo, postura encorvada y andares vacilantes; camina en línea recta, como por un pasillo tan estrecho que le resulta imposible apartarse de una línea imaginaria. Aún no tiene cinco años, su cumpleaños es dentro de siete días y otras tantas noches. La fecha está subrayada en el calendario del gran salón.
Frágil silueta caldeada por los rayos de un sol que siempre le han prohibido, «para protegerte la piel», repite la anciana sin más explicaciones; ahora bien, ¿acaso las prohibiciones no están hechas para saltárselas o incluso destrozarlas, pisotearlas, destruirlas, a fin de que aparezcan otras todavía más infranqueables y sobre todo más deseables? Al caminar por la alameda no se está saltando las reglas. Al principio hace muecas cuando la gravilla se le incrusta en la tierna planta de sus pies, luego acaba por no sentir nada, demasiado absorto en esa libertad con la que sueña a lo largo de todo el día, casi siempre plantado tras grandes ventanas cerradas con cristales perfectamente transparentes, dando el pego con un libro ilustrado en la mano o cualquier otro objeto capaz de burlar el aburrimiento.
La sombra de los árboles no lo alcanza. Le alegra sentir su piel estremecerse en contacto con una luz sin filtro. Las mujeres no lo han visto salir de esa enorme vivienda que parece un castillo. Es la primera vez que escapa a su vigilancia; con el fin de no fallar, se ha preparado mucho tiempo para ello. No se vuelve, temeroso de ver aparecer a alguien corriendo hacia él con el pánico pintado en el rostro, alguien que le endilgaría un sermón y lo devolvería de inmediato a ese vientre de piedra que lo asfixia. Ella, la anciana. De manera que no se vuelve, invoca a algún dios infantil a fin de que la mantenga a distancia, el tiempo justo para llevar a cabo lo que le hinche el corazón. Por supuesto, es demasiado pequeño para concebir el espacio y el tiempo; solo concibe la libertad y lo que se abre ante él: una puerta inmensa, sin batientes, ni cerraduras, ni goznes, ni pestillo, ni siquiera la sombra de una puerta.
Ya casi ha llegado, solo le resta alargar el brazo para abrirla; esta puerta es de verdad, una puerta hecha de madera sólida. «Señor, si me permites llegar hasta él, te perteneceré para siempre», jura en voz alta. Pero justo cuando se dispone a abrir la puerta, su corazón deja de latir. Un ruido por encima de su cabeza, decuplicado por el miedo. Un arrullo. No es más que una paloma sobre una losa en busca de desechos acumulados por la lluvia durante la noche. Su corazón bombea de nuevo sangre y la escupe mejorada. El tiempo y cuanto ocurre en el interior adquieren sentido, hasta el desorden tiene sentido.
Levanta el pestillo y tira de la puerta hacia sí con todas sus fuerzas, con sus manitas de uñas bien cuidadas, lo justo para abrir un resquicio por el que deslizar su cuerpo de perfil. Entra en aquel ancho pasillo que distribuye una serie de boxes delimitados por tablillas en la parte inferior, ampliadas por gruesas rejas de hierro; cuenta un total de ocho. Surgiendo de la penumbra difuminada por la luz del exterior, varios caballos resoplan al mirar al niño con aire altanero, pidiendo así sin mendigar una medida de forraje con movimientos de cabeza, con mayor curiosidad por la aparición que por lo que podrían conseguir de ella, al no creer realmente que un ser tan menudo pueda satisfacer su demanda. El niño observa a los animales, busca a aquel que, más que ningún otro, hace que su corazón de chiquillo se acelere cada vez que lo ve desfilar tras los cristales bajo el aguerrido cuerpo del hombre al que también le prohíben acercarse; dos siluetas desposadas, que contraen nuevas nupcias en las alamedas del parque, una amada y la otra envidiada. Helo ahí. Animal venerado. El pequeño deja pasar el tiempo, quiere que el caballo lo reconozca al igual que él lo reconoció al primer vistazo, el cual hizo galopar su corazón hasta el agotamiento, hasta el preciso instante del encuentro. Jano, sabe su nombre por habérselo oído pronunciar a la anciana, el favorito de su hijo, como dijo un día enjugándose una lágrima ponzoñosa. El niño espera unos cuantos segundos más. Un dulce temor se estremece bajo su piel, uno de esos miedos delicados que conducen a lo desconocido. Abre la puerta del box, entra, la empuja hacia atrás y se queda allí plantado. El caballo resopla y retrocede, antes de calmarse un poco e inmovilizarse contra la pared del fondo; parece una piedra de azabache incrustada en una roca cualquiera, una envoltura demoníaca en la que arden fuegos. El chiquillo no es nada frente al animal; lo sabe, pero camina hacia él, sus pies descalzos pisotean la paja tantas veces apisonada por la prodigiosa bestia, que yergue orgullosa la cabeza sin bajarla jamás del todo. Ahora de pie debajo de su garganta, el niño levanta el brazo, lo alarga cuanto puede y con las yemas de los dedos solo consigue rozar el nacimiento del pecho.
Jano, conocido por su fogosidad y su lado indomable, herencia del salvajismo de sus antepasados, levanta un casco, lo posa y lo levanta de nuevo, cada vez más arriba, cada vez con mayor fuerza, observando con ardor al pequeño, y los martilleos devoran el espacio que apenas los separa. No se trata de expresar verdadera cólera, más bien de esbozar un poderío animal. En ese momento el niño debería estar aterrorizado. Pero no lo está. Sus ojos brillan de orgullo, declaman una felicidad silenciosa; entonces, agacha la cabeza y cierra los ojos. Aguarda. Aguarda a que nazca por fin el inconcebible vínculo, el tiempo justo para brindar al animal la ocasión de protegerlo o de obsequiarle la nada. Tanto da lo que pase después. Así debe ser.
GABRIEL
He ido sumando años, he recorrido el tiempo como viajero obediente y atento; y heme aquí todavía en manos del Señor, engalanado de confusión. A decir verdad, nunca las he abandonado, aunque se me antoja que en numerosas ocasiones no ha sabido qué hacer conmigo. Al menos por mis obras, jamás lo he traicionado.
Recuerdo el día en que se me concedió el insigne honor de servir a la Iglesia, bajo la égida del canónigo D., en la catedral de T., mecido por el veni creator como fondo sonoro de mi profesión de fe; de pensamiento y palabra, con una mano sobre los Evangelios a guisa de rúbrica: Que Dios y sus santos Evangelios me ayuden. Acto seguido besé la fría piedra del altar, ofreciendo mi corazón a la Pasión de Cristo. Un beso cuyo sabor conservo todavía cuando me acomete el deseo de recordar, como todo hombre que sufre el presente.
Mis padres habrían deseado que ascendiera más en la jerarquía eclesiástica, en todo caso más que un simple cargo pastoral. Ya no están aquí para reprochármelo, ni para impulsarme a mayor ambición de la que albergo; desaparecidos demasiado pronto, como suele decirse en tales circunstancias. Imagino que si me pusieron Gabriel fue porque se les ocurrió trazar por anticipado un camino que me llevara directamente al sacerdocio. Todavía pienso a menudo en ellos, de modo diferente a cuando vivían, huelga decirlo. Ahora nuestras conversaciones son apacibles y debo reconocer que no se equivocaron en todo, como también cabe decir que no siempre acertaron, claro.
No creo haber dudado jamás de la palabra sagrada. No se trata de Dios, sino de los hombres y las mujeres a quienes he tenido que frecuentar a lo largo de toda mi existencia. Tal vez debería haberme metido monje para no tener que soportar tanto su contacto, los tormentos de su alma. Me habría bañado en mi propio silencio, ocupado en rezar, meditar, leer los textos sagrados, hacer examen de conciencia en el seno del gran misterio. Una forma de libertad a mi modo de ver muy superior a la que hoy me parece dominada por mi fe; por lo demás, el divino impuesto que siempre he pagado, día tras día, nunca se me ha antojado tan penoso como ahora, en esta conjunción donde lo humano y lo sagrado se niegan a mezclarse.
¿Es preciso envejecer para ver incrementarse la duda de no haber estado a la altura de la propia misión?
¿Acaso envejecer es la única manera de experimentar la fe de forma duradera?
No soy un ángel; hasta el más virtuoso de los hombres no es más que un hombre y no puede pretender ser más que eso. No tengo nada en común con la mofletuda representación de los querubines que adornan la bóveda de la iglesia. No es esa la idea que me hago de un niño. Esos angelitos que pierden las alas al crecer, con su abundante cabellera, el cuerpo demasiado adulto, la indecente desnudez, no se parecen a los míos. Todos los días confío en que la pintura se desconche un poco más y caiga a pedazos. No haré nada por remediarlo. Nunca he querido escarbar en esa turbación.
Es un impulso que tomo, nada más. Necesito entender las palabras que salen de mi boca, como si a la vuelta de una frase deseara percibir una señal o algún símbolo oculto que me llevase de nuevo a Dios. A mí, que tan a menudo guardo silencio, que callo incluso lo abominable, porque juré, sí, juré, liberarme de este cuerpo terrenal, a fin de depurar mi alma de todo el mal que me ha sido confiado, sin jamás absolverme del sufrimiento del prójimo, como esa terrible historia que guardo en mis adentros y que me corroe desde hace tantos años, sin haber podido nunca compartirla con nadie, pues para ello habría necesitado a un gran amigo y... no ser cura. La devoción que profeso al Señor sofoca los sentimientos con que se adornan las gentes normales y corrientes. Obligado por la fe, uno no puede ofrecer a los demás aquello que no es capaz de recibir a cambio. He visto a muchos seres humanos no sobrevivir a ello.
Has reducido a un palmo mis días, y mi existencia ante ti es la nada; no dura más que un soplo todo hombre. Pasa el hombre como una sombra, por un soplo solo se afana. He aprendido que solo las preguntas importan, que las respuestas no son sino certezas echadas a perder por el tiempo que pasa, que las preguntas incumben al alma, y las respuestas, a la carne perecedera. He aprendido que toda historia es grande por su propio misterio, en especial cuando deriva hacia el dolor, y que tendremos menos que sufrir junto a Dios, que él responde de ello. Quise rechazar mi propio dolor para soportar mejor el de los demás. Habrá bastado con el sufrimiento de una mujer.
No me comprometí a regañadientes con la renuncia. Nunca supuso un esfuerzo ser santificado al abrazar esta vida hecha de oración, meditación, lecturas espirituales, visitas y retiros. Estaba preparado para ello. Deseaba transmitir la palabra sagrada, divulgarla, hacerla comprensible, ser en cierto modo su intérprete. El verdadero esfuerzo, la inmensa dificultad, siempre consistió en escuchar a mis feligreses, simplemente escucharlos. Antes de oírlos en confesión, no imaginaba que fuera tan difícil de llevar a buen término la misión. Siempre he afrontado las faltas, las mentiras confesadas, las traiciones, los dolores íntimos; los he asumido sin jamás traicionar mis votos, no he cometido ninguna acción que pudiera influir en el destino de nadie. O casi.
«Perdóneme, padre, porque he pecado...» Palabras tantas veces oídas, otras tantas sentencias leves que pronunciar. En ocasiones he soñado con juzgarlos más duramente, lo confieso, pero de inmediato recordaba que no figura entre mis atribuciones perdonar en mi nombre, que solo el Señor tiene poder para redimir todos los pecados. Yo me limito a escuchar pequeños secretos traducidos en faltas particulares que día tras día se van acumulando en la fosa común, junto con los demás pecados del mundo. Acto seguido, recito mi lección.
«Perdóneme, padre, porque he pecado...», una exhortación que ya en sí conlleva un perdón. Ninguna de sus voces me resulta ya desconocida, tanto es así que cuando, paseando por la calle, me cruzo con este o aquella, me dirigen una mirada avergonzada por leer, o creer leer, en mi rostro lo que sé de ellos y que me esfuerzo por ocultar; los veo agachar la cabeza, como si de nuevo me pidieran perdón, en modo alguno seguros de que una única confesión haya podido bastar para absolverlos de sus enormes pecados. ¿Ninguna voz, he dicho? No, no es cierto, hubo una excepción, una terrible excepción.
Recuerdo aquel «Padre...», pero por primera vez no estuvo precedido de ningún Perdóneme; durante un rato no hubo nada más que el soplo caótico de una respiración. «La escucho», dije. «Padre...», una vez más, y eso fue todo. Por mucho que busqué en mi memoria, aquella voz débil me era desconocida. Una mujer, sin la menor duda. Había repetido, pues, con mayor nitidez el «padre», como arrojando un aguafuerte que tuviera la facultad de corroer la materia para fijar una escena; aquel «padre» se grabó en un lugar inaccesible de mi cerebro. Tragó saliva y se le aceleró la respiración. Percibía la emoción en su voz, el cansancio físico, quizá algún peso espiritual del que todavía no sabía nada. Con la vista clavada en la celosía del confesonario, yo aguardaba a que liberase las tensiones, en un silencio desmesurado en cuyo seno trataba de dibujar un perfil entre los rombos taraceados, adivinando un párpado que batía a intervalos irregulares, el puente de una nariz plantada en una sombra, una barbilla irisada de desordenados retazos de luz, unos labios temblorosos que imaginaba presionados por demasiadas palabras entre las que elegir a fin de decir lo esencial, de ahogar las inútiles para salvar a todas las demás. «Padre...», una vez más, pronunciado con voz más sosegada, no como si la desconocida hincara de nuevo clavos en la celosía que nos separaba, sino más bien como si tratase de arrancar algunos. Aparté la vista para concentrarme en la voz, esa voz apenas velada por el deseo de ser oída tan solo por mí o, tal vez, más probablemente, por aquel que no tardaría en hablar por mi boca, pero me equivoqué. «Padre, pronto le pedirán que bendiga el cuerpo de una mujer en el manicomio.» Luego guardó silencio. La oí recuperar el aliento. Tuve miedo de que se marchase y me acerqué a la celosía.
– ¿Y bien, qué hay de extraordinario en ello? –pregunté, sin comprender por qué semejante confesión parecía costarle tanto esfuerzo.
– No es...
Se interrumpió. Entrecerré los ojos para penetrar un poco más la penumbra. Su piel parecía apagada, como si la pálida luz procedente de la iglesia se deslizase a lo largo de las suaves pendientes de su rostro, a la manera de un río repentinamente seco.
– Debajo de su vestido es donde los he escondido –consiguió decir.
– ¿A qué se refiere?
– A los diarios...
– ¿Qué diarios?
– Los de Rose –añadió como si fuera evidente.
– ¿Y quién es esa mujer?
No me escuchaba.
– No quiero ser la única que lo sepa.
– ¿Por qué no me ha traído esos diarios, si tan importantes son a sus ojos?
– Nos registran cada vez que salimos. A usted no se atreverán...
Nos llegó el ruido de pasos por las baldosas. La desconocida se quedó paralizada. Transcurrieron varios segundos en una tensión palpable.
– ¿Hará lo que le pido? –me preguntó con voz ahogada. –¡Espere!
– ¿Lo hará?
– No se vaya todavía.
– Dígame que lo hará.
– Lo haré.
La cortina se entreabrió, la mujer dirigió una mirada a la iglesia y luego salió a toda prisa. Con el rostro pegado a la celosía, apenas tuve tiempo de entrever, entre el balanceo de la tela, una silueta con capucha que se alejaba a paso vivo sin volverse. Salí del confesonario lo más rápido que pude. Ni rastro de la mujer. Angèle estaba arrodillada en un reclinatorio, con el rostro hundido entre las manos a modo de caparazón destinado a preservarla de toda distracción. Creí estar saliendo de un sueño. Di la vuelta para sentarme de nuevo en el confesonario, buscando en vano una prueba de la presencia de aquella mujer, sin dejar de preguntarme si realmente la conversación había tenido lugar. Los acontecimientos futuros no tardarían en aportarme una respuesta irrevocable.
* * *
Traducción de Rosa Alapont Calderaro.
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