27/07/2023
Empieza a leer 'Usos amorosos de la postguerra española' de Carmen Martín Gaite

INTRODUCCIÓN

Siempre que el hombre ha dirigido su interés hacia cualquier época del pasado y ha tratado de orientarse en ella, como quien se abre camino a tientas por una habitación oscura, se ha sentido un tanto insatisfecho en su curiosidad con los datos que le proporcionan las reseñas de batallas, contiendas religiosas, gestiones diplomáticas, motines, precios del trigo o cambios de dinastía, por muy convincente y bien ordenada que se le ofrezca la crónica de estos acontecimientos fluctuantes. Y se ha preguntado en algún momento: «Pero bueno, esa gente que iba a la guerra, que se aglomeraba en las iglesias y en las manifestaciones, ¿cómo era en realidad?, ¿cómo se relacionaba y se vestía, qué echaba de menos, con arreglo a qué cánones se amaba? Y sobre todo, ¿cuáles eran las normas que presidían su educación?»

Preguntas de este tipo fueron las que me llevaron a hurgar, ya hace quince años, en textos menores del siglo xviii español (prensa periódica, sermonarios, edictos, correspondencia privada, libros de memorias) y a centrarme, persiguiendo la moda del «cortejo», en el tema del amor entre hombres y mujeres.

En 1972, la editorial Siglo XXI publicaba la primera edición de mi trabajo Usos amorosos del dieciocho en España, que con otro título más académico había presentado en junio de ese mismo año como tesis doctoral en la Universidad de Madrid. Poco después, y alentada por la buena acogida que tuvo aquella monografía, que algunos amigos me comentaron haber leído «como una novela», empecé a reflexionar sobre la relación que tiene la historia con las historias y a pensar que, si había conseguido dar un tratamiento de novela a aquel material extraído de los archivos, también podía intentar un experimento al revés: es decir, aplicar un criterio de monografía histórica al material que, por proceder del archivo de mi propia memoria, otras veces había elaborado en forma de novela. De todas maneras, una visita a las hemerotecas, en busca de textos y comentarios para estudiar con rigor los usos amorosos de la postguerra española, se me planteaba como un complemento inexcusable de mis recuerdos personales.

A raíz de la muerte del general Franco, empecé a consultar esporádicamente algunos periódicos y revistas de los años cuarenta y cincuenta, pero sin tener todavía una idea muy precisa de cómo enfocar un asunto que inevitablemente me tentaba más como divagación literaria que como investigación histórica. En esta primera etapa, cuando estaba bastante más interesada en la búsqueda de un tono adecuado para contar todo aquello que en el análisis y la ordenación de los textos iba encontrando, se me cruzó la ocurrencia de una nueva novela, El cuarto de atrás, que en cierto modo se apoderaba del proyecto en ciernes y lo invalidaba, rescatándolo ya abiertamente para el campo de la literatura. Por lo menos eso fue lo que me dije a mí misma a medida que la escribía, y mucho más cuando la vi terminada en 1978.

Pero hace unos tres años, con ocasión de revisar apuntes atrasados a ver lo que tiraba y lo que no, la vieja idea de escribir un ensayo sobre los amores de la inmediata postguerra volvió a resucitar con el mismo entusiasmo inicial, presentándose a mi imaginación como una cuenta pendiente.

El término «postguerra española» es muy discutible. Para los que no consideren cerrada esa etapa –y están en su perfecto derecho de hacerlo– hasta la muerte del general Franco, mi trabajo no constituirá más que el fragmento inicial de una crónica mucho más amplia. Yo también lo tomo así, como arranque de una historia que tal vez algún día siga contando. Aclararé de momento brevemente por qué me he centrado de preferencia en los usos amorosos de mi generación.

Al concluir la guerra civil española, yo tenía trece años; y toda la década siguiente –durante la cual pasé de niña a mujer, empecé a «alternar» con personas del sexo contrario y terminé mi carrera de Letras en Salamanca– estuvo marcada por una condena del despilfarro. La propaganda oficial, encargada de hacer acatar las normas de conducta que al Gobierno y a la Iglesia le parecían convenientes para sacar adelante aquel período de convalecencia, insistía en los peligros de entregarse a cualquier exceso o derroche. Y desde los púlpitos, la prensa, la radio y las aulas de la Sección Femenina se predicaba la moderación. Los tres años de guerra habían abierto una sima entre la etapa de la República, pródiga en novedades, reivindicaciones y fermentos de todo tipo, y los umbrales de este túnel de duración imprevisible por el que la gente empezaba a adentrarse, alertada por múltiples cautelas.

Prohibido mirar hacia atrás. La guerra había terminado. Se censuraba cualquier comentario que pusiera de manifiesto su huella, de por sí bien evidente, en tantas familias mutiladas, tantos suburbios miserables, pueblos arrasados, prisioneros abarrotando las cárceles, exilio, represalias y economía maltrecha. Una retórica mesiánica y triunfal, empeñada en minimizar las secuelas de aquella catástrofe, entonaba himnos al porvenir. Habían vencido los buenos. Había quedado redimido el país. Ahora, en la tarea de reconstruirlo moral y materialmente, teníamos que colaborar con orgullo todos los que quisiéramos merecer el nombre de españoles. Y para que esta tarea fuera eficaz, lo más importante era el ahorro, tanto de dinero como de energías: guardarlo todo, no desperdiciar, no exhibir, no gastar saliva en protestas ni críticas baldías, reservarse, tragar.

Las consignas que durante la guerra habían instado al ciudadano de la retaguardia a apretarse el cinturón se materializaron ahora en dos palabras clave: «restricción» y «racionamiento».

Ningún niño de aquel tiempo podrá olvidar el cariz de milagro que adquiría una merienda de pan y chocolate ni el gesto meticuloso y grave de sus padres cuando cortaban los cupones de la cartilla del racionamiento, como tampoco los frecuentes apagones que les obligaban a hacer sus deberes del instituto a la luz de una vela o aquella urgencia de las madres por llenar bañeras y barreños cuando se anunciaba un inminente corte en el suministro de agua. Aun cuando estas restricciones de agua, luz, carbón y alimentos fueran desapareciendo poco a poco, dejaron unas secuelas muy hondas de encogimiento y tacañería, que los rectores de la moral imperante supieron aprovechar para sus fines. Las palabras restricción y racionamiento sufrieron un desplazamiento semántico, pasando a abonar otros campos, como el de la relación entre hombres y mujeres, donde también constituía una amenaza terrible dar alas al derroche. Restringir y racionar siguieron siendo vocablos clave, admoniciones agazapadas en la trastienda de todas las conductas.

A la sombra de esta doctrina restrictiva, fuimos creciendo los niños y niñas nacidos antes de la guerra civil, aprendiendo de mejor o peor gana a racionar las energías que pudieran desembocar en la consecución de un placer inmediato. Despilfarrar aquellas energías juveniles, a cuya naturaleza no se podía aludir tampoco más que mediante eufemismos, se consideraba el gasto más pernicioso de todos, el más condenado. Eran energías que había que reservar para apuntalar la familia, institución gravemente cuarteada tras las turbulencias de la contienda reciente, pilar fundamental sobre el que había de asentarse ahora el nuevo Estado español.

Tratar de entender cómo se interpretaron y vivieron realmente estas consignas y hasta qué punto condicionaron los usos amorosos de la gente de mi edad y su posterior comportamiento como padres y madres de familia es el objeto del presente trabajo. Abarcaré en él un período de más o menos quince años, aunque a veces traiga a colación testimonios posteriores, unas veces para marcar diferencias y otras, por el contrario, para dejar de manifiesto lo arraigadas que habían quedado aquellas costumbres, a despecho de algunos cambios aparentes.

En octubre de 1953 me casé, según el rito católico, en la iglesia de San José de Madrid. Un mes antes había tenido lugar la firma del primer convenio entre España y los Estados Unidos de América, con el que se iniciaba el primer cambio en la política económica de nuestro país, propiciando el desarrollo del turismo y una tímida apertura en cuestiones culturales y religiosas. A medida que transcurría la década de los cincuenta e iba desapareciendo la penuria de la inmediata postguerra, se notaba también un cambio en la mentalidad de los nuevos adolescentes, aquellos para quienes la mención a la guerra civil empezaba ya a ser una aburrida monserga. Y como consecuencia fueron otros también –o al menos pretendieron serlo– sus usos amorosos y su forma de plantarle cara a la vida. Lo cual no quiere decir, ni mucho menos, que las cuestiones de fondo cambien así por las buenas de una década a otra, ni que a las mujeres quince años más jóvenes que yo tenga por qué sonarles a chino nada de lo que aquí se cuente. Pero ellas y sus novios se conocieron en una época de incipiente desarrollo industrial, donde lo corriente era hablar de prosperidad y consumo más que de sacrificio y ahorro. Y qué duda cabe de que eso influye.

El presente trabajo, para el que llevo tomando notas desde 1975, como queda dicho, verá la luz –si es que llega a verla– gracias a una ayuda de la Fundación March, que me ha permitido investigar sistemáticamente durante los últimos dos años en la Hemeroteca Municipal de Madrid.

Precisamente hoy, 20 de noviembre de 1985, cuando estoy redactando este prólogo en el apartamento de una universidad americana, se cumple el décimo aniversario de la muerte del general Franco. Ya ha llovido y se ha secado el barro. Existiendo, como ya existen ahora, tantos estudios sociológicos y económicos, crónicas literarias, análisis, libros de memorias y novelas sobre el tema de la inmediata postguerra, se preguntará el lector que qué me mueve a mí, a estas alturas de la década de los ochenta, a hurgar en un asunto tan manoseado y sobre el que todo parece estar dicho. Y sin embargo, nadie que emprende un trabajo, a despecho de tales reflexiones, puede dejar de pensar que lo que él va a decir no está dicho todavía, simplemente porque nadie lo ha dicho de esa manera, desde ese punto de vista.

Reconozco que es una arrogancia y una tozudez, pero el vicio de escribir siempre se alimenta, en última instancia, de esos dos defectos.

Vassar College, Poughkeepsie,
20 de noviembre de 1985

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Usos amorosos de la postguerra española

 

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