01/03/2025
Empieza a leer 'Proust, novela familiar' de Laure Murat

  

Todos estamos, ante el novelista, como los esclavos
ante el emperador: con una palabra puede emanciparnos.
[...] Gracias a él somos Napoleón, Savonarola,
un campesino, aún más –existencia que podríamos
no haber conocido nunca–, somos nosotros mismos.

MARCEL PROUST,
«Le véritable Protée», c. 1899

 

Para Céline 

 

EL DIABLO ESTÁ EN LOS DETALLES

Me ha costado varios años entender una cosa muy sencilla. Me saltó a la vista una noche, cuando estaba viendo un episodio de Downton Abbey y me topé con una escena en la que el mayordomo, delante de la mesa puesta para la cena, saca una regla para medir la distancia entre el tenedor y el cuchillo y asegurarse de que el intervalo entre ambos cubiertos es el mismo para todos los comensales.
Ese acto nimio, ejecutado con una solemnidad sacramental, me despertó la curiosidad, aunque en ese momento no llegué a entender por qué era tan intensa ni mucho menos qué la había motivado. ¿Por qué, estando tumbada delante de la pantalla del televisor en Los Ángeles, donde vivo, a nueve mil kilómetros del Viejo Continente y tan lejos de la belle époque, me demoraba en un detalle tan anodino, casi subliminal, carente de valor en la trama? Notaba confusamente que, a través de esa medición absurda y esmerada, se estaba manifestando una señal procedente del pasado, de la infancia. Pero ¿qué? No asociaba ese acto con nada concreto, con ningún recuerdo en particular. Aun así, a fuer de sencillo y de modesto, acabó por sacar a flote, desde los confines de mi memoria, todo un mundo, una figura arcaica, mostrándome del modo más elemental que el entorno en el que había crecido dependía por completo y literalmente de su imagen, de su existencia superficial: la aristocracia es un mundo puramente formal. Cuanto más ahondaba, mejor entendía que esa escena minúscula era una metáfora del principio sobre el que se mantenía en equilibrio toda una casta, como una pirámide que se sostiene sobre la punta. Para mí no se trataba de una revelación, ni tan siquiera de un descubrimiento, sino más bien de la nítida enunciación de un saber recóndito y no formulado.
De lo que hablaba aquella escena, por extensión, era de la fuerza muda del código. Los usos y costumbres de la aristocracia emanan esencialmente, como sucede en cualquier entorno, de códigos tácitos. Lo que los caracteriza es que se valen del tiempo, ese tiempo extenso de la historia, que traza, registra y acumula un saber inmemorial sobre el arte de la percepción social. Aspirar a la anterioridad no solo supone prescindir de toda ratificación, sino asegurarse de controlar el relato. En esa enorme maquinaria de la sociabilidad, no debe quedar a la vista ningún engranaje. Nadie se fija en la equidistancia entre los cubiertos, que es tan transparente como la existencia del mayordomo que actúa entre bastidores. Nunca mejor dicho. La invisibilidad es lo que sustenta la ilusión de un mundo perfecto, un milagro perpetuo e incorpóreo; es su condición silenciosa, su piedra angular.
A lo que me aferraba era al goce de una estética imperceptible a simple vista. Lo que yo reconocía en ese decorado y ese detallismo con las cosas inútiles era, quisiera o no, una parte de lo que soy.

 

EL SÍNDROME DE OBÉLIX

Al día siguiente, sin más demora, aquella revelación televisiva entró en sintonía con la tarea que tenía entre manos: escribir la introducción para una antología de artículos sobre Proust que deseaba publicar en forma de libro. Se trataba de un proyecto que tenía desde hacía tiempo, aunque la dificultad y las implicaciones que entrañaba me echaban para atrás y siempre acababa aplazándolo: explicar cómo el análisis proustiano de la aristocracia, que arrojaba más luz sobre el entorno del que yo procedía que el hecho de haberlo vivido desde dentro, constituía, contra todo pronóstico, el instrumento más eficaz de una desalienación social.
Ese proyecto me obligaba a desviarme por el mundo de mi infancia, heredero de la sociedad que se describe en la heptalogía En busca del tiempo perdido. Un mundo de personas con título nobiliario, sirvientes y amas de llaves, de privilegios, de jerarquía y de abundancia, al que no me apetecía volver. Primero, porque me aburría solo de pensar en doblegarme al orden cronológico de una saga familiar y me faltaban las ganas y las cualidades que requiere una autobiografía. Y también porque me asustaba no encontrar el tono adecuado, exagerar en una u otra dirección. Tenía miedo de no estar a la distancia correcta para resucitar una época ya lejana y, a través de la nobleza, a una tribu anacrónica que, en Francia, suscita tozudas fantasías, entre la hostilidad y la fascinación. De que, en suma, por mi inevitable parcialidad hacia una familia con la que había roto treinta años atrás, me amenazaran, por añadidura, caricaturas más o menos conscientes, censuras internas y discursos asentados.
A estas dudas se añadía una trampa insalvable propia de la aristocracia, sobre todo cuando procedes de ella: tan pronto lo mencionas, parece que te estés jactando. Como si los títulos nobiliarios y los apellidos con una «de» delante difundieran en el ambiente, no bien pronunciados, la arrogancia y la vanidad de toda una clase. Pero no tengo nada que reivindicar, ni de lo que renegar, por cierto, en lo que respecta a las circunstancias familiares a las que me arrojaron los azares del nacimiento. Y no me siento ni orgullosa ni avergonzada de mi árbol genealógico por el simple motivo de que no creo, en una existencia a todas luces determinada socialmente, ni en la ley de la sangre ni en la fatalidad de un legado que se considera un destino. Mi destino, como me repitieron una y otra vez, era casarme y tener hijos. No tengo hijos, no estoy casada, vivo con una mujer, soy profesora universitaria en los Estados Unidos, voto a la izquierda y soy feminista. Para el medio del que procedo, es una acumulación de cargos más que excesiva.
El detalle marginal de Downton Abbey no solo me abrió los ojos, también abrió una brecha en el muro de recelos que me impedía evocar mi pasado familiar. Me ofrecía una puerta de entrada y una unidad de medida, precisamente, al reordenar mi proyecto en torno a una cuestión crucial: la forma. Había encontrado el motivo que me faltaba. Uno que me garantizó un enlace de continuidad entre la estética mundana y la estilística proustiana. La introducción empezó a crecer, y luego a desbordarse, tanto que acabó sustituyendo todo lo demás. Uno tras otro, iba ordenando los artículos y aventurándome en un nuevo libro cuyo tema cabe en una frase: rendir homenaje al poder de emancipación de la literatura a partir de una lectura situada. O cómo una serie británica vino a trastocar los proyectos franceses de mi vida americana.
Los proustianos más duchos se han planteado, sin excepción, la misma pregunta, que el primero de todos ellos, Jean-Yves Tadié, resumió así: «Esa fama universal de Proust, que hace que se lo designe como el mayor escritor del siglo XX, ¿a qué obedece?». ¿Cómo, a partir de las peripecias microscópicas de la alta sociedad parisina, consigue Proust cautivar a sus lectores, desde Japón hasta Alaska, desde Rusia hasta Argentina, sin distinción de categoría social? ¿Y por qué todo el que emprende el larguísimo viaje que es En busca del tiempo perdido se sorprende al reconocerse a sí mismo en cada página? Porque Proust, en «esa novela que no para de pensar» (el Tiempo, el yo, las artes, la escritura, los celos, la fenomenología), a través de ese yo del narrador y protagonista, nos devuelve a nosotros mismos.
La lectura, llamémosla socialmente sesgada, que yo hago no es mejor que otra cualquiera. Aunque no deja de tener, como toda lectura, su peculiaridad. Yo la llamaría el síndrome de Obélix. ¿Qué pasaría si Obélix probara la poción mágica en la que se cayó cuando era pequeño y que, por ese motivo, le está vedada? Obviamente, no estoy infringiendo ninguna prohibición al leer En busca del tiempo perdido. Pero vuelvo a sumergirme en mis orígenes. Ese retorno a las fuentes de una realidad mediante la ficción tiene efectos concretos. Eso es lo que narra este libro.
A la aristocracia a menudo se le asocia la palabra prestigio. Al decir esto no estoy emitiendo ningún juicio de valor, sino enunciando una categoría de percepción. Personalmente, prefiero decir «proustigio». «He forjado esta palabra fácil para referirme al prestigio que viene de Marcel Proust, ese que algunos intentaron atribuirse al morir Marcel Proust», escribe Nicolas Ragonneau antes de ilustrar, como buen lexicólogo, la definición con un ejemplo: «Maurice Sachs, al dar sus conferencias sobre En busca del tiempo perdido en los Estados Unidos, había intuido perfectamente el proustigio». ¿Acaso hace falta aclararlo? No me arrogo en absoluto el prestigio de Proust porque describiera el mundo en el que yo nací, pero sí alabo la magia con la que me sacó de él, como un auténtico proustidigitador.

 

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Traducción de María Teresa Gallego Urrutia
y Amaya García Gallego

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Proust, novela familiar

 

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