28/09/2021
Empieza a leer 'Vuelos vespertinos' de Helen Macdonald


INTRODUCCIÓN

En el siglo XVI comenzó a extenderse por salones, palacios y casas de Europa una moda muy curiosa. Consistía en una especie de colección que solía exponerse en vitrinas ricamente decoradas y a la que se denominaba Wunderkammer, gabinete de curiosidades, aunque la traducción literal del alemán refleja mejor su propósito: cámara de las maravillas. Se esperaba que la gente tocara y cogiera los objetos de los expositores, que apreciase su textura, su peso, su particular rareza. Nada se exponía encerrado tras un cristal como en los museos actuales. O lo que es quizás más importante, tales colecciones tampoco se organizaban según los criterios museológicos de hoy en día. Sobre las estanterías de las Wunderkammern se reunían objetos naturales y artificiales en estrecha conjunción: trozos de coral, fósiles, artefactos etnográficos, capas, pinturas en miniatura, instrumentos musicales, espejos, especímenes disecados de pájaros o peces, insectos, piedras, plumas. Tales colecciones despertaban gran admiración porque la disparidad de sus contenidos servía, en parte, para resaltar las diferencias y también las similitudes de las formas, así como su belleza y evidente misterio. Espero que este libro funcione un poco como una Wunderkammer. Está lleno de curiosidades y trata de la importancia del asombro.

En una ocasión alguien me dijo que en todos los escritores se puede identificar un mismo tema que subyace en cada una de sus obras. Puede ser el amor o la muerte, la traición o la lealtad, el hogar, la esperanza o el exilio. Quiero creer que mi tema es el amor y, más concretamente, el amor por el deslumbrante mundo de la vida no humana que nos rodea. Antes de ser escritora, yo era historiadora de la ciencia, una ocupación que te abre los ojos. Tendemos a ver la ciencia como una verdad objetiva y sin fisuras, aunque las cuestiones que se haya planteado del mundo hayan estado sometidas a la influencia silenciosa y a menudo invisible de la historia, la cultura y la sociedad. Mi trabajo como historiadora de la ciencia me ha revelado que siempre, de forma inconsciente e inevitable, hemos visto el mundo natural como un espejo de nosotros mismos, reflejando en él la visión de nuestro propio mundo y de nuestras propias necesidades, ideas y esperanzas. Muchos de los ensayos aquí publicados son ejercicios que cuestionan esas atribuciones y suposiciones del ser humano. Sobre todo, espero que mi trabajo logre plantear algo que me parece revestir una importancia fundamental en el momento histórico actual: encontrar maneras de reconocer y amar lo diferente. Intentar mirar a través de unos ojos distintos. Entender que nuestra forma de ver el mundo no es la única. Plantearnos cómo sería amar a los que no son como nosotros. Celebrar la complejidad de las cosas.

La ciencia nos alienta a reflexionar sobre la dimensión de nuestras vidas en relación con la inmensidad del universo o sobre la sorprendente multitud de microbios que existe dentro de nuestro cuerpo. Y, de forma insistente y hermosa, nos revela un planeta que no es humano. Fue la ciencia la que me enseñó cómo el vuelo de decenas de millones de aves migratorias a través de Europa y África (líneas en el mapa dibujadas por trazos de pluma, huesos y luz estelar) es mucho más raro y asombroso de lo que podría haber imaginado jamás, pues esas criaturas se orientan durante el vuelo visualizando el campo magnético de la Tierra a través de la detección del entramado cuántico que tiene lugar en las células receptoras de sus ojos. La ciencia hace algo que a mí me gustaría que también hiciese la literatura: mostrarnos que vivimos en un mundo extraordinariamente complicado, donde no todo gira alrededor de nosotros. No nos pertenece solo a nosotros. Nunca ha sido así.

Estos son tiempos terribles para el medioambiente. Ahora más que nunca, necesitamos considerar, largo y tendido, nuestro modo de ver e interactuar con el mundo natural. Estamos viviendo la sexta gran extinción, esta vez causada por nosotros. Cada año que pasa, los paisajes que nos rodean están más vacíos y silenciosos. Necesitamos de las ciencias duras para determinar el índice y la escala de ese deterioro, para averiguar por qué se produce y qué estrategias poner en marcha para mitigarlo. Pero también necesitamos la literatura; necesitamos comunicar lo que significan esas pérdidas. Estoy pensando en el mosquitero silbador, un pájaro pequeño de color amarillo limón que está desapareciendo rápidamente de los bosques británicos. Una cosa es mostrar los datos estadísticos que reflejan el retroceso de esa especie. Y otra es explicarle a la gente lo que son los mosquiteros silbadores y lo que representa esa pérdida; que la vida de un bosque compuesto de luz, hojas y trinos se tornará menos compleja, menos mágica, sencillamente menos, cuando los mosquiteros silbadores hayan desaparecido. La literatura nos puede enseñar la textura cualitativa del mundo. Y necesitamos que lo haga. Necesitamos expresar el valor de las cosas para que así podamos ser muchos más los que luchemos por salvarlas.

 

NIDOS 

Cuando era niña decidí ser naturalista. Así que fui reuniendo lentamente una colección de elementos de la naturaleza que dispuse en las repisas y estanterías de mi dormitorio y que eran la muestra evidente de todos los pequeños conocimientos que había adquirido en las páginas de los libros. Había agallas de árboles, plumas, semillas, piñas, alas sueltas de diferentes mariposas recogidas de telarañas; alas cortadas de pájaros muertos, extendidas y clavadas en un cartón para que se secaran; los cráneos de pequeñas criaturas; egagrópilas (de cárabo, lechuza y cernícalo) y viejos nidos de pájaros. Uno de ellos era un nido de pinzón que cabía en la palma de mi mano, una cosita de crin de caballo y musgo, pálidas costras de líquenes y plumas mudadas de paloma; otro era un nido de zorzal hecho de paja y ramitas blandas, con una concavidad interior resquebrajada, moldeada en arcilla. Pero esos nidos nunca terminaron de encajar con el resto de mi preciada colección. No era porque conjurasen el paso del tiempo, del vuelo de los pájaros o de la vida que desemboca en la muerte. Esas son intuiciones que se tienen mucho más adelante. Era porque me hacían sentir una emoción imposible de descifrar y, sobre todo, porque no me parecía nada bien que yo tuviese aquellos nidos. Fundamentalmente, los nidos nos hablan de huevos y yo sabía que los huevos eran algo que yo no debía coger jamás. Incluso aunque encontrase media cáscara blanca tirada en la hierba, arrancada de su nido por alguna paloma, un imperativo moral me detenía la mano. Nunca me atreví a llevármela a casa.

Los naturalistas del siglo XIX y principios del XX solían coger huevos de aves de forma rutinaria y la mayoría de los niños que crecían en zonas rurales o semirrurales en las décadas de 1940 y 1950 también lo hacían. «Solo cogíamos un huevo de cada nido», me dijo una amiga, avergonzada. «Todo el mundo lo hacía.» No es más que un accidente de la historia que las personas que son dos décadas mayores que yo posean conocimientos de la naturaleza de los que carezco. Muchas de ellas, acostumbradas a ver nidos de pájaros durante su infancia, todavía hoy, cuando pasan junto a un arbusto de tojo, piensan, pardillo, y no pueden evitar sopesar si ese mismo seto podría haber acogido, antes de la poda del año anterior, un nido de pinzón o uno de petirrojo. Comparadas conmigo, poseen diferentes tipos de intuiciones tácitas relacionadas con la conexión que la cabeza, el ojo, el corazón y la mano tienen con determinado paisaje. En mi propia historia con el campo, los nidos no estaban hechos para que uno los buscase y encontrase. Eran zonas acotadas que se preservaban con mucho cuidado, frases tachadas en textos conocidos. Pero aun así tenían una importancia especial cuando yo era muy joven. Para los niños, los bosques, praderas y jardines están llenos de lugares ocultos y mágicos: túneles, cuevas y refugios donde puedes esconderte y sentirte seguro. De pequeña tenía muy claro lo que eran los nidos. Eran secretos.

Yo seguía por mi jardín el vuelo de mirlos, herrerillos, zorzales y trepadores. Y cada primavera sus nidos me hacían cambiar lo que yo entendía por hogar. Me inquietaba que la presencia de aquellos pájaros se redujese a ese único lugar de apego: el nido. Me planteaba preguntas sobre su vulnerabilidad, me preocupaba que apareciesen predadores como cuervos y gatos; aquello convertía al jardín en un lugar amenazante, en vez de en un lugar seguro. Aunque nunca buscaba nidos, los encontraba de todos modos. Cuando estaba sentada junto a la ventana de la cocina comiendo un tazón de cereales Weetabix, de pronto veía un gorrión zambullirse volando a toda prisa en la forsitia, un pajarillo del tamaño de un ratón que armaba jaleo con sus revoloteos, cuitas y alborotos. Sabía que debía mirar hacia otro lado, pero contenía la respiración ante mi transgresión y vigilaba el movimiento casi imperceptible de las hojas mientras el pájaro, ya invisible, se internaba más y más, saltando de ramita en ramita, hasta su nido. Después de un rato volvía a entrever su aleteo, se asomaba por el borde del seto y se alejaba volando. Una vez averiguado dónde estaba el nido y tras esperar a que los adultos se hubiesen ido, yo necesitaba saber. Casi todos los nidos que encontraba se hallaban muy por encima de mi cabeza, así que levantaba el brazo e iba moviendo despacio los dedos de la mano hasta que tocaba con las yemas una suavidad que, a veces, era tibia y sedosa. Otras, la insoportable fragilidad de un cuerpecito pequeño. Yo sabía que era una intrusa. Los nidos se parecían a las magulladuras: algo que no podía evitar tocar pero que no quería que estuviese ahí. Los nidos ponían en tela de juicio todo lo que los pájaros significaban para mí. Sobre todo amaba a los pájaros porque parecían libres. Cuando percibían un peligro, una trampa o cualquier amenaza, podían alejarse volando. Al observarlos, sentía que yo compartía su libertad. Pero los nidos y los huevos los ataban a la tierra. Los hacían vulnerables.

Los viejos libros sobre aves que se alineaban en las estanterías de mi infancia describían los nidos como los «hogares de los pájaros». Aquello me desconcertaba. ¿Cómo un nido puede ser un hogar? Por aquel entonces los hogares eran para mí refugios permanentes, eternos y seguros. Los nidos no eran eso: eran secretos estacionales para ser usados y abandonados. Los pájaros cuestionaban de muchas maneras mi interpretación de la naturaleza de un hogar. Algunos pasaban el año en el mar o todo el tiempo en el aire y solo tocaban tierra o roca para hacer nidos y poner huevos que los ataban al suelo. Aquello era un misterio aún más profundo. Era una historia de vida que se parecía, aunque muy poco, a lo que me habían enseñado de niña. Creces, te casas, compras una casa, tienes hijos. No sabía dónde encajaban los pájaros en todo eso. No sabía dónde encajaba yo. Fue un relato que incluso entonces me dio que pensar.

Ahora veo el hogar de forma diferente: es algo que llevamos dentro y no simplemente un lugar fijo. Quizás eso me lo enseñasen los pájaros o me indicaron el camino para llegar a ello. Algunos nidos son hogares porque parecen inseparables de los pájaros que los construyen. Los grajos son como sus colonias: pájaros de plumas y huesos y también voluminosas construcciones de ramitas en los árboles de febrero. Los aviones comunes que se asoman desde la entrada de sus nidos bajo los aleros de las casas son seres de alas y bocas y ojos, pero también son toda esa arquitectura de barro compactado que los caracteriza. Aunque algunos nidos de pájaros son tan ajenos a lo que entendemos como nido que la palabra misma se desdibuja hasta casi carecer de sentido. Por ejemplo, la forma de uno de esos nidos es: esquirlas de roca, huesos viejos y guano endurecido, todo ello situado bajo un saliente que le proporcione sombra. La forma de otro: una balsa de malezas que sube y baja con el flujo y reflujo del agua. Otro: un espacio oscuro bajo las tejas, donde hay que entrar reptando sobre patitas de ratón y arrastrando las alas como navajas emplumadas del color del acero al carbono. Halcón. Somormujo. Vencejo.

Los nidos me fascinan cada vez más. En la actualidad me pregunto por qué nos parecen una cosa cuando contienen huevos y otra cosa cuando contienen crías. Por qué los nidos y los huevos resultan buenos temas de reflexión al estudiar la individualidad y los conceptos de igualdad, diferencia y seriación. Por qué la forma de un nido es parte del fenotipo de una especie de aves en particular, pero las condiciones locales propician unas hermosas idiosincrasias. Por qué a los seres humanos nos cautiva que los pájaros construyan sus nidos con cosas que nos pertenecen: los camachuelos mexicanos los forran con colillas de cigarrillos; las oropéndolas los hacen de hebras de esparto; los milanos reales decoran las plataformas que montan en los árboles con ropa interior robada de las cuerdas de tender. Un amigo mío encontró un nido de busardo herrumbroso compuesto casi enteramente de trozos de alambre. Resulta gratificante observar la incorporación de residuos humanos en las creaciones de las aves, pero también es preocupante. ¿Qué pensarán ellos de lo que hemos hecho de este mundo? Nuestros mundos se entrecruzan y compartimos casa de forma extraña. Llevamos tiempo maravillándonos de que las aves construyan nidos en lugares insólitos. Nos fascina el petirrojo que cría a sus polluelos en una tetera vieja o la hembra de un mirlo sentada muy tiesa en el nido hecho sobre la visera de la luz roja de un semáforo. Esos nidos constituyen una señal de esperanza, pues los pájaros usan nuestras cosas en beneficio propio y convierten nuestras tecnologías en algo redundante, atrasado y estático, dotándolas de un significado que ya no es enteramente nuestro.

Pero en eso consisten los nidos. Su significado siempre se ha entretejido con cosas que son en parte pajariles y en parte humanas, y a medida que avanza la construcción de la pared o del cuenco de un nido, también surgen preguntas sobre nuestra propia vida. ¿Las aves planifican las cosas como nosotros, piensan como nosotros, saben realmente hacer nudos y aplicar con método el barro que transportan con el pico o es puro instinto? La estructura que están construyendo, ¿surge a partir de una forma abstracta, de una imagen mental que el pájaro planifica o, por el contrario, es algo que va resolviendo sobre la marcha con un Esto lo pongo aquí mismo? Esas son las preguntas que nos interesan. Nosotros hacemos las cosas de acuerdo con unos planes, pero también tenemos un sentido de dónde deben ir esas cosas. Lo percibimos cuando disponemos algunos objetos sobre la repisa de una chimenea o algunos muebles en una habitación. Los artistas lo perciben cuando hacen un collage, cuando esculpen, cuando aplican un pigmento a una superficie, conscientes de que ese trazo de pintura oscura, justo allí, proporciona o provoca una sensación de equilibrio o de conflicto en relación con el resto de los elementos en la obra. ¿Qué es lo que nos mueve a hacerlo? Nos fascina la diferencia entre técnica e instinto del mismo modo que investigamos las diferencias entre arte y artesanía. Si untamos de pintura un huevo de arao y lo hacemos girar logrando que, hasta detener su rotación, esparza una serie de salpicaduras que se asemejen en su exuberancia y exquisitez a las obras de los expresionistas abstractos, ¿qué dice de nosotros el deleite que sentimos ante esas composiciones? Pienso en la necesidad de coleccionar que a veces vemos en los multimillonarios que acumulan De Koonings y Pollocks y a veces vemos en los comerciantes que esconden botes de plástico llenos de huevos de alcaudón dorsirrojo primorosamente etiquetados debajo de las camas y de las tablas del suelo.

Proyectamos nuestras propias nociones de familia y de hogar en las criaturas que nos rodean; procesamos, evaluamos y juzgamos, y comprobamos la verdad de nuestras propias suposiciones al verla reflejada en espejos emplumados y en espacios conformados por ramitas, barro y conchas. También en la ciencia las cuestiones se entretejen de esa forma. Pienso en Niko Tinbergen, una eminencia en el campo de la etología, y recuerdo la paciente atención con la que estudió cómo una serie de gestos rutinarios servían para apaciguar la agresividad en las colonias de gaviotas que se encontraban anidando, y cómo las relacionó con su propia preocupación por el paralelismo que él veía entre las ciudades superpobladas y la violencia humana. Pienso en el joven Julian Huxley, desbordado por una agitación sexual propia de la juventud, que pasó una primavera entera observando el cortejo de los somormujos lavancos y especulando sobre la selección sexual mutua y los comportamientos rituales. Y en Henry Eliot Howard, en cuyo trabajo sobre el comportamiento de las aves se detectan las incertidumbres de entreguerras en torno al matrimonio: cuestiona la construcción de los nidos, el concepto de territorio, las cópulas fuera de la pareja, y se muestra sumamente interesado en comprender las razones que hay detrás del atractivo sexual de determinadas hembras que atraen a otros machos, alejándolos de sus parejas establecidas. Y vemos que también sucede, por doquier, en la literatura. En El rey que fue y será, de T. H. White, nos encontramos con una colonia de aves que es una parodia del sistema de clases británico. En la obra aparecen unos acantilados donde anidan aves marinas –alcas y gaviotas– que conforman «una innumerable multitud de verduleras en un enorme graderío», soltando frases como «¿Qué pasa? ¿Es que estoy con el sombrero torcido?» y «¡Jo, con la mitad no me llega, tía!», mientras blancas bandadas de aristocráticos ánsares piquicortos pasan volando a gran altura por encima de los barrios bajos, cantando sagas escandinavas protagonizadas por gansos durante su viaje al norte.

A mis amigos que crecieron en comunidades rurales pequeñas les interesan poco las reglas de preservación de la naturaleza y las leyes que las aplican. Casi todos cazan con longdogs parecidos a los lebreles. Algunos son cazadores furtivos. Algunos han cogido huevos de pájaros. Y es probable que todavía lo hagan, aunque yo no me entere. La mayoría posee un escaso capital financiero o social y su reivindicación del paisaje que los rodea está basada más en un conocimiento local del terreno que en la posesión estricta y literal del mismo. Que la recolección de huevos se incluya dentro de esas prácticas hace que me plantee cuáles son los criterios de propiedad, inversión y acceso al disfrute que las comunidades económicamente desfavorecidas pueden tener del mundo natural. Pienso en Billy, el joven protagonista de la novela Kes, de Barry Hines, que no quiere jugar al fútbol, no quiere trabajar en la mina y rechaza todos los modelos de masculinidad establecidos. En el desolador paisaje humano que rodea al muchacho, ¿qué oportunidad puede tener de conocer la ternura? Le gusta acariciar los polluelos de tordos en los nidos. Y tiene un pequeño halcón al que domestica y convierte en fuente de afectos. ¿A qué maravillas se puede tener acceso? Si eres un terrateniente dispones de toda la inmensidad de un cielo de muaré, de setos, ganado y cuanto tu territorio contenga. Pero ¿y si eres obrero en una fábrica? Esa es la cuestión. La recolección de huevos requiere habilidad, destreza en el campo, un conocimiento del mundo natural conseguido con esfuerzo. Puede volverse una obsesión para las mentes aficionadas a la belleza apacible. Es una práctica que hace que el tiempo se detenga. Los recolectores se arrogan el poder de arrebatar nuevas vidas y nuevas generaciones. Y coleccionar huevos supone, además, un auténtico varapalo para la élite y todas sus reglas sobre lo que es apropiado o inapropiado a la hora de relacionarse con la naturaleza.

Durante la Segunda Guerra Mundial, e incluso en épocas posteriores, las diferentes asociaciones de historia natural hicieron especial hincapié en criticar el coleccionismo de huevos. Por aquel entonces las aves británicas se habían cargado de un nuevo significado. Pasaron a representar la esencia de la que estaba hecha la nación, aquello por lo que luchábamos. En tal contexto, las especies cuya supervivencia pudiese verse amenazada en suelo británico, como la avoceta, el chorlitejo chico y el águila pescadora, vieron su rareza ligada a la suerte de una patria en peligro. Por lo tanto, el robo de sus huevos se consideró un acto equiparable a la traición. Y se asumió, como si del servicio militar se tratase, que había que proteger a las aves de las depredaciones de los coleccionistas. Era frecuente ver en libros y películas de la época a algunos soldados heridos que habían demostrado su valor en el campo de batalla y que, una vez pasada la contienda, mostraban el amor por su país protegiendo a aves de especies raras durante la época de cría. Por ejemplo, lo vemos en la obra de 1949 de J. K. Stanford The Awl Birds, donde el nido amenazado es de avocetas; o en otra novela de ese mismo año, Adventure Lit Their Star, de Kenneth Allsop, donde el nido es de chorlitejos chicos. La historiadora de la ciencia Sophia Davis, que ha escrito un estudio sobre estos libros, nos muestra que, en todos ellos, los villanos son coleccionistas de huevos a los que se los suele describir como «alimañas» y «una amenaza para Inglaterra», mientras los héroes son aquellos que custodian los nidos y llevan el destino de la patria en su corazón. De hecho, las agrupaciones que se dedicaban a vigilar los nidos de aves raras para proteger sus huevos fueron resultado de un legado real de la guerra. Después de pasar años en un campo de prisioneros de guerra alemán, el ornitólogo George Waterston se dedicó a cuidar durante cincuenta años, junto a otros colegas, el primer nido de ave pescadora escocesa, manteniéndolo bajo observación a través de la mira telescópica de sus rifles. Y en la década de 1950, J. K. Stanford escribió sobre su propia experiencia custodiando avocetas: «Excitados por el clima general de secretismo, nos quedábamos allí, apostados hasta bien entrada la noche, preparados para cualquier cosa, incluso para una incursión anfibia por parte de recolectores de huevos armados.» Hoy en día se considera a los coleccionistas de huevos como a unas pobres víctimas de una adicción incurable y grandes deficiencias morales. Una tipología considerada por las organizaciones ornitológicas de posguerra una amenaza para el sistema político.

Los huevos y la guerra; las posesiones, la esperanza y el hogar. En la década de 1990, muchos años después de que mi colección de historia natural fuese desmontada y la casa de mi infancia desapareciera, estuve trabajando en un centro de cría de halcones en Gales. En una sala había varias hileras de costosas incubadoras que contenían huevos de halcón. A través del cristal podías ver las cáscaras de diferentes tonos de marrón jaspeado, como el de una nuez, el de las manchas de té o el de las pieles de cebolla. Pero eso fue antes de que llegasen las incubadoras nuevas, provistas de unas bolsas de plástico que se llenaban de aire caliente y se colocaban sobre los huevos para remedar la presión de un cuerpo empollando. Eran incubadoras de convección y los huevos se apoyaban sobre rejillas de metal. Los pesábamos todos los días y, a medida que el embrión iba acercándose a su eclosión, los colocábamos delante de una lámpara para examinarlos a contraluz y trazar con un lápiz de grafito blando el contorno de la sombra que se recortaba dentro de la cámara de aire, de forma que, con el paso de los días, las cáscaras de los huevos acababan cubiertas de una sucesión de líneas ondulantes que parecían las olas del mar o las vetas de una madera. Yo siempre salía de la sala de incubación sintiéndome inexplicablemente alterada, con una vaga e inquietante sensación de vértigo. Era algo que me resultaba conocido, pero no terminaba de darme cuenta de qué se trataba. Finalmente lo descubrí una lluviosa tarde de domingo. Hojeando los álbumes de fotos de mis padres encontré una fotografía mía de pocos días después de nacer, una cosita frágil y escuchimizada, con una pulsera de identificación hospitalaria alrededor de la minúscula muñeca y bañada en una intensa luz artificial. Estaba en una incubadora, puesto que fui un bebé muy prematuro. Mi hermano gemelo no sobrevivió al parto. Y esa pérdida temprana, seguida de semanas de luz blanca yaciendo sola sobre una mantita y dentro de una caja de plexiglás, debió de tener algún efecto nocivo en mí, que afloraba cuando estaba en una sala llena de huevos metidos en incubadoras de convección, mantenidos en aire húmedo y descansando sobre rejillas de metal. En ese momento pude ponerle nombre a la desazón que me invadía. Se llamaba soledad.

Fue así que comprendí el poder especial de los huevos para generar interrogantes sobre el dolor y el sufrimiento humano. Me di cuenta de por qué me inquietaban los nidos de mi colección infantil. Me remontaban a una época de mi vida en la que el mundo no era más que sobrevivir en aislamiento. Y entonces... Y entonces llegó el día. El día en el que, por casualidad, descubrí que si me acercaba un huevo de halcón a la boca y emitía unos sonidos de cloqueo muy bajitos, el polluelo que estaba ya a punto de salir del cascarón me respondía. Y ahí estaba yo, en la sala de temperatura controlada, hablándole a través de una cáscara de huevo a algo que aún no conocía la luz ni el aire. Pero esa criatura pronto sentiría cómo la envolvía la reveladora brisa de la costa oeste, atravesaría las nubes junto a una ladera en un suave planeo a cien kilómetros por hora y se elevaría con sus potentes alas hasta volar lo suficientemente alto como para ver el distante y reluciente Atlántico. Yo hablaba a través de la cáscara de un huevo y lloraba.

 

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Traducción de Cecilia Ceriani.

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Vuelos vespertinos

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