02/09/2024
Empieza a leer 'Seguir siendo bárbaro' de Louisa Yousfi
A fuerza de vivir en la oscuridad,
hemos acabado firmando un pacto
con los monstruos y las larvas que
en ella se refugian. Ahora es el mo-
mento de romper ese pacto y atre-
vernos a mirar al día, a mirar de
frente a nuestro sol de Berbería.
MOHAMMED DIB,
Dieu en Barbarie
A mamá, que me reñiría por escribir maldades
A papá, que sonreiría
Una especie de barbarie
Represento a un pueblo cuya fuerza y dimensión exactas ya no reconoce nadie.
SONY LABOU TANSI,
Encre, sueur, salive et sang
Según sus propias palabras, Kateb Yacine es un bárbaro. Con desconcertante sencillez, declaró: «Siento que tengo tantas cosas que decir que me alegro de no ser más culto. Tengo que conservar una especie de barbarie, tengo que seguir siendo bárbaro». Unas palabras hermosas, contundentes. Creemos comprenderlas de inmediato. La cultura es una glotonería que vuelve a la mente obesa e impotente. La barbarie, una vitalidad primitiva que permite la escritura verdadera, el gesto puro, la poesía. De modo paradójico, sentimos la tentación de dedicar a esas palabras una glosa erudita. ¿Estaría Kateb Yacine reactivando la pareja nietzscheana Apolo-Dioniso para expresar la íntima tensión que el gesto creador agita entre el orden y el caos, la medida y la hubris, en resumen, entre la cultura y la barbarie? No cabe duda de que la conversación tendría lugar con una mano en la barbilla y el culo cómodamente sentado, en un ambiente que sería la antítesis exacta de «la especie de barbarie» que conviene conservar para seguir teniendo «cosas que decir». No, la frase de Kateb Yacine no puede someterse a un trato semejante. Es una fórmula mágica.
¿Quién es Kateb Yacine cuando dice que debe «seguir siendo» bárbaro y «conservar» una especie de barbarie? Es una pregunta crucial. Kateb Yacine es argelino, reducido a la condición de indígena por la Administración colonial francesa. Pero su condición de indígena tiene una particularidad: procedente de una familia de la alta sociedad, forma parte de la élite indígena, lo cual le permite asistir al colegio francés, donde aprende historia, literatura, poesía y la lengua del Imperio colonial. Hoy diríamos que es un indígena «integrado»: producto puro de la escuela republicana, domina el idioma, puede citar textualmente a Victor Hugo y mantener agradables conversaciones con los franceses. Pero Kateb Yacine tiene «tantas cosas que decir» que no cree que la conversación culta sea un terreno favorable para el desarrollo de su arte. Tener cosas que decir es cualquier cosa salvo conversar. Porque el bárbaro siempre entra en la conversación por la fuerza. Robando la palabra a los bienhablantes, les insufla una nueva energía, que transfigura en acontecimiento; en atentado, para ser más exactos. Así se despliega el horizonte estético katebiano: la barbarie como lugar de enunciación, a partir del cual el intempestivo «poeta-boxeador» destroza el orden de las cosas para devolverlo a su cruda verdad. Bien. Pero recaemos en nuestras excentricidades de conferenciantes. No, la fórmula de Kateb Yacine no solo incluye esto. También a ella hay que soltarle la lengua. Revelar no solo lo que dice –que pertenece al autor, a su conciencia iluminada–, sino lo que «tiene que decir», que nos pertenece a nosotros, que la recibimos y temblamos de confusa complicidad al entrar en contacto con ella. ¿Qué es lo que esta fórmula dice de nosotros, de mí? Porque no solo nos impacta como precepto estético –«tenemos que seguir siendo bárbaros»–, sino como discurso político.
Al principio, están los verbos: conservar y seguir siendo. Verbos interesantes por la anterioridad que señalan. Hacen como si Kateb Yacine hubiera sido un bárbaro antes de ser un distinguido hombre de letras. Aún más: dicen que está perdiendo esa barbarie original, y que eso es un drama tanto para el hombre como para el poeta. Un drama para quien tiene «cosas que decir». Pero ¿qué pierde exactamente el bárbaro, a quien la civilización no ha dejado de arrastrar en su carrera hacia el progreso humano, alimentándolo de forma generosa con las riquezas culturales de las que se enorgullecen los imperios, empezando por el francés, idioma magnífico y repleto de siglos? ¿Qué pierde él, que a todas luces ha encontrado en ese idioma un modo de expresar su talento, aplaudido calurosamente por los propios franceses? ¿Qué pierde Kateb Yacine, hijo de su padre y de su madre indígenas, a quien la flor y nata literaria parisina considera el «Rimbaud argelino»? Quizá los rimbaudianos exclamen: ¡harar! La analogía es irresistible, pero Kateb Yacine tiene su propia historia con la barbarie. Literalmente.
Aunque indígena aristócrata, Kateb Yacine estaba en las calles de Sétif el 8 de mayo de 1945. Tenía dieciséis años y participaba en el desfile nacionalista de las manifestaciones organizadas para celebrar la victoria de los Aliados. Lo que ocurrió es de sobra conocido: fue una masacre histórica. Decenas de miles de muertos argelinos. Una represión sin precedentes. Kateb Yacine escapó de la muerte, pero no de la prisión. Su encuentro con Argelia, «la verdadera», en carne y hueso, se remonta a ese encierro. La Argelia de su pueblo quebrantado, deshumanizado, pero irrevocablemente sublevado. Fue allí, sobre todo, donde se cimentó su destino de escritor público, de escriba, de kateb: escribió entre los analfabetos, para los analfabetos –Deleuze diría «en lugar de los analfabetos»–, y lo hizo para vengarlos. Para vengar a su raza, su raza de bárbaros.
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Traducción de Encarna Castejón
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