20/10/2021
Empieza a leer 'Taba-Taba' de Patrick Deville
Lo único que no cambia es que siempre parece que «algo ha cambiado en Francia».
PROUST,
A la sombra de las muchachas en flor
UNA PUERTA MONUMENTAL
Justo en el extremo del estuario del Loira, en el centro de las tierras emergidas del hemisferio norte, una puerta de piedra levanta frente al río su modesto arco y su verja de dos hojas. De monumental no tiene más que el nombre. Hacía falta que hubiera un monumento en el Lazareto y le tocó serlo a ella, que no se abre a nada, visible desde lejos para los navíos a la entrada del canal, del mismo color gris y verde que las aguas dulces y saladas que se mezclan a sus pies.
Sus barrotes metálicos dejan un espacio por el que me cuelo de perfil todas las mañanas para bajar a la playa y agacharme como un gigante junto a los pocillos de agua que la marea deja en los huecos de las piedras. Entre mis sandalias, cada uno de esos charcos es un reducido mar interior con sus acantilados y con su vegetación de algas flotantes que hay que apartar como una cabellera para hacer salir a los cangrejos resabiados y seguir en su pánico a las gambas transparentes y, a veces, a las angulas o a los alevines de mújol. En 1965 abandoné todas esas historias naturales, cuando se decidió que ocho años en un hospital psiquiátrico eran ya bastantes para mí, incluso teniendo la posibilidad que me ofrecían mis hombros de golondrina de deslizarme tan rápido fuera de la jaula.
Yo nunca había empleado hasta entonces la palabra loco ni la palabra estuario. Ignoraba todavía que la palabra lazareto podía escribirse con minúscula y que era un nombre común. Viven en el Lazareto, decían los chavales de Mindin, hijos de pescadores, haciéndose los duros. Donde los locos. Yo me encogía de hombros y no intentaba dar explicaciones sobre la dicha de vivir en el Lazareto, al que regresaba volando. En su interior, para designar a los dementes que nos rodeaban usábamos la palabra Pensionados.
Así, el mundo, esa quincena de hectáreas a orillas del río, inaccesible, aislada por un camino de ronda y por una tapia ininterrumpida que lo rodeaba, se dividía en Pensionados y Personal, categorías más porosas de lo que cabría suponer, pues muchos de los enfermos menos afectados, los simples de espíritu o los tontos del pueblo depositados allá por obra del éxodo rural, trabajaban también en el Jardín o en la Carpintería, en la Pintura, en el Lavadero o en la Cocina...; el Lazareto estaba lleno de mayúsculas. Por ello les correspondía un estipendio a final de mes, que les era lícito despilfarrar en la Cafetería, con triunfales rondas de refrescos Pschitt de naranja o Vérigoud de limón, o en la compra de peines de celulosa o de tarjetas postales jamás enviadas.
Yo solía fijarme en ciertos psicópatas perturbados, los que tenían el rostro lívido, la boca abierta, la mirada vuelta hacia el centro de sus propios cerebros y enigmas, que llevaban cascos de cuero marrón, pero los demás deambulaban vestidos de azul por la arena de los paseos bajo los pinos, con maneras pensativas de filósofos antiguos o de zánganos, sentándose en los bancos para charlar o visitándose de pabellón en pabellón al final de la tarde. Entre estos se contaban mis grandes camaradas.
Uno de ellos en especial, un solitario melancólico conocido únicamente por el apodo de Taba-Taba, podía pasarse horas, si el tiempo lo permitía, sentado en los escalones de la puerta monumental, balanceando lentamente el torso hacia delante y hacia atrás frente a las aguas grises y verdes, y salmodiando Taba-Taba-Taba / Taba-Taba-Taba, con una perfecta cesura de verso alejandrino francés en el medio, con el torso en la posición más baja al final del primer hemistiquio y levantándose luego mientras pronunciaba el segundo, sin que pareciera que, con esa letanía, lo que estuviera echando en falta fuera el tabaco. Porque eso sucedía unos cuarenta años antes de que Correos eliminara el pitillo de Malraux en sus sellos. La administración hospitalaria, todavía poco sensible al tabaquismo en general y confrontada a problemas de otra gravedad, hacía distribuir entre los pensionados paquetes de cigarrillos Gauloises Troupes, los cuales salían de las partidas de tabaco de segunda categoría que la empresa Seita producía entonces para los soldados de segunda clase del matadero argelino. También se podían comprar en la Cafetería.
Lo que Taba-Taba parecía estar invocando, confusa y obstinadamente, era sin embargo otra cosa, más grande y más misteriosa, allí sentado sobre los escalones de la puerta monumental, con los cabellos al viento y su hermosa jeta de poeta o de profeta desquiciado alzada frente al río.
UNA DÁRSENA DE CUARENTENA
Ninguno de los locos que yo frecuenté durante esos ocho años –aunque ocho años en la infancia son un siglo entero– se tomaba por Cristo o por Napoleón, cuyo sobrino había sido sin embargo el fundador de nuestro Lazareto, al firmar el siguiente decreto imperial el 21 de mayo de 1862:
Napoleón, Emperador de los franceses por la gracia de Dios y la voluntad nacional,
A todos los presentes y futuros, Salud.
Tras el informe de nuestro ministro secretario de Estado del Departamento de Agricultura, Comercio y Obras Públicas:
Visto el dictamen conjunto del doctor Mélier, inspector general de los servicios sanitarios, y del señor Isabelle, arquitecto del gobierno, sobre las obras de construcción a ejecutar para la edificación de un lazareto en la punta de Mindin, en la orilla izquierda del Loira...
La misión preparatoria había emprendido sus trabajos en 1860, el año en que Louis Pasteur refutó la tesis de la generación espontánea e inventó la bacteriología. Un año más tarde, una epidemia de fiebre amarilla arrasó la ribera del estuario. Se excavó entonces una dársena de cuarentena en medio de los prados salados, destinada a acoger a las embarcaciones infestadas, o sospechosas de estarlo, antes de que atracaran en los puertos de Paimbœuf y de Nantes. Esa dársena debía ser lo bastante profunda para permitir que anclaran en ella los navíos de tres palos que regresaban del Caribe cargados de coco, caña de azúcar, crustáceos y, por supuesto, de loros, y tener la suficiente amplitud para poder desembarcar a las tripulaciones y a unos pasajeros que uno se imagina de traje blanco y sombrero para protegerse del sol, con las manos agitadas por los temblores y un pañuelo en los labios, sentados aparte sobre toneles de ron tumbados. El lugar sería destinado también a acoger al cuerpo expedicionario del general Bazaine, que iba a instalar a Maximiliano y a su esposa Carlota en el trono de México.
Según los planos originales que he podido consultar, al oeste de la dársena se alzaban la enfermería y el servicio de desinfección, luego había un vasto espacio libre para el campamento de los marineros, la casa del capitán, un lavadero, un refectorio y, más al oeste todavía, en medio de un perímetro rodeado de muros, el lazareto propiamente dicho, el lazareto del Lazareto, algo así como el calabozo de una prisión, el tabernáculo de un altar o la jaula para locos de un hospital psiquiátrico. Allí debían ser encerrados los contagiosos, que resultaban doblemente encerrados puesto que el conjunto del establecimiento, sus ocho hectáreas originales, estaba ya protegido por un alto muro reforzado, a lo largo de sus tres lados terrestres, y por un camino de ronda sin salida. Los únicos accesos estaban al norte: río arriba y frente a la dársena de cuarentena, se hallaba el canal de entrada de los navíos, y aguas abajo, la puerta monumental, que daba a unos cuantos metros de arena durante la marea alta y a una quincena de metros de cieno en la marea baja, puerta que estaba previsto que no se abriera más que para evacuar sobre la orilla los cadáveres contaminados, que serían enterrados en la isla de Saint-Nicolas-des-Défunts, en medio del río. Aquel arco de triunfo no vería desfilar más que a vencidos, y en posición horizontal.
La etimología de lazareto –contrariamente a lo que quizá pueda pretender algún médico haciéndose el chistoso mientras cierra con doble llave la puerta a tus espaldas– es ajena a la resurrección de Lázaro. La palabra es el resultado de una contaminación del habla veneciana, entre las palabras Lazaretto y Nazaretto, al referirse al primer establecimiento de confinamiento de apestados en el islote de Santa Maria di Nazareth, en medio de la laguna véneta. También es ajena a ese Nazarius, ciudadano romano canonizado, a propósito del cual Gregorio de Tours escribía en el siglo VI que se pueden ver «las reliquias de san Nazario en la diócesis de Nantes, en un burgo a orilla del Loira». Sin embargo, en el mismo momento en que por orden del emperador se excavaba en la margen izquierda del estuario la dársena de cuarentena de Mindin, se estaba abriendo en la otra orilla la dársena de flotación de Penhouët. Y san Nazario resucitó: el escocés John Scott instaló allí sus astilleros navales por invitación de los hermanos Pereire y de los sansimonianos, lanzando la construcción de navíos de casco de hierro. La mano de obra afluía. La Revue des Deux Mondes daba cuenta en 1858 de esa avalancha hacia el oeste:
Si uno quiere hacerse una idea de la manera incoherente y brusca con la que se puede levantar en pocos meses una ciudad californiana, puede irse a Saint-Nazaire a contemplar ese mismo espectáculo. Hoy día, Saint-Nazaire es una aglomeración de inmigrantes que crece a ojos vistas. Allí se trazan inmensas calles y por todos lados se levantan, como al azar, construcciones de toda clase, desde casas parisinas con puerta cochera hasta tabernas de marineros. Por lo demás, no hay red de vías públicas organizada, ni fuentes, ni policía. Hace dos años, Saint-Nazaire era un pueblo, hoy es una ciudad.
En ese año de 1858 nace en El Cairo la pequeña Eugénie-Joséphine, sin la cual yo no habría conocido el Lazareto. A la edad de cuatro años, esa niñita vestida de blanco y bordados contempla cómo las grandes olas esmeraldas traslúcidas, de un amarillo dorado en sus corazones vidriosos y rematadas por alambradas de espuma, ondulan bajo el sol. El barco cubre la ruta hasta el puerto de Marsella. Siete días, con escala en Malta. Ella abandona para siempre su Egipto natal y, en medio de la alegría del viaje y ajena por completo a las batallas, ignora que al hacerlo está desandando un camino deslizándose sobre esqueletos y ahogados.
En ese mismo año de 1862, el de su llegada a Francia y la fundación del Lazareto, el primer paquebote transatlántico construido en Francia, el Impératrice-Eugénie, se halla en dique seco en Penhouët. Saint-Nazaire se convierte en el puerto de embarque de la línea regular a Cuba y a México. Allí se descarga la hulla importada de Cardiff, y la cosa queda clara: la margen norte del río será marítima e industriosa, la sur, balnearia y ociosa. Todo separará a las dos orillas. El estuario es una frontera cuyas aguas turbulentas espumean con cada marea.
Al sur, por una de esas bromas que el viejo océano se complace en gastar a los geógrafos, Saint-Brévin había ido recibiendo del mar durante un siglo centenares de hectáreas de tierras de aluvión, aumentando con ese depósito arenoso el territorio nacional, y los discípulos de Brémontier, el creador del bosque de las Landas, emprendieron en 1860 la empresa de intentar fijar el terreno mediante la plantación de un pinar, con el fin de que las olas y las corrientes marinas no fueran a llevarse de nuevo lo que allí habían dejado olvidado. Se edificaron villas de arquitectura vasca o normanda, se hicieron parques, jardines, y muy pronto se abrió un casino, allí se cultivaron orquídeas, se plantaron mimosas y esquejes de rosal. La estación balnearia de L’Océan fue creada en 1882 y el pueblo de Saint-Brévin recibió en 1900 el permiso del Estado para llamarse Saint-Brévin-les-Pins. El año anterior, por falta de bacilos y virus tropicales en cantidad suficiente, el lazareto para marinos infectados había cerrado el negocio. Adrien Proust, padre de Marcel, comandaba entonces en Francia la lucha contra la peste y el cólera. Y concentraba los esfuerzos de su cordón sanitario en la costa mediterránea, que era la más amenazada.
Transformado durante la Gran Guerra en hospital para «peludos», como se llamaba a los soldados de infantería, el antiguo lazareto acogió tras el Armisticio a «niños de ambos sexos para los que esté recomendado un aire marino mitigado, mejor que un clima marítimo demasiado fuerte». Fue rebautizado como Casa Departamental de Convalecencia y Reposo de Mindin, denominación demasiado larga para los brevinenses, que, unas décadas más tarde y convertido ya en un establecimiento de asilo de enajenados, continuaban lógicamente llamando Lazareto al Lazareto puesto que había sido un lazareto.
Aquel entusiasmo de entreguerras por los baños de mar, por el sol y por la salud de los niños después de tanto lodo y tantas alambradas y tantos pulmones quemados, fue cantado por el doctor Dardelin, médico jefe del Lazareto, en un opúsculo publicado en 1931 por la editorial La Vague, en Pornic. En él se leen persuasivos textos sobre climatoterapia, talasoterapia y helioterapia, mezclados con amplias consideraciones geopolíticas y natalistas:
Se nos acaba de decir que hay que cambiar la antigua divisa Si vis pacem para bellum por la nueva Si vis pacem para pacem. Pero eso no son más que palabras contra palabras. Habría sido necesario explicar cómo hacerlo: Generando pueros. Frente a una Alemania rencorosa, ante una Italia agresiva, las mujeres de Saint-Brévin deben saber que el único modo de no acabar llorando al pie de un nuevo Monumento a los Muertos de la Guerra es este: hacer niños.
Aquel latinista sin hijos tenía respuesta para todo. ¿47º15’ de latitud norte, la misma que Terranova y Saint-Laurent, no es un poco septentrional para la balneoterapia? No, zanja él, porque a 2º10’ de longitud oeste está exactamente el punto de llegada de la corriente del Golfo:
Las aguas dulces y cálidas de la cuenca ecuatorial amazónica, tras ser arrojadas al océano al sur de la Guyana, suben hacia el noroeste junto a la costa guyanesa. Alcanzan el máximo calor en esa auténtica caldera tropical que es el golfo de México y atraviesan a continuación el Atlántico dirigiéndose hacia el nordeste. Ese gigantesco río de agua caliente está todavía a veintiséis grados de temperatura a la altura de los 40º de latitud norte, allí donde con frecuencia la temperatura del aire es de cero grados. A la corriente del Golfo se debe la característica suavidad de la temperatura en las playas del océano. Y determina en ellas una línea isotérmica de +7º en enero, paralela a la costa. Saint-Brévin se encuentra sobre esa línea.
Añadiendo a las isotermas sus anotaciones sobre la atmósfera –«Además del ozono marino, Saint-Brévin posee en abundancia el que proviene de la oxidación de la trementina de sus bosques de pinos»–, el doctor Dardelin deducía de ello sus propiedades terapéuticas:
Los niños obtendrán grandes beneficios de su estancia en Saint-Brévin. Si están sanos y con buena salud, aumentarán todavía más su capacidad de defensa frente a la enfermedad. Si están débiles o convalecientes, recuperarán pronto una salud normal. Los adenopáticos, en particular, si practican bien su gimnasia respiratoria, verán dilatarse sus fosas nasales y no tendrán necesidad de abrir la boca más que para comer, hablar o gritar. La tos debida a los ganglios traqueo-bronquiales desaparecerá. Hasta los cuatro años, el esqueleto de los raquíticos se enderezará sin aparatos. Las inflamaciones de amígdalas disminuirán. La hipotonía muscular se transformará en vigor; la palidez, en vivos colores...
Yo no conocí al doctor Dardelin. Tuvo un accidente al volante de su automóvil en 1943 al embarcar en el lanchón de Pellerin, y se ahogó en el Loira. E imagino las miradas suspicaces que su viuda, enfermera del Lazareto, debía dirigirme cuando se cruzaba por casualidad en los paseos con mi tez de aspirina y mi musculatura de mosquito. Aquella mujer desabrida, que conservó después de la Liberación su uniforme de la Cruz Roja, con la banda blanca ceñida a la frente y la larga capa azul marina, quizá pensaba entonces, asintiendo con la cabeza, en su difunto marido, y se preguntaba cómo cuadraba con los cálculos de líneas isotérmicas y con la oxidación de la trementina el hecho de que un niño, que ni siquiera estaba hospitalizado y que habitaba desde su nacimiento en la vivienda del personal junto a la puerta monumental del Lazareto, pudiera ser tan insensible a los efectos hipertónicos y dardelianos de la geografía marina. Ella ignoraba que por dentro yo era el Caballero Negro.
Eso sucedía después de que el Lazareto, bombardeado, evacuado, transformado en campo de prisioneros de guerra alemanes y devuelto a principios de los años cincuenta a su uso médico, hubiera sustituido su sueño de falansterio de la puericultura por la realidad de la psiquiatría pura y dura. En lugar de a niños sanos con mejillas coloradas haciendo gimnasia entre el perfume balsámico de los pinos marítimos y la polvareda de la rubia arena de las dunas, el Lazareto acogía entonces a enfermos mentales cuyos casos parecían desesperados, en especial, aquellos que tenían psicosis con episodios agudos, encefalopatías y secuelas de la enfermedad de West.
Sin embargo, de aquel millar de retardados profundos, solo el amnésico Taba-Taba iba a ser en parte responsable, años más tarde, de mi partida del Lazareto, como lo era de los progresos que yo realizaba en su compañía, sentado un escalón más abajo que él en la escalera de la puerta monumental, en la sincronización del balanceo de mi busto con el suyo, adelante y atrás, mientras recitaba nuestra letanía: Taba-Taba-Taba / Taba-Taba-Taba. Yo me iba exiliado a L’Océan.
Los archivos del Lazareto han desaparecido. Nunca sabré el nombre de Taba-Taba. También me habría gustado conocer los testimonios de los primeros contagiosos que me precedieron en aquel lugar, prisioneros a los que les estaba prohibido incluso el acceso a la puerta monumental, y que no podían distinguir en el dique seco de la otra orilla al Impératrice-Eugénie, en aquel año de 1862 en el que una muchachita de blanco y doble nombre propio de emperatriz, Eugénie-Joséphine, había abandonado Egipto y llegaba a Francia.
¿Les ofrecerían a aquellos reclusos las últimas novedades de las librerías? Victor Hugo publicaba tras su exilio Los miserables, Gustave Flaubert, Salambó, y Jules Verne, Cinco semanas en globo. Se traducía por primera vez El origen de las especies, de Charles Darwin. Y ese tal señor Isabelle, arquitecto del gobierno del Segundo Imperio, había venido para asistir a la inauguración de su lazareto y de la puerta monumental, que él había decidido flanquear con dos alas de edificios como dos largos pasillos, destinadas a alojar al cuerpo de guardia, sin poder imaginar que menos de un siglo después un niño crecería en una de esas dos alas, la de la izquierda mirando al río, y también sería encerrado allí, inmóvil a lo largo de días y noches, tumbado de espaldas, con las piernas abiertas de par en par y los mejillones al aire.
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Traducción de José Manuel Fajardo.
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