26/01/2022
Empieza a leer 'Obra maestra' de Juan Tallón
Dunraven, versado en obras policiales, pensó que la solución del misterio siempre es inferior al misterio. El misterio participa de lo sobrenatural y aun de lo divino; la solución, del juego de manos.
JORGE LUIS BORGES, El Aleph
Primera parte
¿Qué buscas?
CLAUDIA SALGADO
Hay una corriente de pensamiento según la cual lo único que se puede decir realmente de cualquier suceso histórico, incluso, por ejemplo, la Primera Guerra Mundial, es que «ocurrió algo».
JULIAN BARNES, El sentido de un final
Las puertas se habían cerrado, el sol se había puesto y la única belleza que quedaba era la belleza gris del acero que resiste al tiempo. Incluso el dolor que podía haber sentido había quedado atrás, en el país de las ilusiones, de la juventud, de la plenitud de la vida, donde habían florecido sus sueños de invierno.
FRANCIS SCOTT FITZGERALD,
Sueños de invierno
Natividad Pulido, periodista. Enero de 2006. En el segundo casi exacto en que se apagaron las luces del teatro, y la oscuridad y el silencio quedaron perfectamente mezclados, se formó esa atmósfera tan característica, cuando la obra está a punto de empezar y tú te preguntas cómo. Es muy emocionante siempre. Me acomodé en la butaca una vez más. Yo nunca acabo de acomodarme, en realidad, es un defecto horrible, desesperante, siempre hay una arruga en la ropa que me incordia, o un picor que empieza en un brazo y acaba en un tobillo, o una postura incómoda, o una cabeza por delante que se mueve y dificulta mi visión, o cualquier otra cosa por el estilo. Es raro que me esté del todo quieta dos minutos seguidos. Más de dos minutos significa que estoy muerta, seguramente.
A mi lado, en cambio, estaba mi compañera Inés, que es una estatua humana, como un ladrillo en la pared. Creo que no tiene sistema nervioso. Me produce admiración esa forma en la que parece olvidar que el cuerpo es irascible y se pasa la vida levantando quejas. Puede estar una hora sin cambiar de postura, sin mover una pierna, sin sacudirse la melena, sin aclararse la voz, sin tocarse la cara, sin mirar la hora o al desconocido que tiene a su lado. Por si fuera poco, cuando tomábamos posesión de nuestras butacas, me entró ese mensaje. Hay cosas que no tienen una hora precisa o idónea para suceder. Te caen sin más encima, como una marquesina, y te aplastan. Apenas lo leí me vi obligada a apagar el teléfono porque la obra de teatro iba a empezar. En nada, se oscureció la sala, se puso de pie el silencio, digamos, y entonces, desde el fondo del escenario, se oyeron unos pies lánguidos arrastrándose y el movimiento de las ruedas de un portasueros. Enseguida apareció el personaje de Vivian Bearing, interpretada por Rosa María Sardà, con el cráneo rapado y una bata verde de hospital, atada por detrás.
En cuanto distinguí a la actriz en el escenario, y adiviné el drama que su personaje arrastraba sobre sus hombros, me olvidé de todo: mis pies fríos, el cansancio, la sequedad de ojos, las arrugas de la camisa en mi espalda y también el mensaje que acababa de recibir. «Noticia bomba. Llámame», decía escuetamente. Era un amigo comisario de arte que no diría a la ligera «Noticia bomba». Apagué el teléfono de mala gana, con el miedo en el cuerpo. ¿Quién se queda tranquilo y se pone a pensar en otra cosa, en la que sea, como si nada, sabiendo que en el aire hay una noticia bomba y que otro puede hacerse con ella en tu lugar? Pero Inés y yo llevábamos toda la semana, o más bien todo el mes, atrapadas en la emoción de asistir a la representación de Wit. Perderme esa obra me metía más miedo que perderme la noticia bomba.
Por suerte, en el instante en que distinguí en la oscuridad a Vivian Bearing, una doctora en literatura experta en los sonetos de John Donne, diagnosticada de cáncer de ovarios, por lo que se somete al tratamiento más agresivo que existe, y cuyas primeras palabras son «Buenas noches. Voy a contarles el final de esta obra. Dentro de dos horas estaré muerta», me olvidé de todo. Fueron ciento veinte minutos intensísimos. En algunos momentos me sentí tan metida en la obra que casi ni me acordaba de respirar. La opresión en la garganta me duró desde el principio hasta el final.
Al salir tardé todavía un cigarro y medio en recuperarme. Me quedé un rato contemplando la fachada del Maravillas. Wit era la primera función a la que asistía desde su reapertura hacía dos meses y medio. En febrero de 1999, el día anterior a que el ayuntamiento decidiese cerrarlo por deficiencias en la estructura, casualmente había asistido a la obra de Faemino y Cansado que estaba en cartel en ese momento. Había quedado bien, pensé, pero era otro Maravillas, más modesto. Después de todo, la remodelación había incluido la demolición del antiguo edificio y la construcción de uno nuevo.
La congoja es muy pegajosa, se va solo lentamente. Me temblaba la mano con la que sostenía el cigarro, aunque creí que también podía deberse al frío. Estaba helando. A mi lado y el de Inés, que miraba mi cigarro con aborrecimiento, deseándole la muerte, como mandan los cánones del exfumador, se detuvo una pareja japonesa con sendas mascarillas. Nos preguntaron algo ininteligible, y les indiqué que a la derecha. Miré durante unos segundos cómo se alejaban seguramente por el lugar equivocado, sin experimentar remordimientos. Al poco, también nosotras nos alejamos al fin del teatro. Camino de algún sitio para tomar algo, llamé al comisario de arte. No reparé en qué hora era. Quizá aún estaba dentro de la obra, vete a saber. No me respondió. Eran las once y cuarto de la noche. La curiosidad por saber de qué noticia bomba quería hablarme me devolvió al presente. Se me adhirió, como esas canciones que tarareas un día entero sin darte cuenta, el «Noticia bomba. Llámame» de mi amigo. Pensé que había sido una hermosa casualidad recibir su mensaje justo a la hora en que empezaba la representación de Wit. Cuentan que Margaret Edson recibió la noticia del Premio Pulitzer precisamente por esta obra mientras pasaba la escoba en el aula de la escuela primaria en la que daba clases. Las grandes noticias, y también las peores, llegan a menudo en mitad de instantes absolutamente normales.
Después de un par de cervezas, en las que no nos recreamos demasiado porque al día siguiente trabajábamos, me despedí de Inés y me fui a casa. Pasé una mala noche, resumiendo. Me dormía y me despertaba, me dormía y me despertaba, en un toma y daca parecido al tenis de mesa. En uno de esos desvelamientos oí a través de la pared cómo el vecino encendía su ordenador y sonaba la melodía con la que Windows 98 da la bienvenida al usuario. De la habitación de al lado, en cambio, me llegaban los ronquidos de mi hermano, que pasaba unos días conmigo.
Dado que él tenía por costumbre no madrugar, por la mañana salí de casa con todo sigilo. Caminé a oscuras, de puntillas, para no despertarlo. Fue contraproducente, porque me golpeé con una lámpara, y después se me cayeron las llaves al suelo, y cuando salí al fin del piso di el portazo del siglo, todo sin querer. Me dirigí al Bar Yelmo, desayuné y volví a llamar al comisario de arte. Tampoco entonces lo localicé. La noticia iba a dejar de ser bomba. Me contestó un par de horas después. «Estoy en el hospital, Nati», dijo en un tono un poco doliente. Lo había atropellado un Ford Focus, conducido por una señora de setenta y siete años, en un paso de peatones. El balance era la cadera, dos costillas y una pierna rotas. «Me arrolló un minuto después de escribirte el mensaje, por cierto», precisó.
Me sabía mal preguntar por la noticia bomba después de aquel parte médico, pero de todos modos lo hice. ¿Qué alternativa tenía? Es mi naturaleza, como la del escorpión. Además, el mal ya estaba hecho. «No tienes corazón», dijo, pero aun así me contó que los responsables del Reina Sofía andaban de cabeza porque habían perdido una escultura. Todo el mundo pierde cosas, se podría pensar. «Sí, claro, pero qué escultura. Pesa treinta y ocho toneladas. ¿Cómo se pierde una cosa así, y de Richard Serra? No me cabe la idea en la cabeza. La idea también debe de pesar treinta y ocho toneladas», bromeó.
Las alarmas habían saltado durante el proceso de catalogación en el que estaba inmerso el museo desde la llegada de la nueva directora, y tras inaugurar la ampliación del edificio encargada a Jean Nouvel. Nadie tenía ni la menor idea de dónde podía estar, ni cómo había desaparecido, ni en qué momento. Podía haberse perdido hacía unos meses, unos años o una década. Por no decir que también podía haber sido robada. «En cualquier caso va a ser un escándalo mundial, de tres pares de narices», y se echó a reír.
A veces no tienes buenas noticias, pensé al colgar, y debes alegrarte con las malas. Algo es algo. Me puse a trabajar enseguida. Al periódico le encantó el tema, ni que decir tiene. Siempre es un buen momento para publicar un escándalo en el Ministerio de Cultura. Recuperé la entrevista que le había hecho a Serra el año anterior antes de la inauguración de su exposición en el Guggenheim de Bilbao. Era un señor tan particular, con un discurso tan interesante, que la desaparición de su escultura me parecía algo misteriosamente sugerente, como si pudiese ser en alguna medida una alegría a la par que una noticia tristísima.
No encontré en nuestro archivo una sola fotografía decente de la escultura perdida. Simplemente, no la había. Y eso añadía, o casi añadía, más misterio, más atractivo al suceso. La obra llevaba tanto tiempo sin ser expuesta que todo lo que guardábamos en el periódico era una imagen sin apenas calidad de 1986. Entonces yo era solo una adolescente, y el museo un centro de arte recién nacido. Fuera de ese contratiempo, fue una semana emocionantísima. Era tan increíble que se hubiese perdido una escultura de treinta y ocho toneladas que la sola idea de contarlo hacía que se me acelerase el pulso, como si las exclusivas me produjesen taquicardias. En las páginas de Cultura, y más en la sección de arte, no hay muchas oportunidades de contar algo así.
Confirmé la desaparición de la escultura a través de tres fuentes, que me ayudaron también a completar la historia de aquella obra. Era alucinante: una obra de Richard Serra se había pasado la mayor parte de su vida abandonada en almacenes, hasta que al fin llegaba su desaparición total, el truco de magia definitivo, pero sin truco.
El día anterior a publicar la noticia me presenté en el museo a primera hora de la mañana, por si la directora deseaba hacer algún comentario. Se trataba de un contacto de cortesía, para que nadie pudiese reprocharme falta de ética periodística. Ese día, justamente, se reunía el Patronato. A su término, me dirigí a Ana Martínez de Aguilar. Parecía de buen humor. Pronunció un «Vamos al despacho» complaciente. Yo solo pensaba en el giro de ciento ochenta grados que iba a dar ese humor, y me volvían a dar taquicardias. Un giro de ciento ochenta grados tiene algo de escena de acción, de drama y de comedia. Fue tal cual me lo había imaginado. Vi cómo le cambiaba la cara en un segundo, justo cuando pronuncié el nombre de Richard Serra. Quizá eso fue lo mejor: la cara. «No podéis publicar esa noticia. Le causaréis un daño irreparable al museo», dijo, en una reacción un tanto cándida. Me puse enferma al oír eso. Me reí para dentro, y también un poco para fuera, donde mi respiración sonó como una especie de «buf», que a su vez sonaba a «menuda gilipollez me cuentas». ¿Nosotros le íbamos a hacer daño al museo? «¿Es que ha perdido ABC la escultura?», pregunté.
Richard Serra, escultor. Junio de 1976. Cuando solo tenía quince años trabajé en una fábrica de rodamientos; a los diecisiete, trabajé en una acería; a los dieciocho también, y además en un mercado; a los diecinueve y a los veinte, en una acería de nuevo; a los veintidós, en otra; y unos seis o siete años más tarde volví a las acerías, siempre en San Francisco. Para mí fueron como una especie de hogar desde muy joven. Vi cómo los obreros perforaban el acero, lo cortaban, lo laminaban, lo apilaban, lo levantaban con las grúas, lo ajustaban, lo extendían, lo remachaban, lo utilizaban.
Algunos días salía a recoger remaches mientras construían el edificio Crown Zellerbach en San Francisco. Trabajé en Bethlehem, y luego en Pacific Judson y en Murphy. También trabajé en Ryerson, en Kaiser... Fue una feliz coincidencia que hubiera tantas acerías cerca de mi casa. Me ayudaban a realizar las fantasías más maravillosas. Eran como panaderías que se dedicaban a la alquimia y que desprendían encanto, luz, fantasía, historia, peso, brillo y una especie de magia que formaba parte de una revolución industrial que seguramente no volveríamos a ver jamás.
Me impulsaba a trabajar allí el hecho de que pagaban mejor que en otros sitios, simplemente. Tenía que costearme mis estudios, y aquel era el modo más rápido de reunir un montón de dinero haciendo un trabajo que de hecho..., mmmm..., era bastante entretenido. Creo que lo más interesante de mi generación es que de jóvenes realizamos trabajos pesados porque Norteamérica era una potencia industrial. Carl Andre trabajó en el ferrocarril, y Philip Glass también trabajó en acerías. Casi todos los artistas de mi generación provenimos de una clase obrera industrial.
Recuerdo algo que sucedió siendo yo estudiante de inglés en Berkeley, antes de irme a la Universidad de California, en Santa Bárbara. Otro estudiante y yo estábamos presentando la solicitud para un puesto en Bethlehem. El primer día, cuando me preguntaron si quería estar en la sala de troquelado o en el equipo de remache de la fábrica, respondí que prefería lo segundo, mientras que mi compañero prefirió la sala de troquelado. Cuando salimos me preguntó: «¿Se puede saber por qué quieres hacer ese trabajo?» Y respondí: «Bueno, simplemente he pensado en empezar desde abajo.»
En aquellos tiempos no buscaba nada útil, ni era consciente de que tal vez un día podría aplicar esos conocimientos a mi faceta artística. Toda mi vida he visto cómo se alzaba y estructuraba el acero, de modo que siento cierto respeto y una deferencia por su potencial. Creo que cuando eliges un material estás enfatizando una sensibilidad y no otra. A algunas personas les gusta trabajar con arcilla, a otras les gusta trabajar con yeso, y aun a otras les gusta trabajar con bronce.
El material con el que trabajas se convierte en una extensión de quien eres. El hecho de elegir uno y no otro tiene también que ver con lo que sabes sobre él. Yo, a una edad muy temprana, a pesar de que nunca sentí que usaría el acero para hacer esculturas, porque era un material tradicional al que no quería acercarme, lo entendí. Y me di cuenta de que lo entendía de una manera que no había sido explotada desde el punto de vista artístico hasta entonces. Comprendí que podía hacer algo con aquello que otros escultores no habían hecho antes. No hay nada en el acero que me limite, es lo que siento cuando trabajo con él.
Teresa Pons, vigilante del Reina Sofía. Mayo de 1986. Era lunes, sonó el despertador. Lo apagué de un manotazo. A fuerza de manotazos puntuales ya casi tiene marcada la forma de mis huesudos dedos. En mi cabeza sonó una especie de ruego patético mientras me volvía hacia el otro lado de la cama con una extemporánea arrogancia: «Señor despertador, no me haga daño, por favor, cinco minutos más.» En la guerra perpetua contra las alarmas, siempre morimos los mismos. Qué justicia es esa. Creo que es la derrota más conocida del ser humano. La derrota diaria, no mortal. Pero no por ello dejas de dar la batalla, por si un día ganas tú. Soy obstinada, y estoy muy en desacuerdo con Aldous Huxley cuando dice que la obstinación es contraria a la naturaleza, contraria a la vida, y que las únicas personas perfectamente obstinadas son las muertas.
Pasados los cinco minutos, volvió a sonar y entonces me levanté y mi vida saltó a otro capítulo.
Era día de inauguración. La fecha cero de un centro de arte es también, para los trabajadores, una especie de fecha cero en sus vidas, acostumbradas ya a las mudanzas, las huidas, las llegadas y, en general, los cambios abruptos o inesperados. Donde había estado el viejo Hospital General de Madrid ahora habría un espacio de arte contemporáneo, así que equivalía a su vez a otra mudanza, incluso a una huida. De momento se abrían solo el sótano y la planta principal, y el resto se iría poniendo en funcionamiento en sucesivas etapas durante los siguientes años.
Todos estábamos de los nervios, aunque yo me incluyo en ese plural por educación, pues soy flemática, muy fría, casi nada me altera, lo que resulta perfecto en el desempeño de mi trabajo, ya que una vigilante de sala no debe descomponerse fácilmente, está ahí sentada o dando paseos, horas y horas, entre obras de arte, leyendo en los momentos de tranquilidad, mirando mirar a los demás, cuando se acaba la tranquilidad, pues de pronto pueden descalzarse, o acercarse a una pintura para tocarla, incluso olerla, o simplemente negarse a abandonar el museo a la hora del cierre, y tienes que reaccionar con firmeza y a la vez con mesura.
Pese a ser un día especial hice lo de siempre, después de apagar el despertador. No desayuné, por ejemplo. Y a la hora de siempre tomé el metro en Tetuán y me sumergí en la lectura de El gran momento de Mary Tribune. Llevaba doscientas páginas y me sentía secuestrada por la novela. No leía con tanto entusiasmo desde la carrera. Esa media hora en el metro, con el libro de García Hortelano en las manos, con mi walkman, contenía los mejores minutos del día. Y eso que amo mi trabajo.
Llegué un poco antes de la hora, como a mí me gusta. En eso me muestro inflexible. Soy una dictadora del reloj. Soy la Hitler de la hora exacta. Nadie puede decir que me ha visto llegar tarde a un sitio; es de mamarrachos. Yo necesito aparecer antes de tiempo, sentir que me sobra el día, la vida, mirar el reloj tres o cuatro veces mientras espero. No imagino un mundo sin relojes; demasiado poético. Necesito algo que me recuerde que tengo cosas que hacer, planes, expectativas. Fuera de esta forma de actuar no soy yo misma. Para ser franca, estoy con Emil Cioran, partidario de introducir la pena de muerte para la gente impuntual. Yo recurriría a la inyección letal (tiopental sódico, bromuro de pancuronio y cloruro de potasio). «Por llegar a la hora, yo sería capaz de cometer un crimen», decía Cioran. Yo casi.
Había una electricidad incandescente en el ambiente, carreras de aquí para allá, muchísimos nervios, todos ajenos. Algunos jefes estaban a punto todo el tiempo de perder un zapato, o la cabeza. El secretario de Cultura encontró un destornillador en el suelo, junto a un enchufe, que se habían olvidado los electricistas, y casi se desmaya, como si hubiese visto una pitón. Aunque peor fue lo del sábado, a menos de cuarenta y ocho horas de la apertura, cuando el ministro Solana presentó a los periodistas el centro de arte y los operarios todavía ultimaban detalles: ponían cemento en los suelos, pintaban esquinas, remataban la instalación eléctrica, o eliminaban unas pintadas de protesta en una fachada porque corrió el rumor de que habían exterminado los gatos que durante los últimos años habitaron el viejo hospital. Alguien se quejó también de que en el recorrido por las exposiciones había que esquivar material de obras y taparse los oídos por el ruido de las máquinas. Así que sí, el lunes tenía que haber nervios si aparecía un destornillador olvidado en el suelo.
El acto iba a estar presidido por la reina Sofía, y a los vigilantes de sala nos encomendaron que estuviésemos de vez en cuando pendientes de ella. Quizá necesite un pañuelo de repente porque estornuda, o tenga ganas de beber un vaso de agua templada, pensé. No le quité el ojo de encima, y al hacerlo admiré infinidad de detalles, como una cremallera a medio abrir, un diente con carmín o un peinado al que cada pelo contribuía con una sobriedad inquebrantable. Me imaginé perfectamente la angustia que debían de sentir esos cabellos por la mañana, cuando a la hora de costumbre se avisaban unos a otros: «Cuidado, por ahí viene la laca.»
Si observas a alguien continuamente, y sin que se dé cuenta, y ves lo que hace con las manos, cómo se peina o cómo se le ajusta la ropa, qué forma tienen sus tobillos, la manera de mirar a su vez a los demás, es difícil permanecer indiferente. También es inevitable sentirse ridícula, porque resulta evidente que nadie, ni la persona más digna y recta, o la más poderosa, soporta semejante examen. Pero yo estaba acostumbrada a mirar el mundo así, escrutándolo, como si lo observase a través de un microscopio, en un descenso al detalle casi enfermizo. Ya lo había hecho durante dos años en el Museo Naval, después tres en el Prado, y ahora en el Reina Sofía.
Acudió muchísima gente. Alguien habló de más de mil invitados, y todos tuvimos más dificultades de las previstas para abrirnos paso o simplemente contemplar lo que había a nuestro alrededor. Ni la reina se libró de las aglomeraciones, acompañada todo el tiempo por Carmen Romero, Solana, e intermitentemente por Carmen Giménez, la mujer con más carácter que he conocido, pese a lo cual me caía simpatiquísima. Hablaba entretenidamente con Antoni Tàpies, Antonio Saura, Richard Serra, y con gente que yo no tenía la menor idea de quién podía ser.
De los artistas que formaban parte de la exposición principal, Referencias e identidades, solo faltaba Baselitz, de quien decían que la tarde anterior había hecho la maleta inesperadamente y se había marchado al aeropuerto de malas pulgas. Serra, tras intercambiar un breve diálogo con la reina, se situó ante su escultura y desgranó su génesis con una voz potente. Dijo que estaba muy orgulloso de participar en aquella exposición, con la que emergía el arte en España «después de los horrores de Franco». Se acordó del exalcalde de la ciudad, al que se refirió como «mi viejo amigo Tierno Galván», y del proyecto de Callao. Hubo aplausos, que él aceptó con recato, muy firme, sin curvas en la postura de su cuerpo, y a mí me recordó a aquello que dice Iván Turguénev en Padres e hijos sobre uno de sus personajes, uno que «conservaba esa esbeltez juvenil y esa tendencia a elevarse de la tierra que en la mayoría de los casos desaparece después de los veinte años».
Me pareció que, después de todo, la inauguración salió bien. Salió bien milagrosamente, quiero decir, porque en los días previos se consumaron todo tipo de problemas. Cuando el edificio se quedó vacío, varios compañeros nos fuimos a tomar algo juntos. «Quizá sea cierto que antes de que las cosas vayan bien deben haber ido mal», comentó alguien, y nos pusimos a recordar cómo la semana anterior el mármol de las salas Picasso no aguantó el peso de la escultura de Serra y las catorce obras de Chillida y hubo que sustituirlo. Se resquebrajaron unas veinte baldosas, más o menos. «Chillida era digno de ver, paseando como un fantasma por el corredor que rodea el patio principal, y por la zona de las bóvedas de ladrillo de los sótanos», contó un compañero entre risas. «No hablaba, solo se metía la mano en el bolsillo, como si quisiese contar cuánto dinero llevaba en monedas sin mirar. A veces pasaba a tu lado y oías el tintineo. Ahora que lo pienso, también Serra se metía cada dos por tres las manos en los bolsillos. Será un tic de escultor.» Y, mientras, los técnicos restaban importancia a las baldosas rotas. «Es lógico porque el mármol no puede soportar una carga tan fuerte. Lo anormal es meter toneladas y toneladas de esculturas en una sala que está concebida para exhibir pintura», dijo el arquitecto de la reforma.
Chillida andaba arriba y abajo, iba de una de sus esculturas a otra, y después a otra y a otra, como los personajes de Guerra y paz que no paran de subirse a caballos para recorrer distancias enormes. No sé qué le pasaría por la cabeza en aquellos momentos, quizá nada, y su actividad interior se redujese a los bolsillos de sus pantalones, como dijo mi compañero. «A mí me daría por pensar que se han gastado mil quinientos millones de pesetas en la reforma y resulta que el suelo se rompe cada dos por tres», dijo otra compañera. Algunas de sus esculturas superaban las nueve toneladas. Y la de Richard Serra nada menos que treinta y ocho. Por si fuera poco, los dos se habían empeñado en que sus obras no se expusiesen sobre soportes de madera, que habrían permitido que el peso se repartiera.
En el metro, de camino a casa, al retomar la lectura de García Hortelano me encontré con un personaje que también se metía las manos en los bolsillos, como Chillida y Serra. Pensé que las personas con las manos metidas en los bolsillos tenían estilo. Como si creyesen que el mundo puede dirigirse con la mirada, sin tocar nada.
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