06/09/2024
Hoy escribe Juan Tallón | La newsletter de Anagrama

Con motivo de la publicación de El mejor del mundo, de Juan Tallón, invitamos al autor a participar en nuestra newsletter semanal para que nos cuente las circunstancias en las que escribió su novela, así como también algunas de las referencias que le sirvieron de inspiración en su proceso de creación.

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Era 2004 y acababa de comprarme un apartamento. Vivía solo y la felicidad se volvía por momentos una exageración. Tal vez por eso, para compensar tanta alegría, un día soñé que llegaba a casa después del trabajo y al abrir la puerta me encontraba dentro a dos personas que no conocía de nada: mi mujer y mi hija. Me trataban con tanta normalidad y afecto, resultaba tan auténtica la escena que no podían no ser mi mujer y mi hija de verdad. El sueño –mejor llamémosle pesadilla– era angustioso no porque de pronto tuviese una familia, que también, sino porque no podía hacer nada por revolverme contra la situación; simplemente, tenía que asumir el nuevo escenario, sin derecho a preguntar quiénes eran, qué hacían en mi casa y por qué no desaparecían de mi vista.

El sueño se reiteró a lo largo de varios años. De hecho, no tenía ni que soñarlo: a veces estaba despierto y me ponía a pensar en aquel panorama siniestro, en el que por la mañana salía de casa sin una relación de pareja, y a la tarde, de regreso, estaba casado y tenía hijos. Muchos años después, la vieja obsesión derivó en novela, aunque no en aquellos términos exactos; pero parecidos. No hay desgracia que no pueda transformarse, con un poco de paciencia, en material literario.

El 16 de julio de 2022 me compré una libreta roja, de las que entran en un bolsillo, y en la primera hoja anoté:

«El protagonista es un empresario de éxito. Viaja mucho por trabajo. Un día, después de una de sus estancias en el extranjero, regresa a casa y empieza a advertir que todo ha cambiado, incluido él. No entiende nada y no puede hacer nada».

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Todo estaba por hacer, pero esa anotación contenía algunos de los temas que la novela desarrollaría a lo largo de los meses: el sometimiento enfermizo a la ambición personal, la experiencia de la extrañeza, los cambios inesperados, la otredad, la pérdida de control sobre la propia vida, la identidad, la conflictividad familiar. Pocas semanas después de inaugurar la libreta, encontré el nombre del protagonista: Antonio Hitler Ferreiro. «Es un disparate», pensé. Pero no supe rehuirlo. Ni quise. El disparate desprendía tanta energía que en mi cabeza rozaba la genialidad. En ocasiones te enfrentas a ideas propias de las que te resulta imposible decir si son nefastas o buenas. A partir de cierto punto de la escritura, me pareció suicida la posibilidad de sustituir el nombre por otro. Antonio Hitler se volvió irremediable. Si me deshacía de él, tenía que tirar la novela, así que lo mantuve.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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A veces se escribe una novela huyendo, de forma expresa o tácita, de otra anterior. El contexto en que cristaliza El mejor del mundo es el de una urgencia personal muy consciente: la de alejarme del área de influencia de Obra maestra. Y en parte también de Rewind. Por eso me propuse abandonar, antes de saber incluso con qué novela me las iba a ver, el uso de la primera persona, a la que había recurrido, puede afirmarse que obstinadamente, en los libros anteriores. Sentí también que era tan buen momento como cualquier otro para asumir riesgos. Entre ellos el de una ficción radical que retase incluso al realismo. La consecuencia más notable fue que el proyecto exigió una docena de versiones para resolver la sucesión de complicaciones no previstas que iban apareciendo.

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Después de dos libros muy corales, narrados desde múltiples puntos de vista, me propuse escribir al fin una novela «de personaje», centrada en alguien complejo, aborrecible, víctima de un pasado espantoso, zarandeado por la vida, y que cambia a lo largo del libro. No solo eso: me había apetecido siempre titular una novela con el nombre de su protagonista. Esta vez creí encontrar la oportunidad. Cuando finalizó el trabajo de libreta y comenzó el de escritura propiamente, el libro ya se titulaba Hitler. Completé el primer borrador, escrito entre mi casa y la cafetería de abajo, e inicié la reescritura, y siguió titulándose así. A la hora de darla a leer, mi editora y algunos amigos me advirtieron de un delicado problema. Si la titulaba Hitler, generaba una expectativa que no se satisfacía, y además ponía el foco sobre una cuestión que no era la primordial. Me costó entrar en razón. Mis ojos se habían «acostumbrado» a leer Hitler en la portada. Tras la última reescritura a conciencia, a lo largo de un mes de agosto, en una cafetería de Queens, en Nueva York, con el aire acondicionado más alto que he sufrido nunca, el viejo título cayó. Durante días se me ocurrieron los peores del mundo. Pero de pronto, encontré el que mejor capturaba la esencia del personaje sin nombrarlo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Hay en El mejor del mundo dos referentes literarios fundamentales, que yo sepa, porque después están los que uno no sabe, y que no por ello dejan de estar presentes. Uno es Borges, el Borges de las ficciones especulativas, que se abren a realidades que se resisten a explicaciones racionales. El otro es Kafka, por el modo en que transforma la anormalidad, lo absurdo, la adversidad total en algo con lo que simplemente hay que lidiar, sin cuestionarse su sentido o justicia, pero también por la ansiedad o los conflictos paternofiliales.

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Acabada la novela, empezamos a experimentar con la cubierta. No teníamos aún demasiado claro qué queríamos. Pero acertábamos a decir qué no nos gustaba. Así también se avanza, aunque no se sepa hacia dónde. En algún momento, nos pusimos a ensayar con los conceptos de acceso y misterio, y captar ese instante de la novela que funciona como punto de inflexión, a partir del cual todo gira inexplicablemente. Un día los diseñadores me hicieron llegar una serie de cubiertas, siempre minimalistas, con imágenes de cerrojos de distinto tipo. Esa mañana me encontraba en A Coruña, desayunando con la poeta y editora Dores Tembrás. No era eso todavía, pensé al ver las propuestas, pero estábamos cerca. Quizás no necesitábamos tanto un cerrojo como una manilla, en la que había más sutilezas e incógnitas. No estaba hablando en serio cuando dije que a lo mejor debería ir a una ferretería, a curiosear. «¡Vamos a Herrajes García!», propuso mi amiga. «Es la Tiffany’s de las ferreterías». No bromeaba. Supimos que la cubierta estaba en aquella tienda nada más entrar. Tal vez fue decisivo ir acompañado de una poeta. No tardamos ni cinco minutos en encontrar lo que necesitábamos. «Es esta. Esta es la cubierta de la novela», coincidimos al ver una manilla de Olivari, modelo Lotus SuperOro satinado. No era lujosa, pero sí distinguida, y nada bruta, pero sí firme; ni antigua ni hipercontemporánea: algo que jamás pasaría de moda.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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