01/01/2025
Empieza a leer 'Un detalle siniestro en el uso de la palabra fascismo' de Santiago Gerchunoff

 

«Fascismo» no es menos múltiple que «democracia» o aun que «gobierno». No poseemos un lenguaje político «científico» en el que cada expresión tenga un significado fijo, simple y universalmente reconocido; solo tenemos un lenguaje vivo, popular, a merced del uso y de las circunstancias en el que cada expresión es susceptible de muchas interpretaciones, ninguna de las cuales carece de fuerza y significación.
MICHAEL OAKESHOTT (1952)


El cordón sanitario aguanta en Francia: hoy no ha ganado el régimen de Vichy.
Telediario de La Sexta,
13 de junio de 2024

 

1. Un detalle siniestro en el uso de la palabra fascismo

Fascismo, fascismo, fascismo. Fascismo en la calle, fascismo en el colegio y fascismo en la oficina. Fascismo en el banco, en tu casa y en la mía. Fascismo, claro, en la red social, en el parlamento, en el juzgado y en el hospital. Fascismo, fascismo, fascismo. Fascismo aquí, fascismo acá y fascismo más allá.

Estamos terminando el primer cuarto del siglo XXI y el uso de la palabra fascismo lleva al menos tres décadas en el centro mismo del lenguaje político común. En los últimos diez años, sin embargo, el término ha proliferado de una forma inédita, descomunal. Atribuir una naturaleza fascista a determinados actos, personas o partidos políticos se ha convertido en una rutina diaria, en un espectáculo al que asistimos infinidad de veces al cabo de cada jornada; mucho más a menudo, en todo caso, que entre los años veinte y los años setenta del siglo pasado, cuando la tragedia ocasionada por la barbarie fascista era aún palpable. Sí: en la época del fascismo histórico por antonomasia (los años veinte, treinta y cuarenta del siglo XX) la palabra fascismo se empleaba con menor frecuencia que ahora. La finalidad que se persigue en nuestro tiempo con el uso de este término es establecer un paralelismo entre ciertos fenómenos sociales o políticos actuales y aquel fascismo histórico de la primera mitad del siglo XX, esto es: con el insondable horror que desencadenó. De ahí que semejante compulsión terminológica acabe desatando casi siempre una discusión o un ovillo de discusiones en torno a si es históricamente lícito (riguroso) rotular determinados fenómenos contemporáneos como fascistas.

Pero más allá del aspecto técnico (historiográfico) de esta disputa, el hecho es que en todas partes se discute apasionadamente sobre la relación que guarda nuestro presente (nuestros propios años veinte) con la primera mitad del siglo pasado. Se puede abrir un telediario identificando el ascenso electoral de Marine Le Pen con «el régimen de Vichy» (régimen que se estableció después de la llamada batalla de Francia en 1940, en la que murieron más de noventa mil franceses y cerca de treinta mil alemanes) sin que la desproporción de la analogía impida que los espectadores la comprendan y se conmuevan. El tema produce en muchas personas un regodeo no exento de patetismo: hay pensadores que parecen (o aspiran a parecer) intelectuales de entreguerras, pero sin guerras; que disfrutan al proclamar (aunque lo hagan en tono de lamento o alarma) que están viviendo «tiempos oscuros» para la democracia liberal precisamente por el supuesto ascenso (o reaparición) del fascismo. Hay muchos artículos, libros, cursos, talleres y conversaciones sobre diversos aspectos de nuestra época que en algún momento abordan esta cuestión: ¿es correcto llamar fascistas a los actuales partidos de extrema derecha?, ¿se encuentra nuestra sociedad amenazada por el fascismo?, ¿no es un deber histórico señalar las actitudes que reconocemos como fascistas (como preludio del fascismo) para detener su avance?

Pues bien: en las próximas páginas no tengo la menor intención de analizar si está bien o mal definir los partidos actuales de extrema derecha como fascistas; ni siquiera si nos conviene o no emplear ese término para conjurarlos. Lo que de verdad me interesa, en cambio, es entender por qué nos resulta tan ineludible, tan atractivo, tan emocionante y necesario usar la palabra fascismo, por qué nos empeñamos tanto en demostrar que son o no fascistas ciertos partidos, prácticas o acciones habituales en este siglo nuestro, marcado por la conversación pública de masas. ¿Qué nos pasa cuando llamamos fascista a un adversario político? ¿Qué nos va en ello?

Si estuviera dispuesto a usar un lenguaje un tanto caduco, en el que ni yo ni nadie confía ya demasiado, diría que mi interrogación sobre el uso de la palabra fascismo pretende ser filosófica; mientras que la pregunta sobre la pertinencia histórica del uso actual de la palabra fascismo sería científica nada más. Si la filosofía es reflexiva en comparación con la ciencia, lo es en este sentido: el pensar filosófico nunca piensa simplemente sobre un objeto (el fascismo, por ejemplo), sino que, mientras piensa sobre cualquier objeto, se cuestiona también su propio pensar en torno a ese objeto. Así pues, más que en el fascismo como objeto, en estas páginas trataré de pensar en nuestro uso de la palabra fascismo como fenómeno; me preguntaré menos por determinados hechos históricos que por la idea de historia a través de la cual los interpretamos.

Cuando señalamos como fascista a alguien, cuando usamos la palabra fascismo, nos sentimos virtuosos, osados y vivos de un modo muy específico. Probablemente, ocurra algo parecido con el uso de otras palabras en el lenguaje político, pero aquí me interesa investigar el efecto emocional específico del uso de la palabra fascismo, porque hay una emoción política propia, particular, singular y casi exclusiva en el uso de la palabra fascismo. Las emociones son, evidentemente, pilares fundamentales de la vida política. No en un sentido despectivo, antagonista de la razón, según la vieja viñeta platónica de los caballos del alma, sino en un sentido meramente descriptivo: son, como mínimo, la materia, la masa que la razón ha de trabajar, matizar, moldear. La deliberación racional por sí misma, sin estas emociones a las que da forma, no alcanza para producir efectos políticos, para poner en marcha proyectos colectivos o inscripciones políticas individuales en el mundo. Ahora bien, en lo que quiero insistir es en que detrás de toda emoción política fuerte y especial se esconde una historia que puede comprenderse mediante la razón; en que detrás de toda emoción política se aloja un argumento, tanto en el sentido de razonamiento como de trama narrativa. Mi propósito es desvelar el argumento, la trama que hay detrás de la emoción política característica del uso que se hace hoy en día de la palabra fascismo. Y trataré de que ese argumento tenga sentido incluso si Mussolini apareciese vivo en una isla remota, se declarase fascista y suscitase la admiración y la adhesión de multitudes a lo largo de todo el mundo. Incluso si refundase un partido fascista, esta vez trasnacional, y se construyese un robot gigante y brutal llamado «Hitler» fabricado con inteligencia artificial y criptomonedas, mi argumento debería seguir siendo válido.

Veamos cómo me las arreglo.

 

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Un detalle siniestro en el uso de la palabra fascismo

 

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