02/05/2022
Empieza a leer 'Un malestar indefinido' de Samantha Harvey
UN AMIGO: ¿Qué estás escribiendo?
YO: No estoy muy segura, unos textos ensayísticos. Bueno, no son exactamente ensayos. No son para nada ensayos. Son reflexiones.
UN AMIGO: ¿Sobre qué?
YO: No estoy segura. Sobre esto y aquello. Fundamentalmente sobre la falta de sueño. Pero la muerte está siempre acechando.
UN AMIGO: Vaya un tema.
YO: ¿En qué sentido lo dices?
UN AMIGO: Es un tema muy macabro.
YO: Pero todos vamos a acabar...
UN AMIGO: Pero todavía no.
YO: Pero todos, día tras día...
UN AMIGO: Lo que hacemos día tras día es vivir.
YO: En mitad de la vida estamos...
UN AMIGO: Buf.
YO: En mitad de la vida estamos...
UN AMIGO: ¿Y por qué no escribes otra novela en lugar de escribir eso?
YO: Mi primo murió solo en su apartamento. Creen que cuando lo encontraron, llevaba dos días muerto. No era muy mayor.
UN AMIGO: Oh.
YO: No es... Yo... No teníamos una relación muy estrecha.
UN AMIGO: Qué putada.
YO: No puedo dejar de pensar en él metido en el ataúd bajo tierra.
UN AMIGO: Pues sería mejor que dejaras de hacerlo.
YO: Cuando pienso en eso, me brota de las entrañas una aflicción inconmensurable, un pesar absoluto, como si lo sintiera por todas las personas a las que voy a perder. Como si la muerte de mi primo fuera un umbral que conduce a todas las muertes. ¿Qué es lo que impide que las avispas parásitas y los voraces escarabajos devoren los ojos de mi madre? Soy una niña a la que ella le dice que guarde silencio para coger el sueño, la niña que come tostadas con sardinas junto a ella, la niña que lee con ella un libro de Roald Dahl, la que camina de su mano para ir al colegio y a la que baña pasándome una esponja por la piel llena de urticaria, y ahora me imagino que las bacterias de sus entrañas están devorándole los órganos y está descomponiéndose. Y la aflicción que siento me impide respirar.
La muerte de mi primo ha abierto la puerta a todas las muertes.
No puedo respirar ante tanta aflicción futura.
UN AMIGO: [Ha desaparecido.]
*
Medianoche:
Me tumbo en la cama. La cabeza sobre la almohada. Salgo de la cama; movida por la superstición, recojo la ropa desparramada por el suelo, la doblo, la amontono y la retiro; una de las innumerables pequeñas rutinas que llevo a cabo para evitar una noche en blanco. Una de las innumerables pequeñas rutinas tachadas de superstición, en la supersticiosa creencia de que los actos supersticiosos solo contribuirán a reducir las posibilidades de dormirme, pero que al final me es imposible ignorar. Son del todo necesarias. Ya hace mucho que conciliar el sueño dejó de ser un acto natural y se ha convertido en un acto de magia negra.
Vuelvo a meterme en la cama y leo una antología de cuentos de William Trevor. No tarda en llegar la somnolencia, como algo que me llama desde la esquina. Noto un intenso y agudo dolor en la parte superior de la cabeza; siento punzadas de agujas de bordar en el cuero cabelludo. Apago la luz y la habitación queda más o menos a oscuras. Oigo un extraño crujido proveniente de quién sabe dónde.
El corazón acelera su bum-bum-bum, una ligera percusión en un pecho que se llena de aire. Respira, respira. Y, con la luz apagada, ahí vienen, todos, los sagrados y los aterradores, aquí están.
En un ars moriendi medieval el lecho de muerte del moribundo está rodeado de ellos, santos y demonios, todos rivalizando por dominar su alma. Los demonios tratan de arrastrarlo hacia la desesperación; hay uno de aspecto simiesco, con cuernos y un rostro humano en su vientre que sostiene una daga; otro parece un perro con un solo cuerno, una perversa sonrisa y un dedo que llama a acercarse; otro con cabeza de carnero que mira por encima del hombro; otro con pinta de sátiro y nariz ganchuda que no deja de relamerse. Ven con nosotros hacia la muerte, dicen. Renuncia a tu fe y síguenos.
Y en otra imagen aparece el mismo hombre, el sátiro yace desplomado junto al lecho y asoma la pierna de otro demonio que, atemorizado, se ha escondido bajo la cama. De pie junto a la almohada aparecen María Magdalena y, con las llaves del Cielo en una mano, San Pedro. Detrás de ellos, Jesús crucificado, con la cabeza echada hacia atrás por encima del madero horizontal de la cruz, y sobre el cabezal de la cama se ve el gallo de la redención de Pedro, el gallo cuyo cacareo lo despertó de su negación de Cristo y le hizo arrepentirse. Ven con nosotros, dicen el gallo, San Pedro y Cristo, aquí está tu salvación, ven con nosotros al reino de los cielos.
Cierro los ojos y trato de retener la sensación de somnolencia, cuya llamada sigue ahí, tras el latido sincopado del corazón. El corazón, un correoso trozo de carne, anegado de miedo. Pasan cincuenta minutos; ya es casi la una. A esta hora, las noches que logro conciliar el sueño, ya estoy durmiendo; si todavía no estoy dormida, lo más probable es que pase la noche despierta. El sudor es el primer indicio de pánico, como una tormenta que se oye a lo lejos en la planicie, los difusos truenos amortiguados. Tal vez consiga dormir, quizá la tormenta se aleje.
San Pedro sobrevuela con la llave: cógela, dice, te permitirá entrar. Me acerco a él e interviene el Diablo, porque el deseo de dormir es también su negación: cuanto más lo deseas, más difícil es atraparlo. Oigo pronunciar la palabra «avidez» desde algún punto en la oscuridad. «Estás demasiado ávida de sueño.» Jesús está sentado despatarrado, muerto, boquiabierto mirando al techo. Después oigo susurrar la palabra «ven», pero no sé quién la pronuncia. ¿Santo o demonio? No lo sé.
Ten fe, oigo. Ten esperanza.
Pierde la fe, oigo. Abandona la esperanza.
El corazón palpita, el cuero cabelludo se tensa. Mi pequeña habitación está a rebosar. Las palpitaciones de mi corazón son cada vez más sonoras. Hay sacudidas en el aire. Es el revoloteo de las arpías, con las garras en alto y las mejillas hundidas por el hambre, mientras Pedro se acerca furtivamente a mi almohada.
Echada de costado, meciendo la cabeza. La somnolencia se desvanece, como desaparece la imagen al apagar un viejo televisor: se va contrayendo hasta convertirse en un punto. Después, vacío y oscuridad; la inabarcable extensión de una noche en vela.
*
Mi primo está junto a nosotros en un ataúd cerrado, con la piel maquillada de un modo que su palidez parece verosímil y con los ojos y labios sellados con pegamento. Sus venas, antaño moradas por la circulación de la sangre, están ahora paradas y henchidas de líquido de embalsamar, y todos los orificios que quedan fuera de la vista están taponados. El cuerpo está recorrido de puntos de sutura por la autopsia. El cráneo abierto con una sierra y vuelto a cerrar, los órganos extraídos y reemplazados sin gran precisión: el corazón un poco demasiado a la izquierda, los pulmones un poco torcidos (es difícil recolocarlos en la posición exacta), la lengua y la tráquea han desaparecido. Le han lavado y le han peinado. Lleva la camisa abotonada.
Sobre el pecho, Pole to Pole e Himalaya de Michael Palin.
A mi derecha, mi tía gimotea quedamente con la boca cerrada, produciendo el sonido que emitirías de forma involuntaria si alguien se sentase sobre tu pecho.
Mi primo nació con una deformidad facial, un bulto que cuando se lo extrajeron le dejó en la mejilla una fea cicatriz, pero quienes lo conocíamos dejamos pronto de fijarnos en ella. Con los años, esa cicatriz se fue difuminando. La mala suerte lo persiguió desde el nacimiento: primero, la cicatriz y, después, la epilepsia, con ataques regulares e intensos. Pero se había enfrentado a su desgraciada existencia con una callada energía; viajó muchísimo durante su breve estancia en el mundo. Fue a lugares remotos y casi siempre lo hizo solo. Amaba Byron Bay, se llevó la bici a Australia y una vez allí cayó en la cuenta (¿cómo no fue consciente de ello antes?) de que el país era demasiado grande para recorrerlo dándole a los pedales.
Tailandia, Indonesia, Birmania, Singapur, Canadá, Mozambique, Rusia, México, Cuba, Brasil, Japón, la mayor parte de Europa (me lo estoy inventando, no recuerdo la lista del panegírico, en ese momento estaba demasiado ocupada contemplando el ataúd a mi derecha y pensando «está ahí dentro, muerto»). Cuando disponía de un fin de semana libre o disfrutaba de una semana de vacaciones, tomaba un vuelo a un destino u otro o se subía a la bici y pedaleaba durante horas, y un sábado en que yo firmaba ejemplares en una librería de Rye, bastante cerca de donde vivía él, me dijo que se acercaría en bici para verme; después me escribió disculpándose por no haberse presentado, le había sido imposible. Aquella fue la última vez que tuvimos contacto. Mi tío le mandó un mensaje de texto con un chiste el día siguiente de su muerte y se inquietó al no recibir respuesta, y a menudo me pregunto si hay algo más triste en el mundo que un chiste sin leer en el móvil de una persona fallecida. Un post de Facebook muestra que había marcado en un mapa una ruta de ciento doce kilómetros en bici que debió de recorrer solo el mismo día en que murió. En el funeral lo vi de niño en el jardín de nuestra abuela, junto al muro bajo, y vi su enorme sonrisa, y lo vi muerto en su cama; no boca abajo, como lo encontraron, sino boca arriba, con la piel injertada arrugándole un poco la mejilla que se había golpeado dios sabe cuántas veces contra el suelo de la cocina o con la pata de una silla.
La epilepsia lo podía matar en cualquier momento, si se golpeaba la cabeza contra el suelo o con el borde de una bañera, si le daba un ataque mientras iba en bicicleta, si se tragaba la lengua o si padecía un ataque y no volvía en sí.
¿Cómo será estar tantísimas veces tan cerca de la muerte? Él, sin embargo, la esquivaba una vez tras otra.
Hasta que lo atrapó, con la muerte basta con que te pille una vez.
* * *
Traducción de Mauricio Bach.
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