01/01/2025
Empieza a leer 'Orbital' de Samantha Harvey

 

 

ÓRBITA MENOS 1

Girando en torno a la Tierra en su nave espacial se sienten tan unidos, y tan solos, que incluso sus pensamientos, sus mitologías íntimas, confluyen a veces. Tienen de vez en cuando los mismos sueños. Sueñan con fractales y esferas azules, y con rostros conocidos abismados en la oscuridad, y con el negro brillante y energético del espacio que azota sus sentidos. El espacio en crudo es una pantera, indómita y primaria; en sus sueños se les aparece merodeando por sus aposentos.
Están suspendidos en sus sacos de dormir. A un palmo de distancia, al otro lado de la piel de metal, se extiende el universo en sencillas eternidades. Su sueño comienza a diluirse y alborea una luz matinal lejana y terrestre, y sus portátiles se encienden con los primeros mensajes silenciosos del día; la estación, siempre alerta, siempre en vela, vibra con el ronroneo de ventiladores y filtros. En la cocina quedan los restos de la cena de la noche anterior: tenedores sucios sujetos con imanes a la mesa y palillos chinos metidos en una funda que hay en la pared. Cuatro globos azules se mecen en la corriente de aire, una guirnalda de papel de plata dice «Cumpleaños feliz», nadie cumplía años, pero estaban de celebración y no tenían otra cosa. Hay restos de chocolate en unas tijeras y una pequeña luna de fieltro sujeta a una cuerda, atada a las asas de la mesa plegable.
Fuera, la Tierra rueda en un compacto resplandor lunar mientras navegan con rumbo cierto hacia su filo infinito. Los penachos de nubes sobre el Pacífico proyectan un resplandor cobalto sobre el océano nocturno. Ahora divisan Santiago, arrimada al perfil de la costa sudamericana, bajo un fulgor de oro empañado por las nubes. Invisibles tras los postigos cerrados, los vientos alisios que soplan sobre las aguas cálidas del Pacífico occidental han fraguado una tormenta, una bomba de calor. Los vientos absorben el calor del océano, formando nubes que se espesan y cuajan, y empiezan a rotar en columnas verticales hasta formar un tifón. Mientras el tifón se desplaza hacia el oeste, en dirección al sur de Asia, su nave viaja hacia el este, siempre rumbo al este, descendiendo hacia la Patagonia, donde el temblor de una aurora distante forma una cúpula fluorescente sobre el horizonte. La Vía Láctea es un reguero humeante de pólvora esparcido sobre un cielo de raso.
A bordo de la nave, es una mañana de martes, las cuatro y cuarto, principios de octubre. Fuera, están Argentina, el Atlántico Sur, Ciudad del Cabo, Zimbabue. Sobre la amura derecha, el planeta susurra el amanecer, una tenue fisura de luz fundida. Se deslizan por los husos horarios en silencio.

A todos los lanzaron en algún momento al cielo, sobre una bomba de keroseno, y atravesaron la atmósfera a bordo de una cápsula ardiente con el equivalente a dos osos negros americanos de peso encima. Tuvieron que tensar la caja torácica para hacer frente a la fuerza hasta que sintieron que los osos se retiraban, uno tras otro, y el cielo se convirtió en espacio, y la gravedad menguó, y el pelo se les erizó.
Son seis en una gran H metálica suspendida sobre la Tierra. Van girando, cabeza frente a pies, cuatro astronautas (americano, japonesa, británica, italiano) y dos cosmonautas (ruso, ruso); dos mujeres, cuatro hombres, una estación espacial compuesta de diecisiete módulos interconectados, a veintiocho mil kilómetros por hora. Son los seis más recientes tras múltiples tripulaciones, nada fuera de lo común en esta misión, astronautas rutinarios en el patio trasero de la Tierra. El fabuloso e improbable patio trasero de la Tierra. Girando cabeza frente a pies en la lenta singladura de su precipitarse, cabeza frente a cadera, cadera frente a mano, mano frente a tobillo, girando sin cesar con los días. Los días vuelan. Cada uno estará nueve meses más o menos, nueve meses de esta deriva ingrávida, nueve meses con la cabeza abotargada, nueve meses de esta vida en una lata de sardinas, nueve meses de este mirar embobados la Tierra, antes de volver al planeta que los espera, paciente, abajo.
Una civilización extraterrestre podría echar un vistazo y preguntarse: ¿Qué están haciendo estos? ¿Por qué no paran de dar vueltas sin ir a ningún lado? La Tierra es la respuesta a todas las preguntas. La Tierra es el rostro de un amante exultante; la ven dormir y velar y ensimismarse en sus hábitos. La Tierra es la madre que espera el regreso de sus hijos, cargados de historias, de euforia y de añoranza. Sus huesos, un poco menos densos; sus miembros, un poco más flacos. Ojos que rebosan de imágenes que son difíciles de explicar.

 

ÓRBITA 1, ASCENSO

Roman se despierta temprano. Se despoja del saco de dormir y nada en la oscuridad hasta la ventana del laboratorio. ¿Dónde estamos? ¿Dónde estamos? ¿En qué punto de la Tierra? Es de noche y hay tierra a la vista. En el horizonte asoma la nebulosa de una megalópolis en medio de una nada rojo herrumbre; no, son dos ciudades, Johannesburgo y Pretoria, enlazadas como una estrella binaria. Al otro lado del arco de la atmósfera, el Sol, que en un minuto se separará del horizonte e inundará la Tierra, y el alba llegará y pasará, en cuestión de segundos, antes de que la luz diurna lo domine todo en un mismo instante. África central y oriental, de pronto iluminadas, calientes.
Hoy se cumple su cuadrigentésimo trigésimo cuarto día en el espacio, un monto alcanzado en tres misiones distintas. Lleva la cuenta exacta. De esta misión es el día ochenta y ocho. En una misión de nueve meses, la suma de horas de ejercicio matinal asciende a unas quinientas cuarenta. Quinientas reuniones matinales y vespertinas con los equipos estadounidense, europeo y ruso en tierra. Cuatro mil trescientos veinte amaneceres, cuatro mil trescientos veinte crepúsculos. Casi ciento setenta y cuatro millones de kilómetros recorridos. Treinta y seis jueves, y este, por cierto, es uno de ellos. Quinientas cuarenta veces en las que debes engullir la pasta de dientes. Treinta y seis cambios de camiseta, ciento treinta y cinco mudas de ropa interior (una muda limpia diaria sería un derroche de espacio que no pueden permitirse), cincuenta y cuatro pares de calcetines limpios. Auroras, huracanes, tormentas; su número, desconocido; su realidad, incuestionable. Nueve ciclos completos, por supuesto, de la Luna, su compañera plateada que transita plácidamente por sus fases mientras los días se van al traste. Pero, aun así, la Luna, vista varias veces al día, a veces con una extraña distorsión.
Al cómputo, que apunta en un papel en su cabina, Roman añadirá la octogésimo octava línea. No con la esperanza de que el tiempo pase, sino para intentar sujetarlo a algo que pueda contabilizarse. De lo contrario... de lo contrario el centro va a la deriva. El espacio desgarra el tiempo, lo hace trizas. Se lo dijeron durante la formación: Llevad la cuenta cada día, al despertaros, decíos esta es la mañana de un nuevo día. Sed claros con vosotros mismos sobre este punto. Esta es la mañana de un nuevo día.
Y así es, solo que en este nuevo día darán la vuelta dieciséis veces a la Tierra. Verán dieciséis amaneceres y dieciséis puestas de sol. Roman se agarra al pasamanos junto a la ventana para equilibrarse; las estrellas del hemisferio sur se desvanecen. Estás atado al Tiempo Universal Coordinado, les dicen los equipos en tierra. Sé claro contigo mismo sobre este punto, sé siempre claro. Mira a menudo qué hora es en tu reloj para anclar tu mente, recuerda decirte al despertarte: esta es la mañana de un nuevo día.
Y así es. Pero es un día de cinco continentes, y un día de otoño y de primavera, de glaciares y desiertos, de selvas y zonas de guerra. En sus rotaciones en torno a la Tierra en acumulaciones de luz y de oscuridad, en la desconcertante aritmética de propulsión, inclinación, velocidad y sensores, el latigazo del amanecer llega cada noventa minutos. Les gustan estos días en los que el fugaz despuntar del día en el exterior de la nave coincide con el suyo.
En este último minuto de oscuridad, la Luna, casi llena, está baja, pegada al resplandor de la atmósfera. Es como si la noche no tuviera la menor idea de que el día está a punto de arrasarla. Roman revive la sensación de hallarse unos meses antes en casa y mirar por la ventana del dormitorio, apartar un ramo de flores secas –y, para él, de nombre desconocido– de su mujer, empujar el batiente de la ventana, empañado y rígido, asomarse al aire de Moscú, y verla, la misma Luna; es como un recuerdo de unas vacaciones en un destino exótico. Pero solo dura un instante, hasta que, de pronto, la visión de esta Luna desde la estación espacial –que yace achatada y baja más allá de la atmósfera, no por encima de ellos, sino a un lado, como un igual– lo domina todo y la fugaz comprensión que ha adquirido de su dormitorio, de su hogar, desaparece.

 

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 Traducción de Albert Fuentes

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Orbital

 

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