08/05/2024
Empieza a leer 'Sé mía' de Richard Ford
Kristina
FELICIDAD
Últimamente, me ha dado por pensar en la felicidad más que antes. No es una consideración ociosa en ningún momento de la vida, pero ahora que me acerco a mi asignación bíblica estipulada (nací en 1945) ya no es un tema que pueda pasar por alto.
Como soy un presbiteriano histórico (no practicante, no creyente, como la mayoría de los presbiterianos), he pasado tranquilamente por la vida observando una versión de la felicidad que el mismísimo John Knox podría haber aprobado: recorriendo la delgada línea que separa esas dos frases hechas que parecen gemelas: «Lo que no te mata te hace más fuerte» y «La felicidad es lo que no es una lacerante infelicidad». La segunda es más agustiniana, aunque todos esos complejos sistemas te llevan al mismo misterio: «¿Qué hacer ahora?».
Este camino intermedio ha funcionado bastante bien en casi todas las situaciones a las que me ha abocado la vida. Una sucesión gradual de acontecimientos, a veces inadvertida, a través del tiempo, en la que no ha ocurrido nada grandioso, pero tampoco nada insuperable, y en general todo ha ido bastante bien. La dolorosa muerte de mi primer hijo varón (tengo otro). El divorcio (¡dos veces!). He tenido cáncer, mis padres han muerto. También ha muerto mi primera mujer. Me han disparado en el pecho con un AR-15 y he estado a punto de morir, pero me salvé de milagro. He sobrevivido a huracanes y a lo que algunos llamarían una depresión (fue leve, si es que en realidad lo fue). Sin embargo, nada me ha hundido hasta el fondo, por lo que concederme un merecido retiro me pareció una buena idea. Gran parte de la buena literatura contemporánea, que leo en la cama, trata –si miro la página desde el ángulo adecuado– precisamente de estos temas, con la felicidad siempre esquiva, pero sin dejar de ser el objetivo.
Y sin embargo. No estoy seguro de que la felicidad sea el estado más importante al que debemos aspirar. (Hay estadísticas sobre estos temas, posgrados, campos de estudio que ofrecen becas, un grupo de expertos en la UCLA.) Al parecer, en la mayoría de los adultos la felicidad disminuye en las décadas de los treinta y los cuarenta, toca fondo a principios de la cincuentena y, en ocasiones, vuelve a aumentar a partir de los setenta, aunque no hay certeza sobre tal cosa. Saber qué nos da miedo en la vida puede ser una medida y una habilidad más útil. Cuando un entrevistador le preguntó al poeta Philip Larkin: «¿Cree que podría haber sido más feliz en la vida?», este respondió: «No, no sin ser otra persona». Así pues, por término medio, diría que he sido feliz. Lo bastante feliz, al menos, para ser Frank Bascombe y no otra persona. Y hasta hace poco eso ha sido más que satisfactorio para ir tirando.
Recientemente, sin embargo, desde que mi hijo vivo, Paul Bascombe, de cuarenta y siete años, ha enfermado y presenta síntomas bien definidos de ELA (la enfermedad de Lou Gehrig, aunque se especula que el Caballo de Hierro no la padeció realmente, sino que tenía otra cosa), el tema de la felicidad ha requerido más mi atención.
Durante los últimos dieciocho meses he tenido un trabajo a tiempo parcial en House Whisperer, en Haddam, Nueva Jersey, donde llevo una vida solitaria, de jubilado casero y con carnet de biblioteca. House Whisperers es una inmobiliaria boutique que forma parte de una inmobiliaria más grande, integrada verticalmente y propiedad absoluta de mi antiguo empleado Mike Mahoney, de mis –y nuestros– años locos de vendedores de casas en Jersey Shore en los noventa. Como es tibetano acreditado –hace tiempo que cambió su nombre de Lobsang Dhargey por «algo más irlandés»–, Mike se hizo muy rico al descubrir un nuevo mercado de inversores tibetanos con abundantes fondos, ansiosos por comprar viviendas de propietarios que no podían pagar la hipoteca en la playa de Nueva Jersey, que quedó afectada por el último huracán. (Hacerse rico casi siempre implica identificar un mercado antes que los demás, aunque ¿quién iba a saber que los tibetanos contaban con tal liquidez, ni cómo la habían conseguido?)
De la venta de esas propiedades en la playa, Mike pasó rápidamente a utilizar su nueva posición patrimonial para apalancar la compra de cientos de casas familiares en Topeka, Ashtabula, Cedar Rapids y Caruthersville (Georgia), viviendas que se habían convertido en un problema para sus propietarios por culpa de embargos fiscales, falta de mantenimiento, enfermedad del propietario, contrariedades con la renta fija, pensiones alimenticias impagadas, etc. Esas viviendas las arreglaba –y las arregla– a bajo precio subcontratando equipos de construcción, y asignando su mantenimiento a empresas especializadas de su propiedad; después tituliza los edificios en widgets que vende como acciones en la bolsa de Tokio a cualquiera (a menudo, otros tibetanos) que esté dispuesto a correr el riesgo. Finalmente los alquila, a veces a sus antiguos propietarios. Todas esas artimañas son perfectamente legales tras «la década perdida de la vivienda», cuando el sector bancario se dedicó a buscar filones más lucrativos. HSP, así se llama la empresa paraguas de Mike. Himalayan Solutions Partners. (No hay partners.)
House Whisperers, donde en teoría trabajo es el proyecto «nicho» de Mike, separado y más pequeño, en el que se dedica a localizar y atender a compradores de viviendas de alto nivel que, por sus propias razones, desean permanecer en un anonimato total, nivel servicio secreto, cuando compran una casa. En todas las fases del proceso de compra, hasta el punto de venta y más allá, hay mucha gente que no quieren que el mundo conozca sus tejemanejes: gente que quiere comprar una casa y no vivir nunca allí, ni visitarla, ni entrar en ella siquiera; gente que quiere comprar una casa para el abuelo Beppo hasta que «fallezca» y se resuelva el testamento. O personas que quieren comprar una casa para vivir en ella, pero son estrellas del rock famosas, políticos caídos en desgracia o disidentes rusos a los que no les gusta la publicidad ni que se arme un alboroto. House Whisperers sirve a ese mercado a cambio de una contraprestación económica considerable. (No me refiero a personas en el programa de protección de testigos ni a exhibicionistas convictos que no encuentran refugio en la población general. De esos casos se encargan las agencias gubernamentales; no es nuestra clientela.)
En lo que a mí respecta, hace años que dejé que mi carnet de agente inmobiliario caducara, pero me decidí a asociarme con Mike para no amuermarme y para salir de mi casa tras el divorcio y la decisión de mi segunda esposa, Sally Caldwell, de consagrar su vida a servir a los afligidos en costas lejanas (donde presumiblemente hay muchos). No hace mucho se ha ordenado monja laica, por lo que no se vislumbra una feliz reconfiguración de nuestra vida matrimonial.
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Traducción de Damià Alou
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