02/09/2024
Empieza a leer 'Vida y maravillas' de Manuel Gutiérrez Aragón

 

 

EL CUENTO QUE CUENTA TODOS LOS CUENTOS

Imagínense ustedes un niño tendido en una cama, rodeado de la atención de familiares, visitantes y sirvientas. El niño tiene una mancha en el pulmón y necesita cuidados. Entre las atenciones y los regalos que recibe –sin más mérito que su acatamiento a los médicos y a las medicinas que le suministran con la escrupulosidad de un rito–, entre esos mimos y distracciones, pues, están los cuentos que le cuentan, los que lee en las interminables páginas de El tesoro de la juventud, y finalmente los que él mismo se inventa para pasar el rato. Como no puede ir al cine, las películas le son contadas de palabra; el enfermo debe poner las imágenes que surjan de su cerebro. El niño se ha convertido en un artista de la enfermedad, la moldea a su gusto, la hace expresiva, la utiliza como palanca para mover el mundo que le rodea.

¿Cómo es el mundo más allá de la cama y de la fiebre del atardecer? Sus tíos maternos le traían, tomo a tomo –había que devolver el que había terminado para que trajeran el siguiente–, El tesoro de la juventud, editada por primera vez en Boston y traducida del inglés. La obra de innumerables e inexplorados volúmenes –entre perdidos, prestados u olvidados– pretendía abarcar todos los campos del conocimiento. Y en esa enciclopedia había una sección llamada «El libro de las narraciones interesantes», que no era otra cosa que una colección de mitos y narraciones fantásticas. En una realidad escasa, el cuento pone todo lo que le falta al mundo. La narración es un hilo que da sentido a muchas más cosas de lo que parece.

Las páginas de El tesoro de la juventud dedicadas a la física, la química, la astronomía, las ciencias naturales, la religión y la guerra eran el mundo. Las estampas coloreadas, Rembrandt, una mancha de café, los mapas de estrellas, el galopar de la caballería y las plantas devoradoras de insectos eran las imágenes que a veces, no siempre, eran también figuras. El mundo es lo que es, las figuras son metáforas que transforman su sentido y no se quedan quietas. Las metáforas nunca terminan de metamorfosearse.

Un día cualquiera, en esa isla de natillas y penicilina que es su cama de enfermo, surge en la cabeza del niño una duda atroz, como si el famoso demonio maligno le hiciera poner en cuestión el mundo que le rodea. Se le ocurre que sus padres no son sus padres, que solo representan el papel de padres, que la tía abuela que le atiende en la enfermedad no es en realidad su tía abuela, a pesar del cariño que manifiesta, sino una doble, una mujer cualquiera que finge ser familiar suyo. Incluso la criada, la amable Pilar, no es ni criada, ni Pilar, ni nada. Es Otra. Todos son Otros. Así que un terror secreto se apoderó del niño, porque, además, ¿a quién contar todas esas dudas si todos podían formar parte del engaño? Fueron unos días muy malos, subió la fiebre y ni los cuentos tenían ya sabor de cuentos. A ese desasosiego, a ese desvarío, se unió otro –del que el autor no ha encontrado por el momento literatura psicoanalítica– que consistía en lo que podríamos llamar «el complot de la carne». Pilar, la joven criada que le solía contar las películas que veía los domingos, la eficaz narradora de cintas de amor y aventuras, parecía participar en este nuevo complot familiar, en este refinado engaño: el filete de ternera que le servían ya cortado en el plato estaba hecho... ¡del cuerpo de Pilar! La carne tierna de la criada servía para alimentar al niño, que masticaba y tragaba sin rechistar, aun sabiendo de dónde provenía el alimento. Pilar callaba y servía su propia carne, el niño callaba y la masticaba. Asco y horror.

Hay que tener en cuenta que el niño, para superar la enfermedad y curarse, tenía que estar sobrealimentado, cebado. Se le metía la comida a la fuerza, quisiera o no, como se ceba a una oca. El niño debía aguantar las ganas de vomitar si es que le sobrevenían de pronto, quizá por el exceso de alubias, arroz, jamón, tortilla francesa, solomillo y leche frita.

La comida la traía a la cama Pilar, la criada, en una bandeja, a horas precisas e inamovibles. Pilar pretendía embaucar al enfermo con buenas palabras para que comiera y, si no conseguía su propósito, se ponía triste, como si fuera un desprecio personal.

Quizá el encamado, forzado a comer, mezclara en su imaginación la comida con la persona que la preparaba y confundiera a propósito el alimento con la alimentadora, la carne con la carne. Según mi amigo el doctor Sancho Rof, no se trata de ninguna manía específica, sino, en este caso, de una construcción cultural propia.

 

El secreto familiar se extendía hasta límites desconocidos. Desde luego incluía a las criadas, quizá incluso a algunas visitas de parientes y amigos... Era como habitar en la parte mala de los cuentos.

El autor –aquel niño que, por fin, salió de la cama– ha guardado el secreto muchos años. Nunca lo ha contado ni usado para ninguna película o novela. El secreto se ha mantenido. No veía el autor ninguna utilidad en aquello, él, que utiliza hasta el mínimo detalle de su pasado en sombras. Pero esta mañana el niño aquel se ha levantado con ganas de recuperar aquellas páginas, de leerse de nuevo en busca de alguna sorpresa.

 

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Vida y maravillas

 

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