18/12/2019
Empieza a leer 'Una vida sin fin' de Frédéric Beigbeder
PEQUEÑA PRECISIÓN IMPORTANTE
«La diferencia entre la ficción y la realidad es que la ficción debe ser creíble», dijo Mark Twain. Pero ¿qué hacer cuando la realidad ya no lo es? Hoy la ficción es menos disparatada que la ciencia. Esta es una obra de «ciencia no-ficción»; una novela en la que todos los descubrimientos científicos han sido publicados en Science o Nature. Las entrevistas con médicos, investigadores, biólogos y genetistas reales han sido transcritas tal como fueron grabadas entre los años 2015 y 2017. Todos los nombres de personas o empresas, direcciones, descubrimientos, startups, máquinas, medicamentos y centros clínicos mencionados existen verdaderamente. Solo he cambiado los nombres de mis allegados para no incomodarlos. Al iniciar esta investigación sobre la inmortalidad del hombre no alcancé a imaginar a dónde me conduciría.
El autor declina cualquier responsabilidad relativa a las consecuencias que este libro pueda tener sobre la especie humana (en general) y sobre la esperanza de vida del lector (en particular).
F. B.
- Morir no es una opción
La muerte es una estupidez.
Francis Bacon
a Francis Giacobetti
(septiembre de 1991)
Cuando el cielo está despejado, todas las noches se puede ver la muerte. Basta alzar los ojos. La luz de los astros difuntos ha atravesado la galaxia. Unas estrellas lejanas, desaparecidas desde hace milenios, siguen mandándonos su recuerdo en el firmamento. En alguna ocasión he telefoneado a una persona a la que acababan de enterrar y he oído su voz, intacta, en su contestador. Esa situación provoca un sentimiento paradójico. ¿Al cabo de cuánto tiempo disminuye la luminosidad cuando la estrella ha dejado de existir? ¿Cuántas semanas tarda un operador de telefonía en borrar el contestador de un cadáver? Existe un plazo de tiempo entre el fallecimiento y la extinción: las estrellas son la prueba de que es posible seguir brillando después de la muerte. Transcurrido ese light gap llega necesariamente el momento en que el resplandor de un sol pasado vacila como la llama de una vela a punto de apagarse. El brillo titubea, la estrella se fatiga, el contestador calla, el fuego tiembla. Al observar la muerte atentamente, puede verse que los astros ausentes centellean ligeramente menos que los soles vivos. Su halo disminuye, su tornasol se difumina. La estrella muerta parpadea, como si nos dirigiera un mensaje de auxilio... Se aferra.
Mi resurrección comenzó en París, en el barrio de los atentados, el día de un pico de contaminación de partículas finas. Había llevado a mi hija a un café moderno llamado Jouvence. Ella comía una ración de salchichón de bellota y yo bebía un gin-tonic de Hendrick’s con pepino. Desde la invención del smartphone habíamos perdido la costumbre de hablar entre nosotros. Ella consultaba sus wasaps mientras yo seguía a unas modelos en Instagram. Le pregunté qué era lo que más le gustaría como regalo de cumpleaños. Me respondió: «Un selfie con Robert Pattinson.» Mi primera reacción fue de asombro. Pensándolo bien, sin embargo, en mi trabajo como presentador de televisión también pido selfies. Un tipo que entrevista a actores, cantantes, deportistas y políticos ante las cámaras no hace más que retratarse al lado de personas más interesantes que él. Y, además, cuando salgo a la calle, los transeúntes me piden que me haga una foto junto a ellos con su teléfono y si acepto de buen grado es porque acabo de hacer lo mismo en el plató rodeado de focos. Todos vivimos la misma no-vida; queremos brillar a la luz de los demás. El hombre moderno es un amasijo de setenta y cinco mil miles de millones de células que intentan convertirse en píxeles.
El selfie mostrado en las redes sociales es la nueva ideología de nuestra época: lo que el escritor italiano Andrea Inglese denomina «la única pasión legítima, la de la autopromoción permanente». Existe una jerarquía aristocrática decretada por el selfie. Los selfies solitarios, en los que uno se exhibe frente a un monumento o un paisaje, tienen un significado: yo he estado en ese sitio y tú no. El selfie es un currículo visual, una tarjeta de visita virtual, un trampolín social. El selfie al lado de un famoso tiene mayor sentido. El selfista pretende demostrar que ha conocido a alguien más popular que su vecino. Nadie le pide un selfie a una persona anónima, salvo si tiene alguna singularidad física: enano, hidrocéfalo, hombre elefante o gran quemado. El selfie es una declaración de amor, pero no solo eso: es también una prueba de identidad («The medium is the message», predijo McLuhan sin imaginar que todo el mundo se convertiría en medio). Si subo un selfie al lado de Marion Cotillard no expreso lo mismo que si me inmortalizo con Amélie Nothomb. El selfie permite presentarse: mira qué guapo estoy frente a ese monumento, con esa persona, en ese país o en esa playa y, además, te saco la lengua. Ahora me conocéis mejor: estoy tumbado al sol, apoyo el dedo en la antena de la torre Eiffel, evito que la torre de Pisa se caiga, viajo, me río de mí mismo, existo porque me he cruzado con un famoso. El selfie es un intento de apropiarse de una notoriedad superior, de hacer estallar la burbuja de la aristocracia. El selfie es un comunismo: es el arma del soldado en la guerra del glamur. No se posa junto a cualquiera: aspiramos a que la personalidad del otro influya en nosotros mismos. La foto con un famoso es una forma de canibalismo: engulle el aura de la estrella. Nos hace entrar en una nueva órbita. El selfie es la nueva lengua de una época narcisista: reemplaza el cogito cartesiano. «Pienso luego existo» se con-vierte en «Poso luego existo». Si me hago una foto con Leonardo DiCaprio, soy superior a ti que posas con tu madre esquiando. Además, tu mami también se haría un selfie al lado de DiCaprio. Y DiCaprio con el papa. Y el papa con un niño con trisomía. ¿Significa eso que la persona más importante del mundo es un niño con trisomía? No, me estoy yendo por las ramas: el papa es la excepción que confirma la regla de la maximización de la celebridad mediante la fotografía móvil. El papa ha roto el sistema del esnobismo ego-aristocrático iniciado por Durero en 1506 en La Virgen en la fiesta del Rosario, donde el artista se pintó por encima de Santa María Madre de Dios.
***
Traducción de Joan Riambau
***
Descubre más de Una vida sin fin de Frédéric Beigbeder aquí.