01/03/2025
Empieza a leer 'Yo soy la naturaleza' de Mariano Peyrou

  

«De manera un poco desafiante, me atrevo a decir que la fuerza de la poesía lírica reside en su tono», escribe Hans-Georg Gadamer. «Y digo “tono” en el sentido de tónos, tensión, como la de una cuerda tensada.» Esta tensión, este tono, es lo que caracteriza a un auténtico poema, y puede adoptar distintas formas, pero básicamente procede de apartarse del uso cotidiano del lenguaje y hacer que las palabras no hagan lo que suelen hacer, emplearlas para que hagan otra cosa. La función cotidiana de las palabras consiste en la transmisión de un sentido. Pero el sentido no es algo material ni estático; más que a un objeto, se parece a una sensación. La poesía trabaja con algo parecido a sensaciones, y señala y explota el carácter inmaterial y dinámico del sentido; más que a transmitir un sentido, aspira a estimular la creación de sentidos.
Esta idea es muy antigua y está por todas partes. Aristóteles, en la Retórica, alaba la claridad en el lenguaje oral y afirma que en el discurso poético, en cambio, no sería adecuada. Guillermo de Poitiers, duque de Aquitania que vivió entre los siglos XI y XII y es considerado el primer trovador, escribe: «Haré un poema que no hablará de nada»; y, cuando está a punto de terminarlo, constata: «Hecho está el poema, no sé de qué habla». Torquato Tasso escribe en 1587 que los términos poco habituales «son como extranjeros entre los ciudadanos: parecen extraños y producen maravilla». Recogiendo la idea de Aristóteles, Luis Carrillo y Sotomayor escribe en 1611 que la claridad, en un poeta, es «vicio no humilde y pequeño». En 1750, Alexander Baumgarten publica su Estética, obra en la que separa esta disciplina de las restantes ramas de la filosofía y define este término – acuñado por él– como la ciencia del conocimiento sensible, en oposición al conocimiento lógico. A finales del siglo XVIII, Friedrich Schiller afirma: «Cuando me siento a componer un poema, me ocurre con frecuencia que su musicalidad pesa sobre mi alma más que el concepto claro de su contenido, que en muchas ocasiones no comprendo». En esa misma época, Novalis habla de «poemas únicamente armoniosos para el oído [...], pero sin significado ni coherencia», y dice que la verdadera poesía puede «producir, como la música, un efecto indirecto», y Friedrich Schlegel escribe que «con frecuencia, las palabras se entienden mejor a sí mismas de lo que las entienden quienes las usan». John Keats desea volar «en las alas invisibles de la poesía, / aunque la sosa mente esté perpleja y estorbe», según dice en «Oda a un ruiseñor», un poema de 1819. Un par de años después, Percy Bysshe Shelley escribe que la poesía puede «traer la luz y el fuego de esas regiones eternas en las que la facultad de cálculo, con sus alas de lechuza, no se atreve a elevarse», antes de afirmar lo mismo de un modo más prosaico: «La poesía no es como el razonamiento». En 1831, J. W. Goethe dice que en la poesía hay algo «demoníaco», que «va más allá de la razón y el entendimiento». «Si leo un libro y el cuerpo se me enfría tanto que no hay fuego que pueda calentarlo, sé que es poesía», escribe Emily Dickinson en 1870, señalando que la poesía, más que decir, hace cosas, y que sus efectos principales no se producen en un nivel racional. Paul Verlaine, en 1874, propone en su «Arte poética» que «lo incierto se una a lo preciso» y declara en el primer verso: «La música ante todo». Unos años más tarde, Stéphane Mallarmé habla de un decir que es «ante todo, sueño y canto». Valle-Inclán, ya a comienzos del siglo XX, reitera que «el verbo de los poetas, como el de los santos, no requiere descifrarse por gramática para mover las almas. Su esencia es el milagro musical». Paul Valéry plantea que «cuando el verso es muy hermoso, no pensamos en comprenderlo. Ya no es una señal, es un hecho». Marcel Proust dice que «los libros hermosos están escritos en una especie de lengua extranjera», y Gilles Deleuze, comentando esta afirmación, apunta que el escritor «saca a la lengua de sus itinerarios habituales, la hace delirar». Clarice Lispector escribe que «la creación no es una comprensión, es un nuevo misterio» y Eugenio Montale explica que «si el problema de la poesía consistiera en hacerse entender, nadie escribiría versos». Virginia Woolf aclara que «una cosa es el verde en la naturaleza y otra es el verde en la literatura», y habla de la «natural antipatía» que parecen tenerse la naturaleza y la escritura: el arte tiene dificultades para reproducir lo real, habla un lenguaje que no es el de lo real. Roland Barthes añade que «hay quien siente (¿sentía?) una voluptuosidad al escribir, al deslizar la pluma, al trazar el arabesco de las palabras sin ninguna consideración por lo que quieren decir». «El sentido es el opio del texto», sintetiza maravillosamente Hélène Cixous.

Si la frase de Cixous me parece tan buena es porque muestra que en el desinterés por transmitir un sentido hay un potencial revolucionario: al remitir a la frase de Marx, asocia cierto tipo de escritura con la subversión de los valores dominantes. Estos valores, contra los que en realidad atentan todas las formulaciones que he mencionado (y que espero que quede claro que, aunque pueden proceder de posiciones marginales o periféricas, hoy están en el centro de la cultura occidental), pueden resumirse en el concepto de logocentrismo: la valoración de lo inteligible sobre lo sensible, de lo racional sobre lo intuitivo y emocional. Al vincularse, entre otras cosas, con lo masculino y con Occidente, el logocentrismo funciona como un marco conceptual que justifica diversas clases de opresión.
La poesía, por lo tanto, puede entenderse como esencialmente antilogocéntrica.1 Para poder afirmar esto hay que diferenciarla de ese otro tipo de escritura que podríamos llamar «poesía», entre comillas: textos que comparten ciertos rasgos superficiales con la poesía, pero que divergen radicalmente de ella en su esencia.

El cuadro más famoso del mundo muestra un rostro que no se deja interpretar. Lo famoso del cuadro más famoso del mundo es lo enigmático de ese rostro. Podríamos pensar que el arte, por medio de La Gioconda, dice que lo que le interesa no es tanto la belleza como el misterio. Ese misterio, al menos en parte, procede de la ironía de la sonrisa, que se mueve entre la seducción y la frialdad, generando en el espectador, como dijo Théophile Gautier, «un pensamiento vago, infinito, inefable, como una idea musical».
Si la música aparece tanto como modelo de la creación artística –Walter Pater dirá que todas las artes aspiran a la condición de la música– es porque no transmite un significado preciso, sino que funciona como un potentísimo detonante para la construcción de mundos imaginarios. Y si los oyentes no perciben un significado preciso, tampoco los músicos parten necesariamente de ideas o emociones concretas. «Ciertamente se equivoca quien crea que los compositores toman papel y pluma con el mísero propósito de expresar, describir o pintar esto o aquello», resume Robert Schumann. Y Sonny Rollins, desde el ámbito del jazz, dice que la improvisación no consiste tanto en recordar como en olvidar: poner la mente en blanco y permitir que a uno se le ocurran cosas sin que uno sepa de dónde vienen.

Según G. W. F. Hegel, el arte refleja el proceso por el que el espíritu se conoce a sí mismo, pero no lo hace por medio de conceptos, sino de objetos. El principal propósito del arte, para él, no es imitar a la naturaleza, sino dar lugar a la contemplación de la libertad espiritual; la belleza es bella porque es una muestra de libertad. Critica, por lo tanto, el arte que imita las apariencias, es decir, el arte mimético. Thomas McFarland propone el término meóntico para referirse al arte que, por el contrario, imita «lo que no está ahí», y lo asocia con la poética romántica citando una carta de John Keats en la que este se distancia de Byron diciendo: «Él describe lo que ve. Yo describo lo que imagino». McFarland también menciona a Charles Baudelaire, que escribe: «Considero inútil y tedioso representar lo que existe, porque nada de lo que existe me satisface» y «prefiero los monstruos de mi imaginación a la trivialidad» del realismo. Para Hegel, el empleo del humor en el arte hace que «lo esencial brote de lo contingente» y que «la trivialidad se acerque a la idea suprema de profundidad», cuando funciona bien; si no, si el yo del artista está muy presente, si «el propio artista pasa a formar parte del material», su subjetividad «destruye y disuelve todo lo que se propone ser objetivo».
En el Romanticismo, la obra de arte asciende de categoría: deja de considerarse una representación de lo real para convertirse en una realidad; deja de funcionar como una ventana para asomarse a un momento determinado y se convierte en algo que siempre está ocurriendo; deja de ser la huella de un acontecimiento y se convierte en un acontecimiento. O, al menos, aspira a todo esto, a suprimir los límites que la separan de la vida. La separación del arte y la vida es algo occidental, y tiene que ver con la orientación hacia lo económico y la valoración de lo útil, tan características de nuestra cultura. «No tenemos arte. Todo lo que hacemos es arte», afirman, en cambio, los balineses; en las sociedades preindustriales es habitual encontrar este tipo de declaraciones. Quizá la ruptura romántica de los límites entre el arte y la vida tenga que ver con el deseo de recuperar algo de esta concepción original. Quizá los artistas sientan una nostalgia velada por una época en la que el arte, la artesanía, la magia y la ciencia eran una misma cosa.

 

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Yo soy la naturaleza

 

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