Si Contagio es, según una definición prestigiosa, la «perversión que resulta de la influencia ajena», este concentrado relato se nutre de peripecias y ambientes de lo que puede llamarse la novela clásica, en donde los personajes se relacionan según la lógica implacable del azar; sus contactos, esperanzas y desánimos se observan y presentan dentro de una colección de calcomanías que se manchan y superponen en un mutuo afán de tocarse por una urgencia de contagio.

La pasión de Manuel C, heredero de un próspero y agobiante comercio de tejidos, por Adelina G, cantante de inverosímil registro vocal, sirve de marco a una trama novelesca diáfana y hasta clásica. El lector atraviesa, con los personajes, muchas peripecias, donde se relatan varias sagas familiares, un encendido amor fraterno, los azares de un complot revolucionario... La simultaneidad de historias que se tocan y repelen conduce a un inquietante prisma; la infancia es un explosivo de efecto retardado, cuyas ramificaciones imprevisibles pueden llegar a contagiar la más sólida y cómoda melancolía de la edad adulta.

El autor, con mayor serenidad que en su primera novela, Mutis, y más firme control de sus materiales que el conseguido en Libreto, quizá su obra más críptica, continúa una evolución particular, diáfana para sus seguidores, que se destacan sobre los tópicos y las etiquetas que siguen aplicándosele, desde la vaguedad de la experimentación a las roñas del malditismo, pasando por las reticencias frente a un supuesto despliegue polifacético, que no es sino la plasmación de una misma historia vertida en formas tan afines como el teatro, el cine, la crítica y, tal vez con particular vigor, la novela. 

Contagio participa decididamente del placer de contar, que encontrará sin duda eco en la alegría de leer por efecto precisamente del contagio.