19/03/2018
María Gainza: Una embaucadora prodigiosa
Una embaucadora prodigiosa
En El nervio óptico, María Gainza ilustra de forma sumamente lúcida la relación de la fascinante protagonista con el arte y describe imágenes con palabras tan certeras que el lector tiene la impresión de estar junto a ella delante de un cuadro.
por Cees Nooteboom (traducción de Gonzalo Fernández Gómez)
7 de febrero de 2018 – número 6
¿Quién es María Gainza? Aunque no sé si esa es la pregunta adecuada. No sé si podemos identificar a una autora con su protagonista solo por el hecho de que las dos son mujeres. Pero entonces ¿a quién pertenece esa fascinante voz narradora que al final del primer relato dice de forma tan diáfana: “Uno escribe algo para contar otra cosa”? ¿Y qué es lo que quiere contar? En relatos muy diversos, la protagonista es una hija, una hermana, una madre, una amiga, una embarazada; tiene un padre, una madre muy presente, un hermanastro, un tío con “sobrinos”; y en todas esas encarnaciones tiene una edad probablemente acorde a su papel, aunque este es un dato que nunca se llega a desvelar, de la misma forma que nunca llegamos a conocer su nombre. A veces nos da una pequeña pista —“Soy una mujer parada en el ecuador de su vida”—, pero a medida que uno va leyendo, por momentos le surge la duda de si en todos los relatos se trata de la misma mujer, a pesar de que en la mayoría de sus roles es ciertamente alguien que pertenece a los mejores círculos de Buenos Aires, alguien irónicamente consciente de la vieja riqueza, ahora deslustrada, de los interiores que frecuenta o ha frecuentado, una ci-devant que todavía funciona adecuadamente en la ciudad cosmopolita pero abatida de Borges, alguien que observa y padece los terremotos políticos de Argentina, su patria, que pone en todo tipo de situaciones a personajes que no vuelven a aparecer en otros relatos y que, a veces, recuerda a las primeras pacientes femeninas de Sigmund Freud, con una forma de hablar por momentos jadeante pero verbalmente muy articulada, alguien con miedo a volar pero con un pasado en el que todavía volaba, una mujer que cultiva extravagantes amistades con marginados sociales y tiene un hermano igualmente atípico que fallece en la más absoluta soledad en San Francisco, adonde ella no puede ir porque no quiere volver a subirse a un avión. Al final del libro le quitan un tumor, después de lo cual se somete a quimioterapia, y uno, como lector, se tiene que volver a convencer de que la protagonista no es María Gainza, y si no lo consigue, al menos espera que sobreviva a la quimio, aunque solo sea porque le gustaría leer muchos más relatos como estos.
Tras Álvaro Enrigue, Alejandro Zambra y Valeria Luiselli, Gainza es una nueva y emocionante voz más procedente de América Latina.
¿Qué hace su libro tan interesante? El hecho de que en los once relatos o capítulos, con todos esos panoramas y todas esas personas en distintos papeles, todo gira siempre en torno a un punto esencial: la relación de la narradora —o las distintas narradoras, según se mire— con el arte y la forma sumamente lúcida en que habla de ese tema. No es fácil escribir de pintura de tal forma que uno, como lector, tenga la impresión de estar junto a la autora, pero ella lo consigue de manera extraordinaria, hasta el punto de que uno no siempre está seguro de compartir su gusto. Sea cual sea el cuadro tratado en cada momento, uno siempre lo ve claramente ante sí; esta mujer sabe lo que ve y la escritora que hay en ella sabe cómo se describe lo que se ve. Conoce bien a los pintores de los que habla.
Una de las guerras más terribles que ha sufrido su continente a lo largo de la historia fue la guerra entre Argentina y Paraguay, el único país que, junto con Bolivia, no tiene salida al mar. Esa guerra aparece descrita en todo su horror, no tanto en la trama principal como en un relato dentro del relato, en concreto, en la historia de un pintor, Cándido López, narrada un día en que la protagonista se propone ir a ver sus cuadros en el Museo de Bellas Artes de Buenos Aires. La voz narradora cuenta que está embarazada más o menos en la misma página en que nos ofrece la crónica de una batalla que tuvo lugar cien años antes, en el curso de la cual el casco de una granada le pulverizó al pintor la mano derecha, motivo por el cual tuvieron que amputársela. El día del relato, sus cuadros se están restaurando y no están expuestos en el museo, pero ya se ha establecido el vínculo con la terrible guerra. Estando todavía en el coche, envuelta de niebla, la protagonista narra en presente la historia del pintor, por lo que el impacto del relato es aún mayor. Cuando vuelve de la guerra, Cándido López es un pintor sin mano derecha; se ve obligado a trabajar en una zapatería, se casa y empieza a practicar con la mano izquierda: “Al principio hace mamarrachos: necesita desempolvar el hemisferio derecho del cerebro. Cuando lo consigue, sus antiguos bocetos le sirven de guía para pintar al óleo una serie de imágenes sobre la Guerra del Paraguay que serán su obra maestra".
¿Qué ha ocurrido exactamente en este relato, el segundo del libro? Se titula Gracias, Charly. Una mujer, ya sea la misma de los demás relatos u otra distinta, viaja en su coche —“mi salita privada de pensar”— un día de densa niebla. Para entonces ya nos ha contado que cuando está bajo presión no se sabe controlar y que una vez se mareó en un barco durante una excursión con el colegio y se tiró al agua, a pesar de los gritos de sus compañeros, que le advertían que aquella era zona de tiburones. Conduce sin rumbo por avenida Corrientes en dirección sur. “No sabía bien adónde ir pero mi instinto de supervivencia me lleva siempre a los museos, como la gente en la guerra corría a los refugios antibombas”.
Cuando llega al museo, no hay ni un solo cuadro de Cándido López. Están restaurando los treinta y dos. “La sensación de fracaso me aplasta. Definitivamente estoy mal equipada para afrontar la realidad; soy un ejército de uno que, a metros nomás del enemigo, se da cuenta de que olvidó su bayoneta”.
Entonces se sienta en el césped y le vienen a la cabeza recuerdos de una finca en Paraguay donde se instaló su marido veinticinco años antes con su primera mujer y con Charly, el hermano de esta. Lo que evoca es la asfixiante atmósfera del Paraguay de hoy en día, pero también de la guerra de un siglo antes, un conflicto que duró más de cinco años y le costó al país más de cincuenta mil muertos. La protagonista reflexiona sobre aquella guerra y piensa en la casa perdida en medio de la selva de Paraguay, donde su marido y Charly querían vivir del campo, una empresa que, al igual que aquella guerra, estaba condenada al fracaso. La amistad entre el marido de la narradora y su cuñado Charly, la soledad y el alcohol, las borracheras en la galería, uno lo ve todo diluirse en la despiadada naturaleza tropical, que también fue el decorado de aquellas terribles batallas, y el lector vuelve de algún modo a la historia de Cándido López, cuyos cuadros ella no puede ver aquel día.
Pero nosotros sí, porque una tal María Gracia Chiaradia, que ha leído atentamente el libro, ha montado un vídeo con todos los cuadros que aparecen en él, junto a otros de los que habla la autora, un grupo de imágenes y pinturas que actúan como figurantes o satélites del cuadro en torno al cual gira cada uno de los relatos. ¿Hacía falta? No, o en todo caso, solo como un extra que se agradece después de leer el libro. Pero Gainza ya había descrito con palabras todas esas imágenes.
A algunos de los pintores ya los conocía: Courbet, Rothko, Henri Rousseau, Foujita. De otros, como Hubert Robert y Alfred de Dreux, no había oído hablar nunca o solo me sonaban vagamente, algo de lo que probablemente debería avergonzarme. Después de leer el libro los he buscado, obviamente, aunque lo importante no son esos pintores en sí, sino su trabajo como refugio, guarida o búnker de una de las mujeres más intrigantes que he encontrado jamás en un texto de ficción.
Si he de creer sus propias palabras, esta mujer escribe “para contar otra cosa”. Y por lo que a mí respecta, lo ha conseguido. Ya lo dijo Nijhoff: “Mira, no pone lo que pone”. Entre lo que pone y lo que hay que leer entre líneas, he encontrado cosas que me tendrán ocupado un tiempo. La amiga del alma de su infancia, que se marcha del país para hacer fortuna en Europa pero nunca llegará a escribir su novela; otra amiga a la que durante una cacería se le hunde una bota en el barro y, a cuenta de ello, se queda clavada en el punto exacto por donde pasa la trayectoria de una bala perdida; Rothko, que después de su suicidio queda tendido de espaldas “sobre un charco de sangre, tan rojo y grande como sus pinturas”. Gainza es una autora que no oculta lo que ha leído, que vive en un mundo de libros y cuadros y escribe sobre ese universo personal de una forma que no tiene comparación posible. Si la ficción es fingir, como yo creo, estamos ante una embaucadora prodigiosa. En todos y cada uno de los relatos he caído en su trampa con los ojos abiertos. No me extraña que no pudiera diferenciar entre la escritora y su protagonista.
En todos y cada uno de los relatos he caído en su trampa con los ojos abiertos. No me extraña que no pudiera diferenciar entre la escritora y su protagonista.
En los infinitos prados de internet, buscando con los términos María Gainza y El nervio óptico, he encontrado en YouTube un panorama de todos los cuadros que aparecen en el libro compuesto con mucho amor por María Gracia Chiaradia.