19/05/2022
Empieza a leer 'Tríptico de la tierra' de Mercè Ibarz
El indio más viejo se detiene,
mira lo que tiene delante,
comprende algo
y dice a los indios jóvenes:
–¡Deteneos! ¡En el mundo muerto
no somos invisibles!
Tenemos que ir por los límites del mundo.
La selva esmeralda
JOHN BOORMAN, 1985
1
Ir y volver de Saidí se puede hacer por caminos diferentes, y a mí hace veinticinco años me gustaba en particular la carretera de arriba. El coche de línea nacía en el mismo pueblo, delante de la taberneta, y tenía unas cuantas paradas por pueblos de Lérida antes de llegar a la ciudad. Pero la carretera era recta, recta. Dejábamos Saidí, me volvía a saludar la silueta de la ermita de Sant Antoni y los altiplanos que en el horizonte protegían la ribera baja del Cinca de la aspereza de los Monegros y, enseguida, cada vez, mi madre hacía que me fijara en uno de los viejos pozos que había junto al camino, al que durante la guerra habían arrojado tantos cadáveres. Lo mirábamos y mi madre callaba, hablaba para sus adentros y yo no le preguntaba nada. Todavía no sabía gran cosa del frente del Ebro y de los anarquistas. Era 1968 y yo tenía catorce años, la edad ritual que en el pueblo equivalía a empezar a trabajar en el campo. Así había sido para mis padres y para mi hermano. Pero yo me dirigía a Lérida y después, al acabar el bachillerato y el preuniversitario, me iría a Barcelona. Era una chica, las máquinas ya habían llegado a la agricultura y en casa no me necesitaban, podría seguir estudiando y hacer una carrera. Una carrera. Jaume continuaría en la tierra: mi padre había comprado un tractor y, con los hermanos de mi madre, una cosechadora con la que se turnaban, unos por la mañana y los otros por la tarde. La carretera era recta, recta.
Era una carretera nueva. Une los pueblos de colonización decretados por el franquismo a finales de los años cuarenta y levantados por gente del sur en estas tierras de la frontera leridana que habían sido de la mujer de Macià – del presidente Macià de «la casita y el huerto», entonces no lo sabía– y que seguían en la órbita de una antigua y certificada familia vinatera catalana. Todavía hoy, en una de las plazas de la iglesia, el reloj del campanario está parado en la misma hora que cuando pasaba yo con el coche de línea, las ocho menos cuarto. En esa parte de la frontera, las propiedades agrícolas están concentradas, los bancales son inmensos y ya entonces se regaban mediante un sistema de aspersión de grandes dimensiones, desconocido en Saidí. Ruedas y tuberías como esqueletos de dinosaurios de metal que hoy son la arqueología resistente de los rudimentos de la industrialización agrícola.
San Miguel, el primer pueblo, era también mi primera señal del exterior. Mucho más que los puentes de Fraga y que la propia Lérida con la calle Mayor llena de tiendas y aquella fachada repleta de juguetes de arriba abajo que conocía desde los cinco o seis años. San Miguel era para mí el exterior quizá porque se encuentra en la dirección por entonces más transitada de la agricultura, caminos que en aquellos años me resultaban más familiares que ir a Lérida por abajo, por la vieja carretera de Fraga.
Era la dirección de los cereales, del secano, es decir, del Plantiu, de los Montcalvos y de los Abellars, donde cosechábamos alfalfa a mano y donde las máquinas empezaban ya a segar y cosechar por su cuenta el trigo y la cebada. Cruzábamos la acequia de la Clamor Amarga, que recorre el secano hasta ir a dar al Cinca, y todavía quedaban tres kilómetros a pie. A veces mi madre, que andaba muy deprisa, alta y decidida, siempre como huyendo de algún quebradero de cabeza, me llevaba en brazos. Veíamos salir el sol ante nosotras, coloreando el secano henchido de grano.
En las sierras peladas de los Montcalvos pasábamos dos semanas enteras en época de siega. Antes de acostarnos, mirábamos las estrellas, el abuelo reconocía algunas y de vez en cuando, si la cosecha iba bien, se inventaba historias. Era un hombre fachendoso y bonachón. Para él era importante poder llegar a casa y decirle a la ama – la abuela– que solo se había comido el pan del bocadillo y había ahorrado el jamón, no tenía que molestarse en cortarle más para el día siguiente. Entonces se sentaba, satisfecho, junto al fuego de la cocina. Era el único que llamaba la Codonyera a los Montcalvos, porque cuando los había comprado, de joven, había un membrillo, un codonyer. Una pareja de Vallmanya había mostrado interés por instalarse allí, pero el compromiso había quedado en agua de borrajas. La boda estaba tan avanzada que la casa del mas se había distribuido por dentro como vivienda, no como los de los Abellars o el del Plantiu, que no eran más que almacenes en los que, cuando hacía falta, personas y mulas dormíamos juntas.
El mas de los Montcalvos tenía cocina, cuadra y habitaciones. Olía a lámpara de aceite, a tendal de aceitunas, a paja nueva. En el bancal más alejado de la casa, mi padre me decía todos los años: «¡Ve hasta el final, pon un pie al otro lado y ya tendrás una pierna en Aragón y otra en Cataluña!» Y yo siempre lo hacía.
A mediados de los sesenta, los olivos eran prácticamente los únicos árboles. Solo había unos cuantos almendros y poca cosa más. No se cultivaban más frutas u hortalizas para alimentar la casa. Higos y melocotones de secar, uva y tomates de despensa y de conserva, patatas, melones y todas las verduras del huerto. Saidí pasaba por entonces de los dos mil habitantes, la cifra más alta que ha llegado a alcanzar. Casi todas las familias eran propietarias de la tierra que trabajaban, pero ni la tenían ni la tienen concentrada en una sola parcela, como en los pueblos de la carretera de arriba. La mayor parte de las casas tenía de seis a diez hectáreas, y de quince a más de veinte unas cuantas, entre ellas la mía. Había también dos o tres terratenientes. Las propiedades estaban repartidas en tres o cuatro lugares del territorio y, a su vez, cada terreno geográfico estaba formado por pequeños bancales que iban bien para el trabajo del labrador con los animales, pero que fueron una fuente de nuevos problemas cuando llegaron las máquinas, que requerían bancales grandes.
Saidí estaba orientado en aquella época hacia el secano regado por el canal de Aragón y Cataluña. Es el pueblo de la zona con más territorio fertilizado por esa obra hidráulica y agrícola decisiva. Oía hablar a los hombres con respeto de 1909, cuando se había abierto el canal y mis abuelos eran unos críos. Los pequeños propietarios campesinos de entonces eran poco más que siervos feudales sin señor. Sus fatigas eran inclementes. No pasaban de recoger unas cuantas aceitunas, cereales y hortalizas para su propia supervivencia. Los pocos árboles que hay en las sierras los plantaron ellos, para poner coto al cierzo y al bochorno. Por fin, en los años sesenta, los payeses que pudieron comprar tractores ampliaron poco a poco su patrimonio, ganando nuevas terrazas de cultivo a las sierras. Los que no estaban en condiciones de hacerlo no sobrevivieron en la tierra. En aquella década maquinista más de cien personas dejaron el pueblo por la ciudad.
En este lado de la ribera, Saidí era a principios de siglo el único pueblo donde, pese a la miseria y los vestigios feudales, casi todas las familias tenían tierra propia, aunque tan solo fueran unas fanegas. El canal lo hizo revivir. Los demás pueblos de la ribera tenían menos secano, menos tierra de rendimiento. El canal les quedaba lejos. Aunque lo que de verdad decidía la suerte era que la tierra no fuera propiedad de los campesinos y que los señores fueran brutales. Por las carreteras de la ribera, grupos de maestros libertarios recorrían los pueblos durante los años de la República y de la guerra, años feroces, y enseñaban a leer y a escribir.
Gracias al agua del canal, la tierra ganada a los Montcalvos no tardó en ser fértil. El sistema de riego es el mismo que cuando llegó el agua hace casi noventa años: con un azadón, el agricultor abre y acompaña el paso del agua por las regueras de un territorio desnivelado y dividido como un mosaico.
La huerta, al otro lado del secano, donde se pone el sol, era un territorio secundario. En el otoño de 1968, cuando me fui a Lérida, ya hacía tiempo que los hombres pensaban en lo que debía cultivarse allí, una vez que se habían hecho a la idea de que trabajar el arroz se había vuelto una tarea demasiado cara. Cada año hacía falta más mano de obra para arrancar las malas hierbas que habían criado las cosechas. «La tierra es madre de todas las hierbas; y de todo lo que se le planta, madrastra», asegura el dicho campesino, y los años lo confirman uno tras otro, hoy tanto o más que entonces.
A cultivar el arroz y a mostrar su experiencia habían ido a la huerta algunas familias valencianas y de las tierras del delta del Ebro. Gracias a ellas, los niños sabíamos que había ratas de agua tan limpias que se podían comer, aunque no acabábamos de creérnoslo. Nos lo decíamos unos a otros con una mezcla de asco y admiración. ¿Una rata de agua es como un conejo? ¿Un conejo es como un gato? ¿Un gato puede ser una rata? Quizá. Los mayores no nos lo dejaban claro, nos contestaban con cosas confusas sobre los años de la guerra y lo que puede llegar a hacer o comer una persona. Si te olvidabas de las ratas de agua y preguntabas directamente por la guerra, el desasosiego de los mayores se volvía más turbio. Se lo notabas en la cara, en los labios apretados y los ojos endurecidos. «De esa guerra», decía la abuela, nunca sabremos nada, nadie podrá explicarla nunca...
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Traducción de Carlos Mayor.
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