15/03/2021
Empieza a leer 'Vivir no es tan divertido, y envejecer, un coñazo' de Oscar Tusquets Blanca


• Un libro es un suicidio aplazado.
• No conozco nada más penoso que una vida exitosa, satisfecha.
E. M. CIORAN


EN EL FRENTE DEL SOMME

Hoy, a finales de agosto de 2020, regreso al frente del Somme, entre Paris* y Calais, donde se libró la famosa batalla de la entonces llamada Gran Guerra. Con el objetivo de mostrar a mi mujer y a mis hijos aquel conmovedor lugar, tenía el viaje programado y detalladamente organizado desde hace meses, pero, tras el prolongado estado de alarma y los más de cien días de estricto confinamiento provocado en España por la pandemia del coronavirus, me parece extremadamente pertinente. Además, me gustaría tomar referencias para alguna pintura que agregar a la serie de arquitecturas pétreas que estoy realizando.

Visité la zona hace muchos años atraído por su interés arquitectónico. Crear arquitectura para los muertos, o mejor, para los vivos que no quieren olvidar a sus muertos, ha sido siempre una oportunidad sin par para el proyectista. La carga simbólica, lo ambiguo de su función, lo trascendente y metafísico de su mensaje han permitido a la arquitectura funeraria dejar emotivos monumentos a todo lo largo de la historia de la humanidad; desde las pirámides de Egipto o las tumbas de Saqqara o Petra hasta el cementerio de Asplund en Estocolmo, el de Carlo Scarpa en San Vito, o el de Miralles en Igualada. Sin olvidar tantos cementerios anónimos –flanqueados por cipreses en la costa mediterránea, sobre el césped en el centro y norte de Europa–, apretados cementerios judíos y monumentales cementerios neoclásicos como el de Genova. El culto a los muertos, el desesperado intento de que no se borren de nuestra memoria, ha propiciado obras imperecederas en todas las culturas de la tierra. Aunque no creamos en la reencarnación, ni en la vida eterna, ni en las religiones que han inspirado estas obras, continúan emocionándonos, comunicándonos algo misterioso y sobrecogedor; que trasciende lo racional.

Si cualquier cementerio tiende a conmovernos, los de los campos de batalla de la Gran Guerra, sobre todo los del Somme, son estremecedores. En el extrañísimo paisaje que rodea el Memorial canadiense de Vimy –ubicado justo en el lugar del antiguo frente y el más visitado– ya no hay barro, alambradas ni trincheras (solo queda un fragmento como testimonio), sino una pradera surreal donde la hierba ha tapizado los cráteres de los obuses, cuya individualidad ya no se reconoce, pues están tan próximos entre sí que se integran en un continuum ondulado, en una superficie extrañamente arrugada que nunca habíamos visto antes, un aberrante accidente tectónico que hoy, aunque en el siglo transcurrido se haya poblado de grandes coníferas, aún no podemos pisar por temor a que explosione un antiguo obús. El monumento del Memorial, diseñado por el arquitecto y escultor Walter Allward, es sobrecogedor, una maravilla de lo que en mi juventud llamábamos integración de las artes. En Allward no sabemos si admirar más su talento de paisajista, de arquitecto o de escultor. Su monumento, situado en el punto más elevado, mira un valle sembrado en un cincuenta por ciento de cruces y en otro cincuenta por ciento de lápidas. El caso de Canada es bien curioso, ya que en los otros cementerios hay cruces si son franceses y lápidas –de diseño y grafía muy elegante– si son de la Commonwealth (lápidas que solo incluyen un símbolo religioso si la familia así lo solicitó). Todas estas tumbas corresponden a los combatientes cuyos cuerpos fueron identificados. Los desaparecidos o no identificados fueron millares, en Vimy 11.285. Para ellos se levantaron los monumentos conmemorativos. En el fondo, el encargo que recibió Edwin Lutyens en Thiepval –encargo que resolvió con genial talento– fue levantar un grandioso encerado donde escribir los 70.000 nombres de combatientes desaparecidos en la batalla; nombres que se gravaron en preciosa letra lapidaria romana y se ordenaron en estricto orden alfabético. Para ello, el gran arquitecto levantó el monumental triple arco de triunfo en obra vista y luminosa piedra de Portland. En el conmovedor Memorial australiano de Villers-Bretonneux los 11.000 nombres se ordenan por diferentes cargos: oficiales, aviadores, soldados de infantería, ingenieros, médicos... El caso de Villers es muy instructivo. En 1925 el Gobierno australiano convoca un concurso donde el uso de piedra proveniente de Australia es preceptivo y en el que solo pueden participar combatientes veteranos australianos y sus padres. En 1929 se escoge el proyecto del arquitecto William Lucas, pero al año siguiente, por críticas a la propuesta de Lucas y a su elevado coste en plena Depresión, se decide abandonar el proyecto. No es hasta 1935 cuando se decide reemprenderlo bajo el proyecto más económico del británico Sir Edwin Lutyens, que ya había demostrado su capacidad en otros monumentos del frente, como en Longueval, Étaples y sobre todo en Thiepval. Lutyens hace un bellísimo proyecto donde introduce la poética y casi surreal idea de banderas pétreas. La obra se termina en 1937, es el último gran Memorial de la Gran Guerra. Tout est bien qui fini bien, nunca mejor empleada la expresión.

Estas obras –probablemente las últimas hondas de la historia– se levantaron en recuerdo a los caídos en la terrible batalla que, a lo largo de cuatro meses del verano de 1916, solo sirvió para que las tropas de la Triple Entente avanzasen algo más de cuatro kilómetros y que costó 1.200.000 muertos. Hace de ello poco más de un siglo. Más de millón de bajas en cuatro meses, casi 58.000 el 1 de julio, primer día de la confrontación, cuando los británicos (las tropas francesas se habían desplazado al nuevo frente de Verdun) avanzaron confiados en que la descomunal preparación artillera de los días anteriores había destrozado las defensas alemanas. Pero no sucedió con todas, muchos nidos de ametralladoras habían resistido y los alemanes masacraron a la infantería británica. Casi 60.000 muertos en unas horas, más del doble que los fallecimientos por coronavirus en cien días de estricto confinamiento (del 15 de marzo al 21 de junio de 2020) en nuestro país. Casi 60.000 jóvenes con una vida por delante, muchachos que se mataban sin conocerse, no ancianos afectados por el virus que en alguna proporción hubiesen fallecido por otras dolencias durante esos meses.

Algo de esto refleja la oscarizada y espectacular película 1917. Independientemente de alguna gratuita e inverosímil secuencia, el film me dejó frío, sensación parecida a la que me produjo la también espectacular y premiada Dunkerque. El motivo evidente es que ambas son obras patrióticas y eso me distancia irremediablemente de ellas. Sobre la misma tragedia, prefiero sin duda Sin novedad en el frente, film de 1930 basado en el libro Im Westen nicht Neues de Erich Maria Remarque. Relato tan radicalmente antibelicista que, siendo de un excombatiente alemán, fue prohibido por el Gobierno nazi y apenas visto en nuestro país. Allí me encontraréis.

La Gran Guerra causó al final unos 10 millones de muertes y solo fue el preludio de la Segunda Guerra Mundial, y, según cálculos contradictorios, sumarían entre 60 y 100 millones en apenas treinta años. Una masacre cruel y absurda de la que parecía imposible reponerse. Y, aunque Europa ya no volvería a ser protagonista de la historia, lo hicimos.


* Por expreso deseo del autor, los nombres de lugares y personas aparecen en el idioma original. (N. del E.)

 

Vivir no es tan divertido, y envejecer, un coñazo

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