04/03/2024
Empieza a leer 'Un lugar soleado para gente sombría' de Mariana Enriquez
Hoy me dio tristeza, sufrí tres tipos de miedo,
acrecentados por un hecho irreversible: ya no soy
joven.
ADÉLIA PRADO
A wound gives off its own light.
ANNE CARSON
Doesn’t have arms, but it knows how to use
them. Doesn’t have a face, but it knows where to
find one.
THOMAS LIGOTTI
MIS MUERTOS TRISTES
Ahora es tiempo de que ustedes vuelvan.
Ya se fueron suficiente tiempo.
LYDIA DAVIS,
Ni puedo ni quiero
Primero, creo, debo describir el barrio. Porque en el barrio está mi casa, y en la casa está mi madre. Una cosa no se entiende sin la otra. No se entiende por qué no me voy. Porque puedo irme. Puedo irme mañana.
El barrio ha cambiado desde mi infancia. Solía ser viviendas para obreros construidas en los años treinta en calles angostas; casas de piedra, hermosos jardines pequeños y ventanas altas con persianas de hierro. Se puede decir que los propios vecinos las fueron arruinando con sus innovaciones: los aires acondicionados, los techos de tejas, algún piso más arriba construido con materiales diferentes, revestimientos y pinturas exteriores de colores ridículos, o la eliminación de las puertas de madera originales reemplazadas por otras más baratas. Pero, además del mal gusto, el barrio se tornó isla. De un lado nos limita la avenida: es como un río feo, se cruza, no hay mucho en sus orillas. Pero al sur tenemos los monoblocs que se fueron volviendo más y más peligrosos, con los chicos que venden paco en las escaleras y a veces se tirotean si hubo alguna escaramuza o si simplemente están de malhumor porque perdieron un partido de fútbol. Al norte había un parque donde iba a construirse no sé qué centro deportivo que nunca se llevó a cabo y ahora el predio está ocupado por casas pobrísimas; las mejores, de ladrillo hueco, y las más precarias, de chapa y cartón. Los monoblocs y esta villa se comunican. Entiendo lo que pasa: cuando la miseria acecha de la forma en que acecha en mi país y en mi ciudad, si hay que recurrir a lo ilegal para sobrevivir, se recurre. Se gana más dinero que en un trabajo legal. Además, no hay tanto trabajo legal, para nadie. Y si vivir mejor implica un riesgo, bueno, hay mucha gente dispuesta a tomarlo.
La mayoría de mis vecinos, los de esta isla de casitas construidas cuando el mundo era otro, no creen lo mismo. Quiero aclarar: yo también tengo miedo. Yo tampoco quiero que me atrape una bala perdida, a mí o a mi hija cuando viene de visita (poco), ni que me roben sistemáticamente en la parada del colectivo o cada vez que el auto se ve detenido por la luz roja en la esquina de los monoblocs. Yo también vuelvo llorando cuando un adolescente enarbola un cuchillo y me arrebata el teléfono. Pero no quiero matarlos a todos. No creo que sean lacras y negros y extranjeros y descartables e irrecuperables. Mi exmarido, que vive en la Patagonia y trabaja en una empresa petrolera, me dice que los vecinos están asustados. Yo le digo que el fascismo en general empieza con miedo y se transforma en odio. Él me dice que venda la casa y que me mude al Sur, cerca de él. Estamos separados, pero somos amigos. Siempre fuimos amigos. Su nueva mujer es adorable. Yo suelo poner por excusa a Carolina, nuestra hija, pero es solo una excusa. Carolina vive lejos de mí y de esta casa y trabaja como productora de moda en una revista de páginas satinadas. No me necesita.
Yo me quedo porque mi madre vive aquí. ¿Una muerta puede vivir? Está presente, entonces. Desde que la descubrí entiendo mejor la palabra. La presentí antes de verla.
Mi madre fue una mujer feliz hasta que se enfermó de cáncer y vino a mi casa a morir. La agonía fue larga, dolorosa e indigna. No siempre es así. El enfermo sabio que desde su cama, ya sin pelo y con la piel amarillenta, imparte lecciones de vida es una romantización ridícula, pero es cierto que hay personas que sufren menos. Se trata de fisiología y también de temperamento. Mi madre tenía reacciones alérgicas a la morfina. No podía usarla. Tuvimos que recurrir a analgésicos inútiles. Murió gritando. Una enfermera y yo la cuidamos todo lo que pudimos. No pudimos mucho. Soy médica, pero hace rato que no trabajo con pacientes y prefiero ser administrativa en una empresa de medicina privada. A los sesenta ya no tengo ánimo, paciencia ni pasión. También es cierto que durante mucho tiempo negué (la negación es una droga poderosa) lo que tuve que asumir con mi madre. Hay fantasmas que se me presentan. Que me buscan. No los veo yo sola: en el hospital, las enfermeras salían corriendo. Yo las tranquilizaba, les decía «chicas, están sugestionadas».
La escuché gritar una mañana, a mi madre. No una madrugada, no durante la noche: a esa hora llena de luz, tan extraña para un fantasma. Las casas del barrio, aunque bonitas, están muy cerca, a la manera de las semi-detached británicas: fueron construidas por empresarios ingleses del ferrocarril para sus trabajadores. Mi vecina Mari, que nunca sale de su casa porque tiene terror a que le roben y la maten y quién sabe qué otras fantasías fóbicas, se asomó desde su ventana, que da a mi pequeño jardín delantero, con los ojos desorbitados justo cuando yo salía para verificar que no hubiese nadie en la calle, un acto reflejo tonto empujado por mi propio pánico: no podía creer estar escuchando los gritos de mi madre muerta. Pensé que, quizá, se trataba de alguien en la calle. Un accidente, una pelea. Mari también recordaba los gritos verdaderos de mi madre y estaba estupefacta, helada.
–Es la televisión, Mari, métase adentro –le dije.
–¿Es que usted se da cuenta del parecido, doctora?
–Mucho. Estoy muy impresionada.
Y entré.
Como no sabía qué hacer, me puse a buscar la fuente de los gritos por la casa y a pedir, como si rezara, que bajase el volumen. No le pedí que dejara de aullar: que fuese más discreta, eso le pedía. Se lo había pedido a otros fantasmas en el hospital antes, en una clínica después. A veces funcionaba, este ruego. Mi madre siempre tuvo sentido del humor, así que el pedido de bajar el volumen la hizo reír. No la encontré ese día, que me tomé libre en el trabajo, pero sí por la noche, sentada en el piso de la habitación donde había muerto, ahora convertida en un depósito de muebles que nunca me tomo el tiempo de tirar o regalar. Estaba delgada, pero como al principio de su cáncer; no era esa mujer seca y afiebrada de los últimos meses. No quise acercarme: apoyada en la puerta, con las rodillas temblando, le canté. Y mientras cantaba me dejé caer hasta que quedamos las dos frente a frente, sentadas, yo con las piernas cruzadas, ella sobre sus rodillas. Era la canción que la tranquilizaba cuando el dolor era insoportable, o al menos eso elegía creer yo. Esa noche no gritó.
Pero los fantasmas, aprendí, se fastidian. No sé qué piensan, si es que piensan, porque más bien repiten, y las repeticiones parecen actos reflejos sin pensamiento, pero sí que hablan y sí que opinan y sí que tienen arranques de malhumor. Mi madre anda por la casa, a veces siente mi presencia, a veces no. Y de vez en cuando parece que le vuelve la furia. La de su cuerpo degradado, la del ano contranatura y la humillación; ella había sido elegante, recuerdo que lloraba «el olor, el olor». Era peor que el sufrimiento físico, a veces. Entonces grita. A veces son gritos de pura rabia. Yo tengo varias formas de tranquilizarla que no tiene sentido enumerar aquí.
Lo interesante es lo que empezó a pasar en el barrio. Entonces me di cuenta de que ni yo estaba loca –lo pensé: cualquiera que ve a su madre muerta subiendo una escalera lo piensa– ni ella era una fantasma única.
* * *
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