23/05/2022
Empieza a leer 'Palabra de Pritzker' de Llàtzer Moix
PRÓLOGO
En sus cuarenta años largos de historia, el Premio Pritzker ha ido distinguiendo a los grandes arquitectos vivos, hasta convertir su palmarés en un canon oficioso de la arquitectura contemporánea. En él hay algunas ausencias llamativas, que cabe atribuir a su ambición global y a su intención, patente en las últimas ediciones, de atender distintas sensibilidades profesionales y culturales. También hay unos nombres que generan mayor unanimidad que otros. E incluso alguna elección que ha causado sorpresa. Pero la inmensa mayoría de los laureados son arquitectos de talento probado, autores de buena parte de las obras más relevantes de los últimos cuatro decenios.
Sobre esta base, el Pritzker se ha convertido en una especie de kingmaker del gremio arquitectónico. Tom Pritzker, director ejecutivo de The Pritzker Organization y mentor actual del galardón, rechaza educadamente este atributo: «No queremos ser un kingmaker, nos contentamos con elevar la conciencia sobre la importancia de la arquitectura en la sociedad.» Sin embargo, es un hecho incontestable que, para un arquitecto, ganar este premio equivale a recibir el codiciado carnet de miembro del olimpo profesional. Y, de modo casi automático, a agrandar la fama y, muchas veces, a ampliar la cartera de clientes. Porque hay miles de premios arquitectónicos en el mundo, la mayoría restringidos a marcos locales o nacionales. Pero son escasos los de alcance planetario. Y, entre estos, ninguno ha alcanzado el prestigio y el eco del Pritzker.
Este galardón nació a partir de una idea de Robert Carleton Smith, alumbrada a inicios de la segunda mitad de los años 70 del siglo pasado, y también de un hecho sucedido en la década anterior en uno de los sectores de negocio de la familia que lo iba a patrocinar. Smith (1908-1984) fue profesor universitario, historiador de la música, crítico de la revista Esquire, director de la National Arts Foundation y persona proclive a la creación de premios, una tendencia que le llevó a idear la International Awards Foundation. Los recursos económicos de Smith eran limitados. Pero disponía de una mente en continua ebullición, un singular encanto personal y excelentes relaciones sociales. Su agenda incluía desde escritores, intelectuales y directores de museo hasta políticos, financieros y patricios. Bill Lacy, director ejecutivo del Premio Pritzker desde su primera edición en 1979 hasta 2005, definió a Smith como «un emprendedor indescriptible, una mezcla de miembro de la realeza y del [empresario circense] P. T. Barnum». Fue, pues, de Smith la iniciativa de crear un premio que distinguiera a los mejores en el campo de la arquitectura, y de buscar y convencer a quien dispusiera de fondos suficientes para sufragarlo.
Esa fue la idea a la que se aludía al inicio del párrafo anterior. Y el hecho sucedido diez años antes tuvo por escenario un edificio de Atlanta y resultó crucial para renovar el interés por la arquitectura de la familia Pritzker, una de las más ricas de Estados Unidos, establecida en Chicago precisamente en la época en que allí nacieron los rascacielos.
En 1965, el arquitecto John C. Portman estaba construyendo en Atlanta un hotel con un impresionante atrio de veintiséis plantas de altura. Esta era entonces una propuesta espacial infrecuente, pero que la cadena Hyatt reiteraría más tarde en otros hoteles, acreditando cierta intención arquitectónica. La empresa promotora de aquel edificio de Atlanta agotó su capacidad inversora mediada la construcción. En 1967, los Pritzker decidieron quedarse con la obra, por menos de veinte millones de dólares y asumiendo las deudas acumuladas. Allí inaugurarían el Hyatt Regency Atlanta.
Una vez abierto este hotel, sus gestores repararon en que los clientes solían detenerse maravillados en uno de los rincones del atrio, mirar hacia arriba y exclamar, uno tras otro, «Jesus Christ!». Sin salir de la esfera católica, podríamos traducir esta exclamación al español como «¡Madre de Dios!». De manera que aquella parte del hotel fue denominada por sus propietarios «Jesus Christ! Corner» («Rincón ¡Madre de Dios!»). Y abonó en ellos la convicción de que una arquitectura que impactara de tal modo en los clientes constituía un atractivo más, y no menor, de su oferta hotelera.
El Premio Pritzker pudo haberse llamado Premio Getty. De hecho, el magnate John Paul Getty fue el primer mecenas al que Smith expuso su plan para organizar un galardón que honrara a los mejores arquitectos vivos. Según dejó escrito J. Carter Brown, director de la National Gallery of Art de Washington y primer presidente del jurado del Pritzker (cargo que ocupó desde 1979 hasta 2002, año de su fallecimiento), Getty no sintonizó con la propuesta. Acaso porque, previamente, Smith ya le había animado a crear el J. P. Getty Wildlife Conservation Prize (rebautizado a partir de 2006 como J. Paul Getty Award for Conservation Leadership, y en la actualidad administrado por la World Wildlife Fund). El tenaz Smith llamó después a la puerta de Jay A. Pritzker, y la respuesta que obtuvo esta vez fue positiva.
Jay A. Pritzker era la cabeza visible de un imperio económico familiar cuyo buque insignia era la cadena hotelera Hyatt, pero que agrupaba muy diversos intereses industriales, inmobiliarios y financieros. Un imperio fundado a caballo entre los siglos XIX y XX por judíos de Ucrania emigrados desde Kiev a Estados Unidos y establecidos en Chicago, donde trabajaron como abogados, inversores y hoteleros. Y posteriormente consolidado por Jay A. Pritzker, en particular tras la creación de la cadena hotelera Hyatt en 1957, que conocería una rápida y exitosa expansión hasta reunir, hacia 2018, cerca de ochocientas propiedades en más de medio centenar de países. Pese a ser dividida en 1999 entre once miembros de la familia, la fortuna conjunta de todos ellos se ha situado alrededor de los treinta mil millones de dólares.
El abogado Allen Turner –«soy la memoria viva del premio, he estado presente en sus cuarenta ediciones», me suelta nada más ser presentados– asistió a aquella reunión inicial entre Pritzker y Smith, en el otoño de 1976. Así es como la recuerda: «Estaba en mi despacho en Pritzker and Pritzker [la firma de abogados de la familia] cuando sonó el teléfono, lo descolgué y escuché la voz de Jay diciéndome: “Acércate un momento. Estoy con un tipo interesante que trae una propuesta interesante. Me gustaría conocer tu opinión.”»
«Robert Carleton Smith –prosigue Turner, durante decenios letrado de confianza de los Pritzker– me repitió lo que acababa de proponerle a Jay: la creación de un premio de arquitectura, “disciplina que no cubre el Premio Nobel, y posiblemente sea la segunda profesión más vieja del mundo”. Y sugirió que la Hyatt Foundation [propiedad de los Pritzker] era el patrocinador idóneo para esta iniciativa, dado el interés arquitectónico de sus edificios. De hecho, nos alabó específicamente los hoteles con atrio de gran altura», como el de Atlanta.
Siguieron dos horas de charla sobre los criterios y mecanismos que deberían articular el premio, destacando entre ellos la formación de un jurado que se haría cargo de la selección del ganador, y sobre el que los patrocinadores no tendrían ninguna posibilidad de influir.
Smith garantizó a Pritzker que podía enrolar en tal jurado a gestores y autores culturales de la talla del ya citado Carter Brown o del historiador del arte británico Kenneth Clark. Esta garantía resultó ser golosa. «Si logras convencerles, apoyaré el premio», se comprometió Jay A. Pritzker. «Mes y medio después –concluye Turner– J. Carter Brown, Kenneth Clark, Irwin Miller (presidente de la Cummins Engine Company y mecenas arquitectónico) y Tom Watson (expresidente de IBM y filántropo) habían aceptado participar en la iniciativa. Otros miembros del jurado no tardaron en incorporarse. Redacté un texto con las bases del premio, las mismas que siguen hoy vigentes. Luego el jurado se reunió, eligió a Philip Johnson como primer ganador [en 1979], y la ceremonia de entrega del premio –entonces una escultura de Henry Moore y un cheque de cien mil dólares– se celebró en Dumbarton Oaks [Georgetown, Washington]. El resto es historia.»
Jay y su esposa Cindy fueron los fundadores y mecenas del Premio Pritzker hasta que, a la muerte del primero en 1999, tomaron las riendas Tom, su hijo mayor, y la esposa de este, Margo. ¿Qué impulsa a esta familia de Chicago –la séptima más acaudalada de Estados Unidos en años recientes, según la revista Forbes– a seguir auspiciando el gran premio arquitectónico mundial, que en 2022 se concedió por cuadragésimo cuarto año consecutivo?
En primer lugar, la propia tradición familiar. Las principales dinastías económicas de Estados Unidos suelen operar en la esfera de los negocios y, al tiempo, de manera más o menos directa, en la de la política. Los Pritzker acostumbran a apoyar al Partido Demócrata, desde fuera y desde dentro de la Administración. Penny Pritzker, prima de Tom, fue secretaria de Comercio durante la presidencia de Barack Obama. Y también actúan en la esfera del mecenazgo. En el caso de los Pritzker, este último apartado, de larga y fructífera historia, se ha concretado en innumerables iniciativas educativas, museísticas, sanitarias o medioambientales.
En segundo lugar, hay que mencionar la convicción particular de los líderes de tales dinastías, que en el caso de Tom Pritzker es profunda. Y que le ha llevado a involucrarse en numerosos patronatos y patrocinios, a convertirse en viajero frecuente, en gran conocedor de la India, en avezado coleccionista de arte tibetano y en impulsor y patrocinador de expediciones arqueológicas a las que Indiana Jones no haría ascos.
«Creo que el arte apela al alma de los seres humanos», dice Tom Pritzker, cuando me recibe en una dependencia cerrada al público del Hotel Hyatt Regency de Toronto, en mayo de 2018, y le pregunto por el motivo de su apoyo a las artes. Amabilísimo, de maneras y voz suaves, rostro aniñado y mirada similar a la de un operado de miopía, Tom Pritzker agrega: «Como seres humanos necesitamos distintos tipos de alimentos, ya sean económicos, intelectuales o de liderazgo. Y también otros que nutren nuestras almas, nuestro entendimiento de quiénes somos como individuos y como comunidades. Estos últimos contribuyen a nuestro progreso personal. Porque el arte nos ayuda también a entender otras culturas, su historia y los valores particulares que tienen [...]. El mundo cada día se hace más pequeño, al menos en lo que respecta a viajar y a la economía, y quizá por ello defendemos tanto nuestra propia cultura. Pero Margo y yo hemos podido viajar y coleccionar obras de arte de otras culturas. Y eso nos ha hecho mejores.»
Es verdad que el mundo cada día se hace más pequeño. E incluso que el poder político y económico se va concentrando en menos manos. Pero, aun así, quizá alguien se pregunte: ¿tiene sentido que una de las familias con más recursos de Estados Unidos decida, mediante el premio que promueve, quiénes son los más destacados arquitectos actuales? ¿En qué medida suscribirán los más jóvenes, los más críticos o los más revoltosos el criterio de unos premios con el marchamo del establishment, a cuyas ceremonias de etiqueta en escenarios suntuosos y con legiones de camareros sirviendo ostras y champagne son invitados –y han acudido– el presidente de Estados Unidos o el emperador de Japón, entre otros? ¿No estaremos, salvando todas las distancias, ante una reedición de la vieja entente entre el príncipe y el arquitecto?
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