20/10/2020
Empieza a leer 'Propiedad privada' de Lionel Shriver
Compré un bosque [...]. No es un bosque muy grande –apenas tiene árboles y lo atraviesa, maldición, un sendero público–. Con todo, es la primera propiedad que poseo, de ahí que sea justo que otros compartan mi pesar y se formulen, en tonos que variarán en horror, esta importantísima pregunta: ¿qué efecto ejerce la propiedad sobre el carácter? [...]
Si se poseen cosas, ¿qué efecto producen sobre uno? ¿Cuál es el efecto que mi bosque ejerce sobre mí?
En primer lugar, me hace sentirme pesado. [...]
En segundo lugar, me hace pensar que ese bosque debería ser más grande.
E. M. FORSTER,
«Mi bosque»
LA ARAÑA DE PIE
(Novela corta)
A Jillian Frisk, la experiencia de no caer bien le resultaba desconcertante. O, pensándolo bien, no lo bastante desconcertante, pues la tentación consistía siempre en considerar el punto de vista de su detractor. Desde hacía poco tiempo era consciente de la aversión de una mujer –siempre era otra mujer, y tal vez eso significaba algo, algo que en sí mismo no era muy agradable–, y se sentía torpe, sin saber qué hacer ni qué decir, perpleja y hasta un punto asustada. Paralizada. En presencia de alguien que la difamaba, lo que ansiaba era refutar lo que ella supuestamente tenía de tan detestable, fuera lo que fuese. Sin embargo, daba igual lo que dijera o hiciera; Jillian confirmaba sin querer las mismas cualidades que el/la sacafaltas de turno no podía soportar. ¿Vanidad? ¿Que era un bicho raro? ¿Histrionismo?
Pues una faceta inherente al hecho de no caer bien pasaba por devanarse los sesos preguntándose qué era eso que tan radicalmente caía mal a los demás. Es muy raro que la gente lo diga a la cara, y uno se queda con una lista cada vez más larga de características odiosas que va confeccionando para los demás. Por ejemplo, ella se cebaba en su manera de vestir, degradándola de alegre a chillona, o incluso vulgar, hasta que comprobaba de repente que sus conjuntos poco convencionales de tiendas de segunda mano, con abundancia de chalecos de terciopelo, cinturones anchos, faldas de volantes y fulares más que suficientes para matar tres veces a Isadora Duncan, podían dar fe de un comportamiento que aspiraba a llamar la atención. Para los desconfiados, su voz clara y enérgica era meramente estridente, y siempre que bajaba el volumen para no ofender, acababa sencillamente siendo inaudible, cosa que también era exasperante. Por si fuera poco, no parecía capaz de hacerse la mosquita muerta y mantener la cabeza gacha durante más de media hora, treinta minutos en los que sentía que se vendaba el alma como las chinas los pies. Cuando se ponía eufórica, el exceso de gesticulación era inequívocamente histriónico. Amargada por una nueva mirada de odio desde el otro lado de una mesa, a veces escondía las manos en el regazo, donde se agitaban como pájaros atrapados en pleno vuelo; pero, en un momento de distracción, esas dichosas extremidades siempre conseguían liberarse y acababan tirando la servilleta al suelo. Sus sonoras carcajadas le retumbaban en sus propios oídos como una risa molesta. (¿Qué se hace con una risa molesta? ¿Dejar de encontrarlo todo gracioso?) Además de esa larga lista de atributos horrendos que encarnaba, estar ante alguien que ella sabía que no la soportaba bastaba para añadir otra pesada capa de nerviosismo y de contrición que la hacía sospechar de sí misma («son más fuertes que yo; mejor me pongo de su lado»).
Pero bueno, esa sensación era algo que a esas alturas Jillian ya debía conocer, pues eran ya bastantes las veces que había aguantado toda la gama de las aversiones, que iban del mero desagrado al odio (casi nunca indiferencia). Por obvio que esto pueda parecer, cuando uno no les cae bien a los demás, pues no les cae bien y punto. Es decir, el problema no era una serie identificable de hábitos, creencias y rasgos; por ejemplo, la propensión a apoyar una cadera en un mostrador en actitud despreocupada como si creyese estar muy buena; usar demasiado la palabra fabuloso; el convencimiento equivocado de que no votar equivale a hacer una declaración política; la tendencia a burlarse de la premeditación con el repentino impulso de irse de acampada y hacer sentir a los demás que eran unos aguafiestas si no la acompañaban. No, lo hiriente era la suma total, todo el paquete, la esencia de la que surgían todas esas pruebas. Jillian podía quedarse perfectamente callada, con la boca cerrada como con cremallera, y Estelle Pettiford –compañera suya, monitora de manualidades en el campamento de verano de Maryland donde Jillian había trabajado un par de temporadas y cuya idea de una recreación convincente para jóvenes de quince años consistía en hacer arbolitos de Navidad con listines telefónicos en pleno julio– habría seguido odiándola, y habría seguido haciéndolo aun cuando el objeto de su odio no moviera un músculo ni pronunciara una sílaba hasta el final de los días. Eso era lo que la abrumaba del hecho de desagradar a la gente: que fuera algo sin remedio, que no hubiera posibilidad alguna de atenuar la antipatía convirtiéndola, pongamos, en tolerancia o en una apatía saludable. Era simplemente su estar en el mundo lo que enfurecía a esas personas, y aunque se suicidara, el suicidio también las irritaría. Otra manera de llamar la atención, dirían.
En consecuencia, ¿para qué hacer caso de los consejos habituales? Eran pura palabrería, sí, pero no dejarse afectar por el desprecio ajeno era imposible. Era una esperanza inhumana, y por eso, además de tener a alguien que nos odia, nos preocupamos por que alguien nos odia cuando, al parecer, no debería preocuparnos. Preocuparse solo sirve para que nos odien más. La incapacidad para desestimar la animosidad ajena era otra de las cosas que fallaban. Porque ese era el punto, esas percepciones de desprecio e indignación siempre parecían pesar más que los afectos de todos los que pensaban que Jillian era encantadora. A tus amigos los han engañado. Los negativistas te han calado.
Por ejemplo, Linda Warburton, su compañera durante la temporada en que trabajó haciendo visitas guiadas en Stonewall Jackson House y que, sin motivo alguno, se ponía furiosa cada vez que Jillian preparaba el café fuerte en la cocina del personal –Jillian lo hacía todo fuerte–, pues la chica prefería el java más suave. Después de que Jillian empezara a tomarse la molestia adicional de hervir agua aparte para que Linda pudiera tomar el café como le gustaba, esa complacencia con los gustos de todo el mundo solo pareció servir para que su pesada colega de veinticinco años, que había llegado demasiado pronto a la edad mediana, la detestara aún con mayor ferocidad; de hecho, Linda remitió una queja formal a la Consejería de Turismo de Virginia en la que decía que Jillian Frisk llevaba el gorrito del uniforme «ladeado con chulería, algo históricamente inexacto». O, por ejemplo, Tatum O’Hagan, ese engendro que se le pegaba como una lapa, su compañera de piso en 1998, la misma que, cuando Jillian se instaló, había dado la impresión de querer convertirse en su amiga del alma –a decir verdad, compartir confidencias mientras preparaban brownies rozó lo excesivo–, pero que, en cuanto Jillian introdujo entre ambas una clemente distancia –¡aire!–, encontró su presencia tan insoportable que colgó en la pared una lista con las noches en que a cada una le correspondía usar la sala y a qué horas –horas distintas– podían cocinar. Y, luego, hace solamente dos años, la servil Olivia Auerbach, otra organizadora no remunerada de la Convención Anual de Violinistas de Maury River, que la acusó de «distraer a los músicos cuando ensayaban» y de «ir más allá del papel, necesariamente humilde, de los voluntarios». (¡Y cómo! Jillian tuvo un asunto tórrido con un participante de Tennessee, un chico que manejaba muy bien algo más que el arco del violín.)
Alta y delgada, con una melena que le caía hasta los codos, teñida de alheña de un color muy peculiar, a Jillian no le resultaba fácil pasar inadvertida, y no era culpa suya. Ella suponía que era guapa, aun cuando el adjetivo llevara adosado un código de limitaciones. A los cuarenta y tres, la habrían degradado probablemente a la categoría de atractiva, paso previo, dado que las lisonjas posmenopausia son unisex, a la de bien parecida. ¡Por Dios!, si apenas podía esperar que le dijeran bien conservada. Así pues, podía perfectamente ignorar esa incidencia desconcertante, por lo insistente, de animosidad femenina considerándola una putada, una maniobra maliciosa en la pasarela durante un concurso de modelos. No obstante, cuando echaba un vistazo a Lexington, que cada otoño revive con la llegada de estudiantes de primero de Washington and Lee –chicos y chicas que, como parecían ser más jóvenes cada año, contribuían a subrayar el avance de su propio deterioro–, a Jillian la sobrecogía a menudo la profusión de mujeres hermosas en este mundo, no todas ellas blanco constante de hostilidad. Antes al contrario, en sus días en el instituto de secundaria de Pittsburgh, cuando era una muchachita desgarbada que seguía sintiéndose incómoda con su estatura, los estudiantes se lanzaban en tropel sobre las rubias despampanantes, que solían gozar de una reputación de bondad y generosidad solo porque de vez en cuando se dignaban sonreírles. Su problema no era el aspecto, o solamente el aspecto, aun cuando el pelo en particular parecía declarar algo que ella no quería. Había que estar a la altura del pelo de Jillian.
Así pues, en retrospectiva, había sido ingenuo a más no poder colgar inocentes fotos de sus creaciones caseras en la primera época de las redes sociales, a la espera de algunas reacciones anodinas como «¡Qué bonito!» o «¡Genial!» –o sin esperar respuesta alguna, lo que también habría sido aceptable–. En cambio, cuando la vajilla hecha a mano provocó un «Eres una aficionada sin talento» y «Te sugiero que tires esas atrocidades a un vertedero», Jillian retrocedió como si hubiera puesto la mano en una estufa encendida. Cuando esos comentarios fueron haciéndose más hostiles hasta convertirse en las rutinarias amenazas de violación, hacía tiempo ya que había cerrado sus cuentas.
Al parecer, a algunos les fastidiaba que Jillian fuese una diletante convicta y confesa. Aprendió sola a chapurrear el italiano, por ejemplo, pero tomándoselo con cierta frivolidad, y no porque planeara visitar Roma, sino porque le gustaba cómo sonaba –el expresivo mamma mia!, la música de esa lengua, la efervescencia incluso para decir algo tan sencillo como «lápiz pequeño»: piccola matita–. Sin embargo, fue una etapa que no apuntaba a alcanzar propósito alguno, y de eso precisamente se trataba. Jillian buscaba la falta de finalidad como una finalidad en sí misma. Había tardado unos años en entender que, si le había costado tanto decidirse por una carrera, era porque no quería tener una carrera. Vivía rodeada de gente ambiciosa, con empuje, gente que podía tener sus objetivos, su trayectoria, sus aspiraciones, que trabajaba febrilmente deseando llegar a algún destino remoto que no podía más que decepcionarla en el improbable caso de que lo alcanzara. Gente que tenía que saborear el mundo en el que estaba, actitud totalmente contraria a la de mirar por la ventana del conductor mientras se dirigían precipitadamente hacia alguna otra parte. En cambio, lo suyo, más que una ideología prescriptiva, era una sencilla inclinación a la languidez o, incluso, a la pereza, y la aceptaba alegremente. No se dedicaba a convertir a nadie; simplemente, quería dejar de disculparse.
Era extraño comprobar lo furiosa que ponía a cierta gente ver que alguien no quería «hacer algo de sí mismo», sobre todo cuando ya se era algo y no se tenía ningún deseo de cambiar; o que alguien pudiera declarar, con una sonrisa radiante, que no tenía «un norte», y en un tono de voz que daba a entender que en ello no había nada de lo que avergonzarse. A Jillian le habían comunicado poco antes, en la barra del Bistro on Main, que, para una mujer que había invertido tanto en su formación, hija de una familia de clase más que media y que disponía de «oportunidades» de sobra, no era «americano» carecer de un objetivo especial aparte de disfrutar de la vida.
Jillian tenía esa clase de encanto que iba esfumándose con el paso del tiempo; o, después de demasiados diminuendos románticos, eso era lo que ella teorizaba. Incluso para los hombres, cuyo género parecía excluir el shock anafiláctico paralizante de una reacción alérgica, la profusión de divertidos pequeños proyectos de Jillian, nunca con la intención de hacerse un nombre ni de que se le abrieran las puertas de una galería ni de dar lugar a un comentario en el Roanoke Times, al principio esa actitud podía resultarles divertida y hasta fascinante, pero al final Jillian parecía infantil, o chiflada, o una compañía incómoda, y los hombres pasaban.
Con una crucial excepción.
* * *
Traducción de Daniel Najmías.
* * *
Descubre más de Propiedad privada de Lionel Shriver aquí.