25/02/2020
Empieza a leer 'pequeñas mujeres rojas' de Marta Sanz
Para mis amigas Sara Mesa y Edurne Portela, por las que me siento acompañada y a quienes siempre quiero tener cerca
CON NUESTROS TIRACHINAS (LEA DESPACIO)
Nosotros éramos oriundos y también éramos de otra parte. Somos los niños perdidos y las mujeres muertas. Dios no existe –damos fe de ello– y nosotros aquí andamos siempre sonrientes.
Sabemos un montón de cosas. Sabemos que los recuerdos de Paula no pertenecen a este lugar. ¿Por qué llega entonces a este pueblucho para ocuparse de las tareas sucias, desenterrar los huesos muertos –hablamos metafóricamente–, reavivar los odios de una fogata en la que nos quemamos para regenerarnos de noche y al siguiente día volver a arder?, ¿por qué viene Paula a profundizar, desde un átomo, en la fosa, ensanchándola para después desinfectarla con cal viva como una jardinera que solo cultiva crisantemos o una limpiadora por horas?, ¿por qué quiere ponerles nombre a los despojos?, ¿quiere Paula purgar sus incógnitas culpas como los que cebaban al cerdo de San Antón y después lo embuchaban sin lavarse las manos?, ¿está aburrida?, ¿cuál es el país de Paula?, ¿y su pecado?, ¿qué filiación la lleva a estropearse las uñas contra el terrizo y a llenarse de arenilla los bronquios mientras intenta limpiar la quijada de un hombre, probablemente bueno, que habitó durante un instante esta tierra y después se la comió para siempre? Siento el cosquilleo de sus pincelitos en mi mandíbula. ¿Quién se come a quién?, ¿la tierra al hombre, a las mujeres, o el hombre –las mujeres– a la tierra? Para esta última pregunta, no tenemos contestación y esta ignorancia resulta tan irónica...
Existen las patatas, los colinabos y otros tubérculos que nacen, se desarrollan y a veces mueren entre lombrices y abonos químicos. Entre los molares del vegano y la vegana. Intentamos usar un género inclusivo, ser cosméticamente plurales, animalistas, proteger a los más débiles porque nosotros también cogimos el palito más corto... Dudamos de poderlo conseguir. No tenemos tanta fuerza y quizá sea mejor que, desde ya, bajemos los brazos en un gesto de renuncia. Hemos llegado hasta aquí incluso por algo que va más allá de los juegos y las jaulas de los nombres. Los epicenos y los hermafroditas.
Así que ¿resucitará Paula a los muertos y verá cómo se levantan cogidos de la mano para devorar pan ácimo, y buscar su casa y a esos descendientes que tienen sus mismos ojos, iguales marcas, rosetones, cáscaras de nuez sobre la areola, los mismos gramos de carne colgante en el lóbulo de la oreja, idéntico filo aguileño en el caballete de la nariz? Nosotros somos los niños perdidos y las mujeres muertas: puede que Paula nos ayude a crecer. Crecer es saber cómo te llamas porque lo dice la losa que te han echado encima. Nosotros velaremos a Paula para que no se parta por la mitad, como bebé salomónico, cuando los muertos tiren de uno de sus brazos y los vivos tiren del otro. O distintos tipos de muertos y de vivos quieran desollarla. Porque Paula va a meter su patita de coja donde no debería. Nosotros velaremos, para que no la destrocen. Tiraremos de ella hacia arriba y desde allí la veremos o le hablaremos en los duermevelas con palabras que de día pueda recordar justo después de haberse tomado el café y los mantecados. La observaremos desde arriba o entre los surcos de la tierra, junto a las hormigas rojas y los gusanos que sirven para cebar los anzuelos con que pescar en el río. La protegeremos como ángeles guardianes, con nuestros tirachinas, porque Paula es dama generosa que viene a llenarse los ojos de molido excremento de conejo, de ausentes y putrefacciones de los que no guarda recuerdo alguno. Filantropía, aburrimiento, trabajos manuales, ganas de adelgazar, amor omnímodo...
Los recuerdos de Paula son de una casa que costaba mucho calentar en invierno, los cuernos de la televisión con dos canales y sus mandos para encender y apagar, el on y el off, el volumen, el contraste y otra rosca, peligrosísima, que si se giraba sin tino llenaba la pantalla de imágenes que se escapaban deprisa, como vertiginosas páginas que no se puede leer, hasta que se perdían y deformaban El conde de Montecristo, los concursos, la Familia Telerín. Una casa con fresquera por la que se filtraba el olor de pucheros hirviendo, viandas de mercados citadinos, nada muy fresco ni recién sacrificado –más sabrosos son el tasajo y la carne amojamada–. Una casa con catalítica, bolsa de agua caliente, batita infantil de boatiné y zapatillas de cuadros para no poner nunca la planta de los pies en el suelo al levantarse. Allí Paula jugaba con los vecinos a las series de televisión y apretaba demasiado el lápiz contra la hoja de las caligrafías Rubio. Después, no se borra con la goma el surco del trazo ni la suciedad. Una casa en una ciudad donde los niños – al menos los que ella conocía– no tenían que trabajar, ni sabían hacer sumas y restas de cabeza ni cuál era el mejor momento para salir a cazar ranas, apalear perros de ojos pedigüeños o, si el padre no está vigilando, descabezar gallinas para verlas correr como unas locas, pechuga y alas, de un lado a otro...
También es cierto que, contemplado desde otro punto de vista, la nariz de Paula –recortada, chatilla, perdiguera– no había gozado de la eclosión primaveral o de los pinos que huelen tan bien cuando se calientan al sol. Pero conocía los aromas de los ambientadores de los cines y de las lociones alcohólicas para matar los piojos y de las gomas de nata. El aroma de la fermentación en la bodega del barrio donde entraba a rellenar con vino una botella de gaseosa para calentar el estómago de su abuelo. Después, el abuelo le contaba a la nieta la historia del tiro que recibió justito en la cabeza del fémur: la bala por la que se licenció pronto y se transformó en hombre metálico como el muñeco de lata de El mago de Oz. También le relataba a la niña la historia de la hermana a la que purgaron con ricino. Y la de los niños que se subían a los trenes. Y la de los hombres metidos en armarios o en sobraos. La de estanqueros delatores y cunetas llenas de cadáveres. Paula habría preferido que en su casa se guardasen más secretillos y momentos culminantes de la historia, pero allí eran todo confesiones, cuentas claras, chocolate espeso. Un lugar en el que forjar la conciencia también con los seriales radiofónicos. No me cantes otra vez la misma canción. El pepino vuelve a la boca desde el fondo del gazpacho. Pues vaya aburrimiento. Una monotonía semejante a la de ir recitando las tablas de multiplicar. Después, la abuela le colocaba las manitas y, juntas, rezaban: «Ángel de la guarda, dulce compañía, no me dejes sola ni de noche ni de día...» Esos misterios eran más del gusto de Paula que la precisión de un balazo.
Luego los pájaros le volaron de la cabeza. Estudió números. Se casó con un loco o con un ser contra natura que, con su sola mención, hace que aquí abajo algunos guiñemos el ojo –de cara y de culo– y otros nos persignemos. Para ciertas cosas aún no estamos bien educados. Confundimos a los maricones con los mariquitas, la homosexualidad con la pedofilia, el travestismo con el afeminamiento, a la machorras con las brujas, la criminalidad con el amor de Aristóteles por sus discípulos y de Alejandro Magno por sus compañeros de batalla. Aquí algunos lo lamentamos mucho y a otros nos da absolutamente igual. Paula Quiñones, nieta de Manuel, compañero superviviente de acribillado fémur, se casó con un centauro y un fabulador. Arturo Zarco, dulce compañía. Despistado ángel de la guarda. Atareado bujarrón. Pauli aterrizó abruptamente desde el nimbo romántico de su sueño rosicler sin contar con la amortiguación de nuestra alfombra de nubes. Sin nuestras precauciones. Esponjosas alas de ángel y red de los trapecistas cautos.
A Paula no le interesaban tanto las historias de su abuelo como las de las princesas y los genios orientales de la lámpara, pero cada frase de Manuel se le quedó dentro, sin que ella se diese cuenta, y la transformó en una coja idealista y acaso filantrópica. Todo lo que sabe Paula lo sabe por boca ajena, historias de las que se distancia, del mismo modo científico, casi quirúrgico, en que se distancia de este lugar: no puede quedarse aquí prendida como si no estuvieran sucediendo otras catástrofes en otros mundos. Vigilaremos a Paula, la protegeremos, tal vez le hablemos, mientras está soñando, con voces que se acoplan como el sonido a los micrófonos, remotas voces que se metalizan por nuestros agujeros de bala, voces azules como nuestros dedos al principio, pero voces que serán sobre todo rojas como el pimiento morrón. Voces rojas, amarillas, moradas: amapolas, retamas, lavandas que iluminan amarronadas praderas; Paula nos verá, en el sueño: somos una cuadrilla de jóvenes borrachos, bastante sucios y con las orejas de soplillo, que se aguantan los unos a los otros, por los hombros y los sobacos, para no caerse. Velaremos por Paula –no servirá de mucho– porque nunca creímos en Dios –blasfemábamos a cada instante y nos santiguábamos por costumbre–, pero sí en los espíritus benefactores y en los fantasmas domésticos que, debajo de las sombras del hogar, son percibidos por las pupilas-radar dilatadas de nuestras mascotas fieles. Nosotros somos su perro perdido y su abuelo de hojalata, aunque tuvimos menor fortuna, y estamos bastante seguros de que, al extraer nuestros huesos de la arcilla seca, como quien saca una esquirla de la piel o una bala del tabique en el que se incrustó, Paula no hará pucheros ni contará nuestra historia poniéndonos un marco. No queremos que nos abrillanten como a los santos de las procesiones: éramos los buenos –de eso no hay ninguna duda–, pero teníamos vicios e ignorancias. Algunos ni siquiera éramos hermosos. Somos los niños perdidos, los que no crecen nunca. También, entre el barro, vislumbramos cuerpos de mujeres, aunque aquí ya no importe lo que somos los unos y las otras, y practiquemos de un modo involuntario todo tipo de cópulas, profanación y licuefacciones. No buscamos compasión ni regalías. Pero nos compadecemos de nuestros hijos, que se van haciendo más viejos de lo que nunca nosotros llegamos a ser, y aún no guardan ni una molécula de ceniza, ni un dedito de Hansel, para dejar caer al fondo de esa urna funeraria que hace demasiado tiempo lleva escrito nuestro nombre. Ignoran nuestra dirección.
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