05/09/2022
Empieza a leer 'Volver a contar'
Carta a una joven historiadora mixe
Yásnaya Elena A. Gil
En esta carta escrita en un futuro posapocalíptico, Mejy relata el descubrimiento fortuito de una yäjktstu’ujts (olla de cerámica) arrastrada hacia la orilla de Abya Yala (América) –un resto aleatorio de un museo colonial no identificado en las islas septentrionales, parte del mundo entonces destruido por inundaciones–. El futurismo indígena de Aguilar está inspirado por un patojo recolectado en Tamazulápam del Espíritu Santo, en la región mixe de Oaxaca, México, que fue obtenido por Chloë Sayer y Elizabeth Carmichael en 1986. Aunque existen muy pocas cerámicas de esta área en la colección del Museo Británico, Sayer y Carmichael adquirieron más de cuatro mil objetos locales, populares o indígenas de México desde finales de los setenta hasta mediados de los ochenta, muchos de los cuales se asocian con el día de los Muertos y se expusieron en la exhibición «Skeleton at the Feast» (Esqueleto en el banquete) del Museo de la Humanidad en 1991. Irónicamente, aunque se esperaba que este tipo de colección de campo proveyera una investigación contextuada del material cultural asociado a la religión y vida cotidiana mexicana, Aguilar se centra en la problemática que constituye extraer y, por ende, descontextualizar útiles como el yäjktstu’ujts de los lugares en donde fueron hechos para ser usados. La dificultad de no activar este objeto en su comunidad de origen y extraerlo para estudiar y entender el pasado se replica en el futuro indigenista sostenible que imagina Aguilar. En este nuevo mundo, donde las lógicas de validación del museo tradicional son casi indescifrables, Aguilar utiliza la abstracción temporal para considerar preocupaciones actuales sobre el capitalismo tardío y el neocolonialismo tardío.
Laura Osorio Sunnucks
Comuna del norte, a 23 días del noveno mes del año 2173
Querida Anaatuuj:
¿Cómo te encuentras? Imagino que tus ocupaciones en el Círculo de Estudios Históricos del pueblo mixe te absorben y no has podido escribirme. Lo hago yo a destiempo, aunque no sea mi turno en este intercambio nostálgico que hemos emprendido a la vieja usanza. No tengo siquiera claro si terminaré por enviarte estas palabras, pero me sirve imaginar una conversación contigo y poner así algunos pensamientos en claro. Te escribo entonces motivada por una inquietud. Me han pedido que redacte algunas reflexiones sobre el quehacer histórico y sobre mi profesión para la revista de la Coordinación Mundial de los Círculos de Estudios Históricos. Comprenderás ahora mi preocupación. Me siento profundamente honrada, pero también temo fallar en el intento. ¿Qué sentido tiene ejercer una profesión como la nuestra en estos tiempos? ¿Cuáles serían los consejos de alguien como yo que ha trabajado estos años en la gestión de las herencias históricas de los pueblos del mundo? Estas son las preguntas especificadas en la carta invitación que me enviaron hace ya como un mes. No he podido escribir gran cosa y por eso ahora me dirijo a ti. Sé que no hemos hablado mucho sobre nuestro trabajo en los Círculos de Estudios Históricos ni sobre la profesión que ahora compartimos; nuestra relación familiar se ha basado sobre todo en las experiencias cotidianas que junto a tu madre hemos vivido y que han sostenido el cariño a pesar de la distancia. Tal vez esta sea la oportunidad de decirte también lo orgullosa que me sentí el día en que supe que habías ingresado en uno de nuestros círculos. Así que te imagino ahora no solo como mi sobrina, sino como una interlocutora que, tomando conmigo el café de la mañana, puede guiarme con sus preguntas. A tu presencia imaginada me dirijo entonces.
La pregunta sobre el sentido de nuestro quehacer presente me pareció un tanto sorprendente, a decir verdad. No me lo había preguntado en serio. Tenemos claro que, en general, a las sociedades sobrevivientes a las catástrofes climáticas que provocó ese periodo conocido como la Noche Capitalista poco importa ese pasado que tanto queremos olvidar. No seré yo quien defienda ese aciago ciclo histórico constituido por los siglos xix, xx y xxi en el que la humanidad, contra todo raciocinio, corrió hacia su propia aniquilación destruyendo para ello la naturaleza que la contenía. No defenderé el dolor causado ni las incontables muertes que hay entre ese periodo y la vida actual de nuestras sociedades, las cuales han planteado otro modo de existir en la Tierra.
Sin embargo, mi incorporación definitiva a la red de Círculos de Estudios Históricos fue motivada por la posibilidad de hacer un poco de justicia simbólica gestionando los objetos guardados en esos espacios peculiares que recibieron el nombre de museos; muchos de ellos habían logrado llegar casi intactos hasta nuestros tiempos. Para lograr los objetivos de este proyecto tenía que conocer bien ese periodo tan despreciado hoy en día, ese periodo tan desenfrenado y tan irracional en el que la existencia de los museos era totalmente natural. Después de la debacle climática, y una vez que las sociedades sobrevivientes hubieron alcanzado cierto equilibrio y estabilidad, comenzó a surgir la pregunta de qué hacer con los objetos museísticos que lograron sobrevivir. Durante muchas décadas esta tarea fue postergada y la pregunta quedó sin respuesta. Por aquellos años supe que el proyecto había sido retomado y, por esa razón, me incorporé definitivamente a los Círculos de Estudios Históricos y a este proyecto en particular. Para llevar a cabo nuestra misión, necesitábamos de la colaboración de diferentes círculos diseminados por todo el mundo. ¿Qué haríamos con los objetos museísticos que habían subsistido a la catástrofe climática? ¿Qué haríamos con esos objetos que pertenecían a una parte de la historia que ahora queríamos olvidar?
Para nuestra sensibilidad contemporánea los museos representan una aberración de la memoria. Así como los zoológicos nos parecen ahora inconcebibles, los museos se revelan para nuestro mundo como una cárcel de la memoria. La manera en que los círculos históricos funcionan hoy nos deja claro que la historia es un ecosistema narrativo complejo: los restos del pasado se resguardan en espacios comunales que los resignifican constantemente y no los reúnen en un solo espacio. Nos parecería absurdo confinar lo valioso dentro de ciertos edificios lejos del contexto en el que fueron creados. La historia oral es para nosotros más importante que nunca y los objetos solo son mecanismos que sirven para activar la memoria. Los museos de los siglos xx y xxi parecen ser la antítesis de nuestras prácticas actuales para resguardar la historia y la memoria, pero esa impresión se debe en gran parte al hecho de que solo han llegado a nosotros muestras de los museos de las metrópolis de la época en que se erigieron como trofeos del colonialismo. A pesar de lo que generalmente se ha asumido, en plena Noche Capitalista existieron pueblos que pensaron en la historia de una manera más compleja y no al servicio de los sistemas del poder de aquel entonces. Por ahora, ciertamente, no me ocuparé de estos casos, pero quiero enfatizar que nuestras investigaciones nos han sugerido que los grandes museos de las metrópolis capitalistas no fueron las únicas prácticas cuyo fin era resguardar y relacionarse con la historia y con la memoria. Sobre este tema en específico estamos preparando una publicación que pronto daremos a conocer.
Volvamos al punto principal. Como sabemos, los museos de las metrópolis se habían constituido como un símbolo del saqueo colonialista. Del mismo modo que el capitalismo había devorado la naturaleza de los territorios colonizados a lo largo y ancho del mundo, arrojándola al mercado convertida en mercancía, los museos devoraban elementos pertenecientes a los pueblos para convertirlos en objetos de exhibición. Operaba una traducción que ahora nos puede parecer indignante: un objeto que dentro de cierta cultura tenía una función, ya fuera ritual, cotidiana, histórica o de algún otro tipo, era arrancado de su contexto y del sistema que le daba sentido para convertirlo en una pieza de museo, que podía exhibirse con breves explicaciones en salas interminables en donde era mostrado al público en pedestales o vitrinas que impedían el acercamiento. Cuanto más tiempo había pasado, mayor valor se le adjudicaba. El despojo de la tierra tenía así su continuidad en el despojo de objetos y útiles que se confinaban después en los museos, huérfanos del marco que alguna vez les dio sentido, huérfanos de los pueblos que los habían creado o heredado. Esta obsesión acumuladora y clasificadora alcanzó niveles alucinantes, debo decir. En particular, uno de los museos más importantes de las ahora desaparecidas islas del norte, cuyos restos yacen bajo las aguas de la gran inundación sucedida a finales del siglo xxi, albergaba una infinita cantidad de objetos de distintos tamaños que habían sido arrancados a los pueblos y culturas sojuzgados por las metrópolis colonialistas. Las pruebas que han llegado hasta nuestros días y el producto de las investigaciones de los Círculos de Estudios Históricos sugieren que, a medida que el colonialismo fue expandiéndose, este centro museístico se fue apropiando de más y más objetos de los territorios y pueblos dominados. En aquel tiempo, las profesiones más cercanas a las nuestras lamentablemente fueron en muchos casos meramente funcionales con respecto a ese espíritu extractivista que terminó en lo que ya de sobra conocemos: la gran debacle climática.
Aún necesitamos mucha investigación y los ánimos coetáneos no están muy orientados a indagar más sobre ese periodo, pero, durante mis pesquisas, me sucedió algo inesperado que me develó la importancia de nuestro quehacer. Antes de describir mi encuentro con un objeto museístico peculiar que inexplicablemente se conservó hasta nuestros días, quiero ponerte en contexto. A principios del siglo xxi, cuando la empresa colonizadora y el capitalismo estaban ya más que consolidados, no quedaban muchos territorios por conquistar o sojuzgar, las mercancías de las metrópolis llegaban a casi todos los rincones del mundo y la Noche Capitalista lo cubría casi todo. El deseo de lo exótico por descubrir apenas podía satisfacerse ya, y una inquietud se apoderó de los enviados del imperio que antes habían recorrido el mundo trayendo de los lugares más lejanos muestras extraordinarias del mundo y de la historia. Cuando las fuentes de la novedad se agotaron para los deseos ansiosos de las disciplinas arqueológicas y antropológicas, la seducción de la novedad tuvo que buscar nuevos derroteros. Sin embargo, en medio del absoluto control que las metrópolis capitalistas ejercían, existían, como pequeñas islas, pueblos en resistencia, células minúsculas que evitaron que el océano capitalista las aniquilara. En esa época a muchos de esos pueblos los llamaban «indígenas». Aunque ahora sea difícil de creer, nuestro pueblo, el pueblo mixe, que por entonces estaba organizado de una manera bastante similar a la presente, fue también catalogado como pueblo indígena. Lejos del reconocimiento que las sociedades mixes reciben en la actualidad, en aquellos tiempos era un pueblo periférico situado en el corazón del territorio de Abya Yala, que en ese momento recibía aún el nombre de América. Esta existencia en la periferia de la Noche Capitalista motivó que los enviados del gran museo de las islas del norte trataran de saciar en las manifestaciones de los pueblos indígenas la necesidad de sorpresa ante lo exótico. Enviaron gente a los lugares más alejados de las metrópolis para recolectar todo aquello que a su juicio mereciera ser digno de resguardar.
Este escenario fue el que luego me permitió explicar un hallazgo particular que me llevó a reflexionar sobre la importancia de nuestra labor. Después de una amplia discusión, decidimos que los objetos museísticos que habían sobrevivido debían, en la medida de lo posible, ser restituidos a los pueblos herederos de las sociedades que los produjeron y a las que fueron arrebatados. No obstante, esta tarea resultó más complicada de lo que habíamos pensado en primera instancia. ¿Cómo podríamos establecer qué sociedades coetáneas eran sucesoras de las sociedades previas a la gran debacle medioambiental? El hecho de que después de la catástrofe climática solo hubiera sobrevivido el 10 por ciento de la población calculada a principios del siglo xxi, así como la profunda reorganización social que dio paso a nuestra realidad presente, complicaba enormemente la tarea. Gran parte de los pueblos que durante la Noche Capitalista habían sido periféricos ahora eran centros de aprendizaje para lograr el tan ansiado equilibrio ambiental que estábamos todavía por conseguir, mientras que otros habían desaparecido o se habían reagrupado bajo nuevas y mezcladas identidades. Cada objeto museístico que intentábamos retornar implicaba un reto no solo en cuanto a la investigación, sino también en cuanto a la definición de las sociedades actuales que serían las herederas.
En esta tarea nos encontrábamos cuando llegó hasta nosotros un lote de cajas que el mar había arrojado a una playa cercana a la sede del Círculo de Estudios Históricos a la que pertenezco. Luego de las inspecciones iniciales decidimos trasladarlas a nuestras instalaciones. El hecho de que el océano arrojara restos de las colecciones del gran museo de las islas del norte era algo bastante habitual. Sin sorpresa, examiné el contenido y de una caja emergió un objeto en perfectas condiciones que me dejó sin habla: se trataba de un yäjktstu’ujts que no tenía el brillo habitual de estas ollas cuando están recién elaboradas ni tampoco la pátina que el uso les da con el tiempo. Un yäjktstu’ujts es un instrumento tan familiar y tan cotidiano en nuestras comunidades que extraer de la caja ese objeto que alguna vez formó parte de un museo durante la Noche Capitalista me provocó risa y también estupor. ¿Por qué alguien habría considerado que un yäjktstu’ujts debía formar parte de la colección de un museo? Durante los días siguientes lo examiné con detenimiento y traté de contextualizar lo más posible ese peregrino hallazgo. Para los ojos de las élites de la época, una olla de barro elaborada manualmente debió ser una extrañeza, una evidencia de la vida fuera de las grandes metrópolis, en donde la totalidad de los instrumentos, incluso la alimentación, habían sido subsumidos por la producción capitalista en serie. Por más peculiar que sea la forma de las ollas yäjktstu’ujts, se trata de un útil de la vida cotidiana que en nuestra región resulta totalmente ordinario, tan ordinario como la verdad aceptada de que los enseres domésticos deben fabricarse según los principios de equilibrio de la Tierra. Las escasas manifestaciones y objetos elaborados fuera de la lógica capitalista durante los siglos xx y xxi debieron saciar en ese momento el deseo desesperado por la novedad de lo exótico. Solo así podía explicarme que un yäjktstu’ujts pudiera haber sido alguna vez parte de la colección del gran museo de las islas del norte. Por más que examinamos sus peculiaridades materiales y la información que lo acompañaba, no hallamos nada extraordinario relativo al yäjktstu’ujts.
Desde el pasado, emergía ante mis ojos la evidencia de que nuestro pueblo había habitado en las márgenes del capitalismo y que la elaboración de los yäjktstu’ujts, que siguen siendo tan comunes para nuestra vida diaria, habían sido alguna vez convertidos en objetos museísticos.
En este descubrimiento absurdo pude hallar el sentido de mi trabajo en los Círculos de Estudios Históricos. Mi tarea consiste en devolver a sus propios sistemas sociales de reconocimiento los objetos que alguna vez fueron extraídos como parte de la violencia colonialista, pero también mantener vivo el recuerdo de los excesos de la Noche Capitalista para que no vuelvan a repetirse. El yäjktstu’ujts que descubrimos como objeto museístico nos recuerda que no todo fue capitalismo en ese periodo aciago de la historia, que en medio del más absoluto control de los deseos y del imaginario del mundo se erigieron pequeñas comunidades que plantaron cara a las lógicas de la producción capitalista. Es necesario hacerles justicia y combatir la idea ahora generalizada de que todas las sociedades actuaron de manera irracional atentando contra el planeta y se encaminaron hacia su propia muerte provocando la gran crisis ambiental. En medio de esa gran oscuridad, pequeñas luces resistieron y resguardaron otras maneras de ser humanidad; lamentablemente, muchas de ellas no sobrevivieron a la gran debacle climática que vino después. Otras, como el pueblo mixe, pudieron reconstituirse y seguir fabricando los yäjktstu’ujts que en los siglos de la locura fueron convertidos también en objetos de museos. Recordar y nombrar a estas sociedades en resistencia durante el capitalismo y el colonialismo tardíos es lo que ha impulsado mi quehacer durante estos años.
A pesar de lo disparatada que parecía la situación, decidimos llevar el yäjktstu’ujts al Círculo de Estudios Históricos de la región mixe, aun a riesgo de que nuestros colegas se burlaran de nosotros. Viajé para allá muy contenta de volver a ver a tu madre, que por entonces estaba embarazada de ti. Tras una larga discusión, el objeto en cuestión fue trasladado al Consejo de Asambleas Mixes, que determinó cederlo al círculo de artesanas del barro, en donde no despertó demasiada curiosidad. Ni siquiera tenía las propiedades de otros yäjktstu’ujts antiguos que se conservaban en las cocinas de las comunidades mixes: servir mejor para la cocción larga y a fuego lento de un tipo particular de frijoles morados a los que aportaba un mejor sabor. Después de escuchar nuestra historia, una anciana dijo que se trataba de un yäjktstu’ujts que aún no había sido «curado», así que de algún modo era nuevo. (Por cierto, siempre me ha extrañado que en nuestra lengua «curar» sea la palabra que se use para designar el primer baño en una bebida de maíz caliente a los que son sometidos los enseres de cocina hechos de barro para sellar bien sus poros; hallo cierto placer en el sonido que desprenden estas ollas cuando el atole de maíz las toca, ¿no te parece especial?) Casi doscientos años después, el yäjktstu’ujts que alguna vez fue un objeto museístico tomó su baño inicial y comenzó así la existencia que siempre debió tener si la mirada «exotizante» no lo hubiera exiliado a un museo. Por pura justicia simbólica, permanecí en la cocina comunitaria del círculo de artesanas de nuestra comunidad y esperé a que los primeros frijoles se hubieran cocinado. Lejana como vivo de mi tierra natal, no es muy común para mí probar los frijoles morados, que siempre extraño (aprovéchalos tú por si la vida te lleva a Círculos de Estudios Históricos remotos como sucedió conmigo). Comí tranquilamente junto a las artesanas mientras conversábamos de cualquier asunto. A unos pasos, el fuego crepitaba. Sobre las brasas se hallaba el yäjktstu’ujts, que, devuelto a su sistema de valores y simbolismos, retomó su función y su significado, tan cotidianos como necesarios.
Ciertamente, no he podido responder cabalmente las preguntas que me han planteado en la carta invitación, pero ahora, después de escribirte, creo saber por dónde comenzar el escrito. Gracias por tu presencia imaginada. He decidido enviarte esta carta y espero que, mientras viaje a tus manos, pueda por fin terminar de redactar un ensayo coherente sobre mi profesión que valga la pena ser publicado. ¿Qué sentido tiene estudiar historia después del apocalipsis climático?
Te veré pronto en la temporada de siembra. Siempre,
Mejy
* * *
Descubre más de Volver a contar aquí.